miércoles, 22 de abril de 2020

Ella estaba ahí

Desde que el mundo es mundo, ella ha estado siempre presente. No solo eso. Durante la mayor parte de la historia y en casi todas las culturas, ha estado… omnipresente. Se la ha temido y se la ha celebrado, pero nunca se la ha olvidado. En la cultura occidental, sin embargo, se la ha ido escondiendo cada vez más, como si fuera una intrusa que altera nuestra pacífica existencia, como si no formara parte de las experiencias que configuran la vida humana. Ha perdido su carácter doméstico y familiar y se ha profesionalizado. Se ha vuelto más fría, anónima e impersonal, tanto que la mayoría ya no percibe su presencia en la trama de la vida cotidiana. Para muchos niños y jóvenes, se podría decir que casi no existe. En todo caso, es un asunto que afecta solo a los mayores. O a jóvenes y niños, pero en lugares lejanos en los que hay hambre, enfermedades, guerras y violencia. Aquí, en la vieja Europa, ella actúa en ambientes asépticos como hospitales y tanatorios, pero casi nunca en el propio hogar. Cuando llega, todo se resuelve en un plazo de 24 horas. Las empresas especializadas se encargan del proceso. No hay que mancharse las manos. Una vez pasada, resulta de mal gusto referirse a ella en casa o con los amigos. El silencio es una forma de ignorarla. Aunque por el momento sigue siendo inevitable, quizá algún día la ciencia pueda derrotarla definitivamente

Así pensaban muchas personas acerca de  ella (la hermana muerte, como la denominaba Francisco de Asís) hasta que, desde hace algo menos de dos meses, se ha colado en nuestras vidas de una manera visible, impúdica, exagerada, escandalosa. Ya no hay tabú que la proteja. Cada día se ofrece el recuento de sus víctimas en estos tiempos de pandemia. Ella estaba ahí. Siempre había estado ahí, pero no queríamos verla. Ahora no tenemos más remedio que mirarla a la cara y enfrentarnos a ella. Se ha vuelto tan visible que ya no hay excusas para pasar de puntillas a su lado. En este asunto no sirven de nada las mascarillas de protección. De repente, niños y jóvenes oyen hablar más de la muerte en dos meses que en todos sus años anteriores. No podemos vivir entre algodones o con los auriculares puestos escuchando solo la música que nos gusta. Por más que pretendamos evitarlo, no tenemos más remedio que caer en la cuenta de que los seres humanos somos frágiles y mortales. Esta verdad incontestable, pero silenciada, nos produce desconcierto y miedo. 

En el fondo, saber que muchos están muriendo a causa del coronavirus nos confronta con nuestra propia muerte. Nos obliga a hacernos con más hondura las preguntas que nos acompañan desde niños pero que a menudo dejamos de lado porque otros intereses y urgencias nos atrapan. Ahora, confinados en nuestras casas, expuestos a las informaciones de televisión, no tenemos más remedio que preguntarnos qué va a ser de nosotros y de nuestros seres queridos, para qué vivimos y para qué morimos, qué sentido tiene todo lo que hacemos, adónde apunta la existencia humana. Las actitudes ante la muerte son tan variadas como las personas, pero quizás se pueden resumir en tres fundamentales:
  • Quienes tienen una visión materialista de la vida, consideran que la muerte pone punto final a un ciclo. Nuestras células pasan a formar parte de otros seres vivos. Hay que aceptar con serenidad este hecho inexorable sin angustias innecesarias. Vivimos un lapso de tiempo y luego desaparecemos. Fin de la historia. Permanecemos solo en el recuerdo de quienes nos aman. Y no por mucho tiempo. A menos que seamos muy famosos, nuestra huella desaparece en tres o cuatro generaciones.
  • Muchos no se resignan a la posibilidad de la desaparición total y escogen otros caminos que tienen que ver con energías, vibraciones, conciencia infinita, etc. No tienen muy claro en qué puede consistir algún tipo de vida después de la muerte, pero experimentan un fuerte anhelo casi biológico. Por eso, cuando hablan de sus difuntos utilizan fórmulas etéreas (entre sublimes y cursis) como “dondequiera que esté”, “en algún lugar nos encontraremos” etc. La simbología religiosa aprendida de niños (cielo, infierno, etc.) ya nos les dice nada.
  • Quienes han hecho de Jesús el centro de su existencia creen en su promesa de resurrección y vida, pero a menudo encuentran dificultades para dar una explicación plausible sobre el verdadero significado de la vida eterna. Ni siquiera encuentran las palabras adecuadas. Confían en la fuerza salvadora de la Palabra de Dios. 
Si en este tiempo de coronavirus la muerte ha adquirido una visibilidad social desconocida en los últimos 50 años, quizás también ha llegado el momento de hacer más visible uno de los artículos del Credo menos aceptado, incluso por muchos que se confiesan cristianos practicantes. Me refiero al que reza: “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”. Es verdad que, desde el punto de vista humano, nos produce un inmenso dolor que miles de hombres y mujeres (sobre todo, ancianos en residencias y hospitales) estén muriendo estos días a causa del Covid-19. Es verdad que nos duele todavía más el hecho de no poder acompañarlos en sus momentos finales y en su entierro o incineración debido a las exigentes medidas sanitarias. No se puede esconder este dolor, ni se puede reducir a un sentimiento pasajero que el tiempo curará. Es nuestro Viernes Santo colectivo. 

