Ayer leí un artículo de Rodrigo Terrasa publicado en El Mundo. El autor se pregunta por qué nos estresa tanto no hacer absolutamente nada. Me dio que pensar. Se nos ha inoculado tanto el virus de la hiperactividad que nos sentimos obligados a estar siempre haciendo algo. En algunas personas se nota más. Trastean por la cocina, ponen la lavadora, encienden la televisión, barren el pasillo, se cortan las uñas, ordenan los libros de la estantería, hacen una llamada telefónica, consultan varias veces el móvil, limpian el polvo de algún mueble, vuelven a cambiar el canal de televisión, añaden un poco de sal al guiso, pasan un paño húmedo por los cristales de la ventana, recogen la ropa dispersa encima de la cama, ordenan viejas facturas… y hasta se preparan un café mientras revisan por enésima vez su cuenta de Facebook.
No hacer nada se considera una herejía para los adeptos a la religión de “el tiempo es oro”. Tanto haces, tanto vales. Está prohibido aburrirse. Uno tiene que estar ocupado o entretenido al menos 16 horas al día para justificar(se) que está vivo y que sirve para algo. Su frase favorita es: “Siempre estoy haciendo algo”, lo que traducido al lenguaje corriente significa: “Valgo más que tú porque no me estoy quieto mientras tú te dedicas a holgazanear”. [¡Menos mal que en la mayoría de los casos no han leído un versículo del Evangelio de Juan que dice así: “Mi Padre no cesa nunca de trabajar” (Jn 5,17)! Si no, mucho me temo que lo usarían como fundamento bíblico para justificar su actitud]. Marta de Betania derrota definitivamente a su contemplativa y aburrida hermana María. No importa tanto la actividad cuanto el hecho de estar activo y de que se note lo más posible. Parece un signo de salud física, mental y espiritual. ¡Solo los muertos y los vagos están mano sobre mano!
Pero, junto a las personas que no se permiten ni un minuto de aburrimiento, hay otras muchas que se pasan la vida aburridas, sin nada interesante que hacer, arrastrando el alma por las vías muertas de la nada, enfermas de vacío. A veces también leen, ven la televisión, cocinan o consultan su móvil, pero sienten que nada les atrae. Todo está cubierto con una pátina de insignificancia. Ahítos de estímulos fuertes en otras etapas de su vida, ya no hay nada que suscite su interés. Las conversaciones les aburren porque, según ellas, siempre decimos las mismas cosas. Las películas son un rollo de dos horas. La televisión es un supermercado de banalidades. Los libros se caen de las manos a partir de la segunda página porque no producen ninguna emoción.
De las celebraciones religiosas es mejor no hablar. Una de las críticas más frecuentes que se hacen a las misas es que son muy “aburridas”. Parece que solo merece la pena vivir cuando tenemos la suerte de toparnos con experiencias divertidas. Una conferencia es buena, no si ha iluminado algún asunto de interés, sino si ha sido divertida. Una homilía puede calificarse de aceptable si el predicador de turno ha conseguido divertir a los fieles durante ocho o diez minutos. Las sesiones del parlamento merecen la pena si logran divertir a la audiencia a base de chascarrillos, enfrentamientos verbales y alguna pirueta dialéctica.
Estar di-vertidos significa etimológicamente estar fuera de lugar, tomar otro camino, otra dirección. Si para evitar el aburrimiento buscamos compulsivamente la diversión, acabaremos sintiendo que no sabemos dónde estamos y quiénes somos. Por eso, hay un aburrimiento que es sano porque nos obliga a entrar dentro de nosotros mismos y a no huir tomando siempre el camino de la actividad o de la diversión. Hay un aburrimiento que no es pandémico sino terapéutico. De hecho, muchas obras geniales se incuban durante periodos más o menos largos de aburrimiento en los que dejamos que nuestro cerebro descanse un poco. ¡También las neuronas necesitan unas pequeñas vacaciones para reorganizarse!
Una persona permanentemente aburrida puede contagiar sentimientos negativos. Sin embargo, una persona que acepta de buen grado aburrirse de vez en cuando está en mejores condiciones para apreciar lo que de verdad vale la pena y, sobre todo, para imaginar maneras nuevas de vivir que no sucumban a la hiperactividad o a la rutina. No es demasiado grave “aburrirse” con asuntos religión, con tal de que ese “bendito aburrimiento” nos espolee para buscar formas más profundas creativas y comunitarias de vivir la fe. ¡Viva el aburrimiento... de vez en cuando!
Considero que tanto nos estresa la hiperactividad como el no hacer nada… Los dos extremos nos llevan al agobio.
ResponderEliminarPero también me pregunto si hay alguien que consiga no hacer nada. Nuestro cerebro siempre está en actividad, sea mucha o poca, pero la hay para sostener la vida.
La hiperactividad, también depende de las etapas de la vida, aunque hay personas que con motivo o sin, siempre lo serán. Cuando eres madre de familia numerosa y además tienes tu trabajo profesional, hay hiperactividad total, aunque se puede vivir con ansiedad o con cierta tranquilidad… Viene bien, en estos momentos lo que has escrito alguna vez: “bástele a cada día su afán”.
Aprender a no hacer nada, no es fácil, pero son momentos que pueden ayudarnos a encontrarnos a nosotros mismos y así evitar el aburrimiento que, llevado al extremo, puede llevarnos incluso, al malhumor…
Opto por el aburrimiento terapéutico que nos lleve a tener ganas de superación.
Gracias, Gonzalo.