miércoles, 20 de septiembre de 2017

Lo urgente y lo importante

Sobre la mesa de mi despacho tengo una tira de papel en la que voy anotando todas las cosas que tengo que hacer cada día. Aprovecho las papeletas sobrantes que me enviaron por correo para participar en las últimas elecciones generales en España. Se trata de tiras de 29 centímetros de largo por 10 de ancho, muy prácticas para hacer listas de compromisos. Mientras repaso los candidatos de los partidos a los que no he votado (que son todos), repaso lo que tengo que hacer. A medida que despacho los asuntos, los voy tachando. A veces, cuando un compromiso me ha exigido mucho esfuerzo, la tachadura es de dimensiones olímpicas. Hay días en que la lista es tan larga que experimento un poco de agobio. Abrir el correo electrónico a eso de las 8 de la mañana significa, por lo general, incrementar el número de tareas. Siempre hay alguien que pide algo o que necesita urgentemente que responda alguna cuestión. Procuro jerarquizar las tareas, pero basta que alguien entre en mi cuarto para que una cosa menuda me ocupe más tiempo que otra que figuraba en primer lugar. Luego están esas tareas que uno va retrasando. Uno sabe que tiene que hacerlas, pero no encuentra el momento apropiado. Debo confesar que hay ciertas cosas que no me salen si no encuentro las condiciones adecuadas.

Listas de este tipo señalan, por lo general, las cosas urgentes, las que no se pueden demorar mucho porque otros dependen de su resolución. Pero, ¿son, de verdad, las más importantes? Tengo mis dudas. Nos han tocado tiempos tan acelerados que el cortoplacismo se ha impuesto como estilo de vida. Vivimos más de acciones que de proyectos. En general, los políticos son especialistas en este arte de hacer cosas cuyos resultados se perciban casi de inmediato. Por eso, los cambios de largo plazo -como la educación, por ejemplo- no se cuidan tanto. Embarcarse en un proyecto exige una clara visión de futuro y la capacidad de articular bien las etapas intermedias. Esto se suele hacer al comienzo de una nueva responsabilidad, pero luego el día a día va introduciendo otras prioridades no previstas. Cada mañana, cuando echo una ojeada a mi tira de acciones, me hago la misma pregunta: ¿Merece la pena que dedique tanto tiempo a escribir un artículo, revisar un texto, responder correos electrónicos, atender llamadas de Skype, hacer informes de actividades…? Casi todas estas cosas se inscriben en un marco más amplio, pero no siempre se percibe la relación entre las acciones que ocupan nuestro tiempo y los objetivos que se persiguen. Lo urgente acaba comiéndose a lo importante. ¿Dónde queda el proyecto a largo plazo, lo que consideramos de verdad importante?

Imagino que muchos de los lectores de este Rincón vivís experiencias parecidas. Las 24 horas del día están llenas de acciones que parecen insignificantes, anodinas y que, por lo general, no elegimos nosotros, sino que nos vienen impuestas por otros o por las circunstancias. Imagino a una joven madre de familia que se hace su plan del día y que, nada más hacerlo, escucha a su hijo pequeño diciéndole que no quiere al colegio porque le duele mucho la garganta. O comprueba que un grifo del baño gotea y que será necesario llamar al fontanero. No tiene más remedio que olvidarse de su plan y atender de inmediato a estos requerimientos que no formaban parte de sus previsiones. Cuando uno tiene mentalidad controladora, se siente perdido cada vez que suceden cosas no previstas. Cuando, a medida que pasan los años, uno va desarrollando una mentalidad más estratégica, se da cuenta de que la vida no es solo, ni principalmente, lo que uno programa, sino lo que sucede. Entonces, aprende a sacar partido de todo: de lo previsto y de lo imprevisto. No pierde los nervios por abandonar tareas urgentes para atender otras que son más importantes. Y, sobre todo, desarrolla una actitud fundamental: las personas tienen prioridad sobre las cosas. Atender a una persona, aunque rompa todos nuestros planes, es siempre más importante que cuadrar un balance, responder un correo electrónico o preparar la comida. Lo acabo de experimentar mientras escribía esta entrada. He tenido que interrumpir la redacción para atender a un compañero que requería mi ayuda. Por eso hoy se ha retrasado la publicación del blog. No se hunde el mundo. Learning by doing. Hay personas que tienen un don especial para atender a cualquiera en todo tiempo y lugar. Yo todavía tengo que crecer mucho en este campo. No hay que perder de vista lo importante. Lo urgente puede esperar.