Pero por eso mismo necesitamos saber que existe un Domingo de Pascua, que nuestros seres queridos no van a la fosa común del olvido o de la aniquilación. Ningún ser humano es un ser anónimo para Dios, una materia de descarte. Todos somos sus hijos e hijas. Quienes creemos en Jesús sabemos que de Dios venimos y a Él vamos. Como cantamos en un himno muy popular, “la muerte no es el final”. La segunda estrofa resume nuestra trayectoria con estas palabras: “Tú nos hiciste, tuyos somos, / nuestro destino es vivir, / siendo felices contigo, / sin padecer ni morir”. El fundamento de esta fe no es un mero sentimiento de infinitud o una nostalgia de la casa paterna, sino un hecho objetivo: la resurrección de Cristo, cuyo triunfo estamos celebrando en este tiempo pascual. Como afirma san Pablo en la primera carta a los corintios: “Si no hay resurrección de muertos, tampoco el Mesías ha resucitado; y si el Mesías no ha resucitado, es vana nuestra proclamación, es vana nuestra fe” (1 Cor 15,13-14). Creo que todos necesitamos dejarnos empapar por este mensaje hasta transformar nuestro temor en confianza, nuestra tristeza en alegría, nuestra desesperación en esperanza. No nos puede suceder nada mejor que descansar en el regazo del Padre. Pero este no es el resultado de una conclusión lógica, sino el don que el Espíritu del Resucitado nos regala. Debemos pedirlo con humildad. Lo necesitamos, antes de que el excesivo dolor nos devore.

Sé que muchas personas –algunas muy cercanas a mí– han perdido a sus seres queridos durante estos meses de pandemia. El claretiano Fernando Prado Ayuso, director de Publicaciones Claretianas de Madrid, ha escrito un librito titulado Cuando perdemos a un ser querido. Creo que puede ser de gran ayuda en estos momentos. Quien lo desee, puede descargarlo gratis pinchando aquí.


martes, 21 de abril de 2020

Dos cartas que no son románticas

Ayer recibí dos comunicaciones escritas que me llegaron al corazón, pero que no tienen nada de románticas. Por orden cronológico, la primera fue la Carta que el Cardenal Vicario de Roma, Angelo de Donatis, escribió a todos los diocesanos –entre los que me cuento– el pasado domingo. Es un texto de ocho páginas que ilumina la situación que estamos viviendo y nos invita a encontrar la clave última en el misterio pascual de Cristo. La segunda es una carta que me envió un amigo mío, cura rural en una zona de la llamada –no sé si con buena o mala fortuna– España “vaciada”. Ninguna de las dos sonaba al lenguaje vacuo de los políticos, aunque esta es también una tentación recurrente en algunos eclesiásticos. Las dos partían de experiencias personales leídas a la luz de la fe. Su tono narrativo les confiere cercanía y credibilidad. 

El Cardenal ha experimentado en carne propia el zarpazo del coronavirus. De hecho, pasó toda la Semana Santa internado en el hospital Gemelli de Roma. Mi amigo cura no sabe si pasó la enfermedad porque no ha podido hacerse la prueba, pero estuvo un par de semanas aislado y, al principio con algunos síntomas. La carta del Cardenal es larga, pero enjundiosa. La de mi amigo es breve y además tiene la fuerza de quien ha estado al pie del cañón en las últimas semanas, asistiendo a entierros de personas queridas, siendo el rostro de la Iglesia en circunstancias muy tristes y de gran desamparo.

Rescato un párrafo de la carta del Cardenal que me ha ensanchado el horizonte: “Muchas personas han percibido, a través de lo que ha sucedido a causa de la pandemia, que hay algo dentro de ellas que va más allá de los límites de su persona: han sido conscientes de que no están solos, o al menos han esperado que la angustia del mundo sea abrazada por la infinita misericordia y benevolencia, que le otorga un propósito. Estamos llamados a ser el signo, pobre y modesto pero concreto, de esta misericordia”. Todos podemos ser signos visibles de esa misericordia divina. Creo que, de hecho, lo estamos siendo en la medida en que no pensamos solo en nuestra seguridad, sino que estamos pendientes de quienes pueden necesitarnos. Es impresionante el caudal de empatía y solidaridad que se ha abierto en nuestro mundo. Eran recursos que todos teníamos, pero que permanecían agazapados porque el ritmo cotidiano nos empujaba en otra dirección. 

El cura rural no quiere que los posibles beneficios de esta crisis nos hagan olvidar el dolor que tantos hemos experimentado. Y lo dice con palabras directas, sacadas de su arca interior: “Según pasaban los días de confinamiento, el ambiente se me hacía tóxico porque aleteaba la propuesta, a veces inconsciente, de pasar un tipo de confinamiento feliz. Me parecía tan injusto, tan atroz, tan irreal… Pero sobre todo me parecía que no era el camino del Evangelio”. No podemos encerrarnos en una burbuja. Por otra parte, para un párroco, la Semana Santa representa el momento cumbre del año litúrgico. La de este año ha sido muy extraña, “ha sobreañadido aún más todo un sentimiento de impotencia. La aceptación de la impotencia ante aquello que no depende ni de uno mismo ni de los demás, es una tarea constante de despojo”. Impotencia y despojo son dos palabras que conectan bien con la experiencia de Jesús y que hacen de esta Semana Santa un viaje a la realidad que se celebra en la liturgia. Las heridas de Cristo coinciden con las heridas de una humanidad sufriente.

Ya sé que hay personas que están viviendo un confinamiento feliz porque disponen de todo lo necesario para que así sea: espacios amplios y confortables, alimentación suficiente, compañía, medios de comunicación y entretenimiento, etc. Pero no es esta la situación de la mayoría. Y desde luego el confinamiento no tiene nada de “feliz” para aquellos que están en primera línea de combate (sanitarios y cuidadores) o muy lejos de sus familiares. Para quienes han perdido algunos seres queridos sin poder acompañarlos en sus momentos finales y en su entierro, esta pandemia dejará marcas indelebles. Por eso, comprendo muy bien los sentimientos de mi amigo, el párroco rural, “condenado” a despedir a los muertos de sus parroquias de forma casi clandestina. ¿Quién puede vivir esto con fría “normalidad”? Las palabras con las que cierra su carta no tienen desperdicio: “Dentro de todo este tsunami aflora la necesidad de orar más, a pesar de la desgana. En la oración se intuye que Dios es Dios. Y esta oración ayuda a permitir que Dios lo sea en uno mismo y en las circunstancias que le rodean”. 