martes, 19 de septiembre de 2017

Lo importante es ser feliz

Es uno de los dogmas de moda. Un primo mío ha aprendido a despedirse con una fórmula que tal vez ha copiado de algún locutor de radio o presentador de televisión. Cuando se va de casa o sale de un bar no dice: “Hasta la próxima”, “Nos vemos mañana” o “Adiós”, sino: “Que seáis felices”. La cosa no tendría mayor importancia si no fuera por las connotaciones que la frasecita tiene. La gente suele responder: “Y tú también”, que es como un remedo secular de la respuesta litúrgica: “Y con tu espíritu”. Así que todos nos quedamos tan contentos, con la obligación de ser felices el resto de la jornada, pase lo que pase. Luego, resulta que la vida nos pone muchas veces contra las cuerdas y no es tan fácil cumplir el imperativo de ser felices. Viene esto a propósito de varias situaciones conocidas en los últimos meses. Se trata, en concreto, de un matrimonio que se ha separado tras diez años de convivencia, de un religioso joven que ha dejado su comunidad al poco tiempo de la primera profesión y de un sacerdote de mediana edad que ha decidido solicitar la “pérdida del estado clerical”, que es como se denomina ahora al popular “colgar la sotana”. Desconozco el proceso que les ha llevado a decisiones tan drásticas. Es posible que sean fruto de un largo discernimiento y quizás también la consecuencia de crisis insuperables. ¿Quién puede juzgar lo que sucede en la conciencia de las personas? Solo queda una actitud de cercanía, comprensión y apoyo. Lo que más me ha llamado la atención no han sido tanto los hechos (a los que uno nunca acaba de acostumbrarse, por más que se repitan con cierta frecuencia), cuanto algunos comentarios que he escuchado de personas allegadas: “Lo importante es que sean felices”. La felicidad -tan inconmensurable, por otra parte- se ha convertido paradójicamente en el baremo moderno para medir la verdad de nuestras decisiones.

Cuando uno contrae matrimonio, le promete al otro cónyuge “ser [le] fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad… todos los días de la vida”. Y lo mismo sucede cuando uno hace la profesión como religioso o recibe la ordenación sacerdotal: promete ser fiel a los compromisos adquiridos ante Dios. La fidelidad es, en condiciones normales, el camino hacia la felicidad. De hecho, son numerosos los novios que, a la hora de pronunciar la fórmula que acompaña la entrega de los anillos, se hacen un lío entre dos palabras fonéticamente semejantes: fidelidad y felicidad. Ambas constan de cuatro sílabas y comparten siete letras de las nueve que las forman. La primera, con todo, resulta más difícil de pronunciar, quizás porque es menos usada. Hace años, era tal el acento puesto sobre la fidelidad que uno estaba dispuesto a ser infeliz con tal de ser fiel. La sociedad le presionaba para ello. Hoy sucede lo contrario: uno prefiere ser infiel con tal de ser feliz. ¿O las cosas no son tan simples como parecen? ¿Es lo mismo fidelidad que permanencia? ¿Tiene sentido una fidelidad sin alegría? Fidelidad, ¿a qué o a quién? ¿No es la máxima expresión de fidelidad el respeto a la propia conciencia? Las preguntas no sobran.