Mi amigo pone en relación dos palabras que parecen contradictorias: oración y desgana. Es curioso, porque otras personas me han confesado algo parecido. Yo mismo vivo esa aparente contradicción. Intuimos que en estas circunstancias difíciles tendríamos que orar más, sumergirnos en el mar sin fondo de la misericordia de Dios, pero se cierne sobre nosotros una desgana, una pesadez, que casi nos paraliza. Es como si creyéramos y desconfiáramos al mismo tiempo, como si experimentásemos la fuerza y la ineficacia de la oración, la presencia de Dios y su ausencia, el sentido misterioso de todo y el vacío absoluto. No hay ejercicios espirituales que consigan remover con más realismo nuestras entrañas. Es evidente que algo bueno tiene que salir de este torbellino.




lunes, 20 de abril de 2020

Preparando el día después

No se ha terminado la pandemia (en realidad no sabemos cuándo lo hará ni en qué condiciones) y ya circulan muchas teorías sobre lo que sucederá “el día después”. Entre los que piensan que poco o nada va a cambiar y los que consideran que la hiperglobalización se acaba y comienza un mundo nuevo hay un amplio abanico de posturas y propuestas. Se recuerdan situaciones análogas como las producidas tras la caída del muro de Berlín (1989), los atentados del 11 de septiembre (2001) o la crisis económica de 2008. Pero lo que estamos viviendo ahora se parece muy poco a lo que vivimos en esos tres momentos más o menos cercanos. Para quienes están interesados en cuestiones de geo-estrategia, puede ser útil leer El año de la rata. Consecuencias estratégicas de la crisis del coronavirus (en francés) o un estudio titulado Orden internacional y el proyecto europeo en tiempo del Covid 19 (en inglés). Una de las conclusiones es que “entre todas las previsiones que circulan sobre el mundo que saldrá de esta crisis del coronavirus, hay una que puede avanzarse sin miedo al error: será un mundo obsesionado por las pandemias”. Esta nueva obsesión sustituirá a otras anteriores como la amenaza de guerra nuclear, el terrorismo, la crisis económica o el calentamiento global. Según algunos, el miedo anidará en nosotros como un virus más peligroso aún que los que puedan ir surgiendo.

¿Cómo prepararnos para no vivir en una sociedad del miedo? Si hay algún mensaje que se repite con frecuencia en la Biblia es precisamente este: “No temáis”. Siento que hoy Jesús nos dirige estas palabras con toda la fuerza salvífica que implican. Quizás no haya nada más paralizante que el miedo, porque a las amenazas objetivas añade un plus de incertidumbre y exageración. Se suele decir que lo que más miedo produce es el miedo al miedo. Es verdad que tendremos que sacar conclusiones de la experiencia que estamos viviendo y explorar nuevos hábitos de vida, pero de ninguna manera podemos dejarnos dominar por el miedo. Quienes interpretan esta pandemia como un “castigo de Dios” por nuestros pecados y, en consecuencia, nos atemorizan con penas severas tendrían que saber que el “temor de Dios” al que se refiere la Biblia en numerosas ocasiones no tiene nada que ver con el miedo y mucho menos con la desconfianza, como si el amor incondicional de Dios dependiera de nuestra respuesta. Jesús lo dijo de manera muy clara hablando de las relaciones humanas, pero sus palabras se pueden aplicar con más verdad aún a Dios: Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a sus amigos(Lc 6,32). Eso no significa que la pandemia no pueda tener un cierto carácter de advertencia pedagógica pensando en nuestro bien. Es iluminador a este respecto el texto de la carta a los Hebreos: “Hijo mío, no desdeñes el castigo del Señor ni te desanimes si te reprende; pues el Señor castiga a quien ama y azota a los hijos que reconoce. Aguantad por vuestra educación, que Dios os trata como a hijos. ¿Hay algún hijo a quien su padre no castigue?” (Hb 12,5-7). 

Aprender de las crisis es un signo de madurez. En este sentido, más que perder el tiempo en quejarnos de lo que podría haber sido o de cómo podríamos haber previsto la pandemia para gestionarla mejor, es más provechoso concentrarnos en lo que estamos aprendiendo durante este tiempo de cuarentena. Lo que seremos en el futuro inmediato dependerá, en buena medida, de lo que vayamos madurando durante estas semanas de reclusión. Además de reflexionar y orar en privado, es recomendable compartir nuestras ideas con otras personas, sean las que forman parte del núcleo familiar, sean otros amigos y conocidos con quienes podemos comunicarnos a través de las redes sociales u otros medios. Esta comunicación tiene el poder de ir creando una nueva conciencia colectiva. El autor de la carta a los Hebreos insiste en que Dios nos trata como a hijos. Si permite que experimentemos pruebas es porque respeta nuestra libertad de personas adultas y porque quiere siempre lo mejor para nosotros y para toda la creación. ¿Qué es lo mejor? ¿Qué prácticas individuales y sociales estaban siendo dañinas para todos? ¿Qué dimensiones esenciales de la existencia humana habíamos dejado a un lado? ¿Qué podemos hacer para vivir como seres humanos en un mundo más interconectado que nunca (para bien y para mal)? No podemos responder a estas preguntas desde el miedo (que no viene del Espíritu) sino desde una confianza radical en Dios porque “sabemos que todo concurre al bien de los que aman a Dios, de los llamados según su designio” (Rm 8,28). Si no extraemos de la fe la energía que necesitamos para afrontar el futuro con esperanza, ¿de dónde podemos sacarla?

















domingo, 19 de abril de 2020

La alegría de creer sin ver

Los de mi generación aprendimos en el catecismo que las bienaventuranzas eran ocho. Incluso en algunos lugares se empleaba una fórmula mnemotécnica para recordar su orden exacto: po-man-llo-ham-mi-lim-pa-per. De esta manera nos era más fácil recordar a los pobres, mansos, llorosos, hambrientos, misericordiosos, limpios de corazón, pacíficos y perseguidos. Quizá no sabíamos que esta era la lista que ofrece Mateo en el capítulo 5. Pero, en realidad, los evangelios están salpicados de “otras bienaventuranzas” que completan y enriquecen ese octeto. Por ejemplo, en el Evangelio de este Segundo Domingo de Pascua nos encontramos con una que parece estar dicha para hombres y mujeres como nosotros, pertenecientes a una cultura muy empirista, que solo admite lo que puede ver, tocar y medir.  En su diálogo con el incrédulo Tomás (símbolo de los discípulos de tercera generación que tienen dificultades para creer), Jesús le dice: “Bienaventurados los que crean sin haber visto”. Es una bienaventuranza en toda regla. En el fragmento de la primera carta de Pedro que se lee como segunda lectura de hoy encontramos algo parecido: “Sin haberlo visto (a Jesús) lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas”. Creer en Jesús y amarlo sin haberlo visto es una fuente de alegría constante y un camino hacia la meta de la vida, la salvación.

Hay un “ver” que se basa en pruebas, certezas, hechos comprobados. Y otro “ver” que se refiere a experiencias transformadoras. La ciencia trabaja con el primer “ver”; la fe, con el segundo. No son incompatibles, pero tampoco idénticos. Uno de los dramas de nuestro tiempo es haber contrapuesto ambas formas de “ver”, como si la afirmación de una supusiera la negación de la otra. Las personas maduras saben muy bien que la ciencia y la filosofía tienen su campo de actuación y su método, pero no por ello reniegan de la fe, que tiene también su especificidad. Lo estamos comprobando en estos tiempos de pandemia. Pedir a Dios que nos ayude a afrontar esta crisis (oración) no implica que dejemos de curar a los enfermos con todos los medios posibles y de buscar una vacuna (ciencia). Quien es capaz de aunar ambas dimensiones experimenta la bienaventuranza prometida por Jesús. Tomás supera su crisis prorrumpiendo en una confesión de fe –“Señor mío y Dios mío – después de que Jesús le invitara a tocar con sus manos las heridas de su cuerpo. El texto no dice que, de hecho, Tomás las tocara, pero señala una pista clara en el camino de la fe. Cuando nos quedamos cerrados en la torre de marfil de nuestras ideas y conjeturas, la fe no brota, porque no es una ideología. Solo cuando nos arriesgamos a “tocar las heridas” del Resucitado en las vidas de las personas que sufren se ilumina lo que nos parecía oscuro, se abre lo que veíamos cerrado.

Hay otro detalle que quisiera subrayar. El Evangelio de hoy comienza de una manera que nos recuerda nuestra situación actual: “Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos” (Jn 20,19). Nosotros estamos recluidos en nuestras casas por miedo al coronavirus. El miedo y la reclusión son, en el fondo, signos de la falta de fe. Jesús, con el don de su paz y de su Espíritu, nos pide no ser víctimas del miedo que paraliza, sino más bien testigos de su presencia entre nosotros. Quizás el signo más elocuente de esta presencia misteriosa es una comunidad en la que se cultiva la enseñanza, la fracción del pan, la oración y la comunión, como de manera idealizada se describe la primitiva comunidad de Jerusalén en la primera lectura de este domingo (Hch 2,42-47). Durante estas semanas de confinamiento tenemos la oportunidad de fijarnos en este espejo para que también nuestras familias y comunidades reproduzcan estos rasgos, que son, en el fondo, destellos del Resucitado en medio de la noche. 

Como viene siendo habitual desde hace veinte años, hoy es también el Domingo de la Divina Misericordia. Los claretianos celebramos además el Día de la Misión Claretiana Universal. No nos faltan motivos para la confianza y para el compromiso misionero.




sábado, 18 de abril de 2020

Obesidad digital

Hoy tendría que haber pronunciado una conferencia en la 49 Semana Nacional de Vida Consagrada de Madrid. Su título era “Espiritualidad de la vida consagrada en la sociedad de la información”. Como cabe imaginar, la Semana fue cancelada, así que la conferencia deberá esperar tiempos mejores. Pero, dado que el título alude a la sociedad de la información, quiero dedicar la entrada de hoy a este tema. ¿Cómo hubiéramos vivido la pandemia del coronavirus hace 100 o 200 años cuando no existían ni las redes sociales, ni Internet, ni la televisión ni la radio? Me cuesta imaginarlo. Hoy suplimos la falta de contacto físico con innumerables videollamadas, videoconferencias, mensajes de WhatsApp y otras formas digitales de comunicación, hasta el punto de que el confinamiento, en vez de permitirnos disfrutar de un tiempo de silencio y quietud, nos satura con mensajes de todo tipo. Reconozco que algunos son muy ocurrentes e inspiradores. Es probable que, al final de esta cuarentena, hayamos ganado algún kilo en nuestro cuerpo y, desde luego, muchos kilos digitales. Podemos terminar siendo unos perfectos obesos informáticos para regresar luego a la incomunicación. No soy muy optimista respecto de los “avances” que se logran más por presión externa que por convencimiento interior.

En parte se entiende esta necesidad –casi compulsiva– de hacer algo en la red. Los músicos se sienten obligados a componer canciones (solos o en grupo) y a colgar vídeos en You Tube.  Se han puesto de moda los vídeos grabados por varias personas, cada una desde su domicilio. Los artistas gráficos han aumentado su producción de posters, viñetas y composiciones de todo tipo. Los curas transmiten misas desde su capilla o habitación, organizan ejercicios espirituales on line e imaginan diversas formas de acompañamiento espiritual. Las editoriales ponen a disposición de los lectores libros gratis. Los cocineros enseñan a cocinar platos sencillos. Menudean las campañas de todo tipo a favor de sanitarios, cuidadores, fuerzas del orden, etc. Y, por supuesto, abundan los vídeos con explicaciones “científicas” acerca del origen, difusión y alcance de la pandemia. No faltan discursos apocalípticos que ven en la pandemia un castigo divino ejemplarizante y la antesala del fin del mundo. O sea, que no nos podemos quejar de falta de material para sobrellevar el confinamiento. En medio de esta selva, rescato un vídeo promovido por la delegación de Pastoral Familiar de la diócesis de Vitoria (España), en el que diversas familias (la primera que aparece es amiga mía) agradecen a los sacerdotes su entrega en estos tiempos de coronavirus. Lo acompañan con una canción titulada “Gracias a ti, sacerdote”.


La eclosión digital nos está ayudando a sobrellevar estas semanas con más recursos. No estoy seguro de que esto sea siempre positivo. De hecho, el papa Francisco, que está muy atento a los signos de los tiempos, nos previene contra un neo-gnosticismo en la forma de vivir la fe en tiempos del coronavirus. Las celebraciones on line corren el riesgo de acentuar un peligro que ya estaba presente en las celebraciones presenciales: el cristianismo subjetivo y a la carta. En el amplio supermercado religioso que me brinda Internet, yo me sirvo los productos que me interesan (misas, oraciones, ejercicios, etc.), cuando y como quiero. El papa Francisco subraya mucho el carácter encarnado, concreto y comunitario de la fe cristiana para evitar reducirla a un producto de consumo individual que satisfaga nuestras necesidades de sentido, seguridad y trascendencia. Tal vez no es conveniente poner el acento en este peligro, pero me parece que no está de más ser conscientes de él. Mientras, dejemos que el Espíritu del Resucitado sople donde quiera y suscite mil iniciativas de resistencia, acompañamiento, solidaridad y celebración.



viernes, 17 de abril de 2020

Respiremos un poco

Llevo más de 30 entradas dedicadas al dichoso Covid-19. ¡Y eso que no soy ni epidemiólogo ni político! Por importante que sea esta pandemia, creo que necesitamos un respiro, así que hoy viernes, comienzo de un extraño fin de semana, quiero hacer un interludio musical para celebrar también que este Rincón está a punto de alcanzar las 450.000 visitas. 

De los muchos vídeos que me están llegando estos días por WhatsApp o que yo mismo encuentro en Internet, he elegido tres que pueden ayudarnos a relajar un poco la tensión. Bueno, esto no es del todo verdad, porque el primero es, más bien, aterrador. Se titula The most dangerous species on earth are humans (La especie más peligrosa de la tierra son los humanos). A raíz del coronavirus se ha disparado un ecologismo de salón que sacraliza la naturaleza (perfecta, maravillosa y sabia) y condena a los seres humanos  (imperfectos, depredadores y estúpidos) como si fuéramos los únicos malos de la película. No hay que ser muy avispado para suponer de dónde nace esta corriente y adónde conduce. El eslogan que se repite en varias lenguas durante estas semanas es muy resultón: “Cuando regresemos a la vida normal, no olvides que somos huéspedes de la naturaleza, no sus dueños”. Anotado queda. Por si no fuéramos lo suficientemente sensibles al desafío ecológico, el vídeo que acompaña este párrafo se encarga de darnos caña y asustarnos un poco. 




Creo que ahora necesitamos una visión más amable de nuestra relación con la madre tierra. Para ello nos acercamos a uno de mis compositores favoritos, Antonio Vivaldi (1678-1741), el llamado “prete rosso” (el cura rojo), no porque estuviera afiliado al partido comunista (que en su tiempo no existía, como es obvio), sino porque era cura (aunque ejerció poco, dicho sea de paso) y pelirrojo. ¿Quién no ha escuchado sus célebres conciertos sobre Las cuatro estaciones? Algunas de sus melodías han sido convertidas en canciones (por ejemplo, Mocedades versionó el otoño) o usadas incluso para anuncios publicitarios. Hoy os propongo un análisis simpático hecho por uno de los pocos youtubers a los que sigo con interés. Se llama Jaime Altozano. Si os gusta la música y no habéis perdido el sentido del humor, os aconsejo asomaros a su canal. El vídeo de hoy es solo un aperitivo que os permitirá disfrutar de otro modo de la obra más famosa de Vivaldi en vuestras largas horas de confinamiento.


Y para terminar os dejo con otro vídeo recién salido del horno (o sea, del estudio). Me lo envió ayer mismo uno de sus autores, amigo mío. Se titula Con tu aire en mis adentros. Como ellos dicen, el vídeo nació de las conversaciones informales que este grupo de amigos ha celebrado cada día, desde el inicio del confinamiento, a las 18:00 horas. Está compuesto por Jesús Vicente Morales (Chito), de Brotes de Olivo; Juan Susarte, de JS&Confia2; Mª José Martín, Alfonso Moreno y Fermín Negre, de Ixcís; Jose Ibáñez; Belén Navarro y Antonio Mª Hernández, de Amanecer; Sergio Pérez; y Mª Luisa Rodríguez, de Mabelé. Son músicos cristianos. Los beneficios que se obtengan con la canción, serán destinados a Cáritas. De esta manera, se han sumado a la campaña #CadaGestoCuenta. Ante la situación de pandemia mundial, estos cantantes quieren ofrecer una canción que nos recuerda que “es momento de cuidarnos, de querernos, de encontrarnos y de buscar ese aire que nos renueve por dentro y por fuera”. Espero que su música ponga un poco de ritmo y esperanza en este fin de semana.



jueves, 16 de abril de 2020

Paz a cambio de dudas

Ayer se cumplió un año del incendio de Notre Dame de París. Entonces nos parecía que las llamas del símbolo parisino podían ser un presagio de un derrumbe cultural. Hoy vemos que muchas cosas están cambiando sin que podamos tomar el control. Hace un año había mucha prisa por reconstruir el símbolo de París, de Francia y hasta de Europa. Hoy, la catedral gótica es un enfermo más que puede esperar su turno. Todo es muy relativo. La crisis del coronavirus ha empequeñecido la crisis del templo. Y lo mismo pasa en nuestra vida. Un problema grave (y, sin duda, la pandemia actual lo es) hace que relativicemos otros que nos parecían importantes. Llega un momento en que ya no sabemos, en realidad, qué es un verdadero problema y qué es una ocasión de cambio. Nos cuesta distinguir entre lo importante y lo secundario, entre lo urgente y lo que puede esperar. La confusión y el desconcierto son rasgos de nuestra época. A menudo, no sabemos a qué atenernos. Quienes tienen que tomar decisiones que afectan a todos (por ejemplo, los políticos) experimentan la desazón que acompaña al ejercicio de la responsabilidad cuando no se tienen las ideas claras.

En este contexto, el Evangelio de este Jueves de Pascua nos regala un par de preguntas de Jesús que parecen pensadas para la situación que estamos viviendo: “¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón?”. No parece muy difícil responder a cada una de ellas. Vayamos con la primera. Nos alarmamos porque no sabemos si nosotros y nuestros seres queridos nos vamos a infectar con el insidioso Covid-19. Nos alarmamos porque nos parece increíble que un diminuto virus tenga este tremendo poder y nosotros necesitemos mucho tiempo y muchos recursos para dominarlo. Nos alarmamos porque nos estremece el parte diario de fallecidos. Nos alarmamos porque la vida social ha quedado completamente alterada. Nos alarmamos porque las consecuencias económicas van a ser desastrosas. Nos alarmamos porque no sabemos las consecuencias psicológicas que la pandemia tendrá en todos, incluidos los niños, que parecen casi inmunes al dichoso virus. 

La segunda pregunta abre también la puerta a una cascada de respuestas. Surgen dudas en nuestro corazón porque no sabemos si en esta crisis la fe sirve para algo o no, si habrá personas que se aprovechen de la desgracia ajena y comercien con nuestras urgencias, si los científicos serán capaces de encontrar una vacuna eficaz, si nos volveremos más sensatos y solidarios o perderemos la alegría de vivir… En fin, que tenemos una batería de respuestas a las “inocentes” preguntas de Jesús.

¿Cómo reacciona él? Parece no inmutarse demasiado, como si conociera nuestro corazón mejor que nosotros y supiera de antemano lo que nos preocupa. Se limita a decir: Shalom (es decir: “Paz a vosotros”). Es el gran regalo del Resucitado a su comunidad. Shalom es mucho más que el socorrido “Tutto andrà bene” (todo saldrá bien) que se ve en muchas pancartas al lado de un arcoíris esperanzador. La paz que Jesús nos trae es mucho más que un poco de sosiego para calmar la ansiedad. Es la paz que restaura nuestras relaciones heridas, que pone armonía donde hay desorden, que recrea lo que nos permite vivir como hijos (de Dios), hermanos (de todos los seres humanos), cuidadores (de la naturaleza), buscadores (en la historia) y adoradores (de Dios). Esa es la paz que necesitamos en estos momentos de ansiedad y confusión. Hablando en términos informáticos, necesitamos resetear el disco duro de nuestro corazón a instalar un nuevo sistema operativo que no proceda a partir de la búsqueda obsesiva del tener más, sino que coloque en el centro el ser más; es decir, amar más. ¿Seremos capaces de acoger este don del Resucitado? ¿Nos convertiremos en instrumentos de paz o seguiremos siendo eslabones de una cadena de injusticia y violencia?