El concepto de felicidad es sumamente esquivo. El DRAE define la felicidad como “estado de grata satisfacción espiritual y física”. Si nos internamos en el campo filosófico o psicológico, aumentan las perspectivas. Más allá de los matices, es claro que la felicidad no equivale, sin más, a la gratificación de todos nuestros deseos. Más aún: a veces, para ser feliz uno debe preterir o frustrar algunos deseos en aras de ideales superiores. Todos vivimos esto a diario. Por ejemplo, para experimentar la felicidad de aprobar un examen, necesito, por lo general, renunciar a algunas satisfacciones legítimas y dedicar tiempo al estudio. El hecho de conseguir el objetivo hace que estas renuncias no se conviertan en frustraciones sino en momentos necesarios del proceso. Los ejemplos podrían multiplicarse. La vida se basa en esta dinámica. Pero, ¿qué sucede cuando introducimos el concepto de fidelidad a la palabra dada o, en el caso de los creyentes, de fidelidad a Dios? Las cosas se complican un tanto. Tal vez un sencillo silogismo pueda arrojar un poco de luz. En algún caso, en el que me tocó acompañar a sacerdotes que decidieron dejar su ministerio, se produjo un curioso -aunque no muy elaborado- razonamiento. Se partía de una premisa que todo el mundo acepta hoy como incuestionable: “Dios quiere que seamos felices”. Es una premisa universal, como la que afirma que “Todos los seres humanos somos iguales”. Se añadía luego una premisa menor, circunstancial: “Esta mujer, de la que me he enamorado, me hace muy feliz”. La conclusión no se hacía esperar: “Luego, Dios quiere que me una a esta mujer y, para ello, que abandone mi sacerdocio”. ¿Cabe alguna objeción? ¿No es un silogismo perfecto? Todo sea en aras de la sacrosanta felicidad. “Hijo, me has dado un gran disgusto, pero lo que yo quiero es que tú seas feliz”, suele ser la respuesta resignada de una madre comprensiva. Ya se encarga mi primo de recordarnos esta máxima cada vez que se despide: “Que seáis felices”.

¿Dónde está el busilis? No, ciertamente, en la conclusión, que parece desprenderse por su propio peso, sino en la primera premisa. ¿Qué significa, en realidad, que “Dios quiere que seamos felices”? ¿Significa que él desea que gratifiquemos todas nuestras apetencias o, más bien, que, siendo fieles a la vocación recibida, encontremos en ella un sentido a la vida, no exento de crisis y dificultades; en una palabra, no exento de cruz? La felicidad, por decirlo un poco más técnicamente, ¿es cuestión de gratificación o, más bien, de sentido? ¿No reside la felicidad precisamente en la convicción de que, con la gracia de Dios, podemos ser fieles al don recibido (sea éste el matrimonio, la vida religiosa o el ministerio sacerdotal), aunque esto nos suponga en ocasiones renuncia y sufrimiento? No puede haber felicidad donde no hay fidelidad.  Ambas realidades son casi intercambiables. Ambas expresan lo que Dios es: feliz y fiel a un tiempo. Esto no significa, naturalmente, que uno no haya podido equivocarse en el discernimiento inicial o que no esté expuesto a situaciones difíciles que exigen una atención particular. No me refiero a los casos individuales, que siempre son únicos y necesitan ser abordados con mucha delicadeza y comprensión, sino al principio general. No estamos llamados tanto a ser felices (y menos a triunfar) cuanto a ser fieles. La felicidad será siempre el fruto maduro, como por añadidura, de una vida que busca, ante todo, conocer y cumplir la voluntad de Dios. Él nunca deja de dar sentido a nuestra vida (y, por lo tanto, de hacerla feliz), aunque atravesemos por períodos de sombras, tentaciones y dificultades. Pero no parece que sea ésta la perspectiva que hoy más se acentúa. Quizás eso explique nuestras frustraciones y tristezas. 

lunes, 18 de septiembre de 2017

Kilómetro y medio de humanidad

Ya he confesado en este Rincón que soy “urbano por obligación y rural por devoción”. Imagino que no merezco por eso ninguna penitencia. Hace unas semanas, disfruté de un hermoso paseo por el pinar de Vinuesa. Justo es que ahora, entrados ya en septiembre, equilibre mi querencia rural con un paseo urbano. Hace más de un año, escribí sobre siete caras de Roma. Ayer disfruté recorriendo el kilómetro y medio que separa la Plaza del Pueblo de la Plaza de Venecia. La calle rectilínea que une ambas plazas es la Via del Corso. Un domingo por la tarde se convierte en un escaparate de humanidad. Uno tiene que abrirse paso entre la marea de gente que la recorre de norte a sur y de sur a norte. Hay turistas de medio mundo, pero también muchos romanos, sobre todo jóvenes, que escogen esta calle como punto de encuentro o tontódromo. Junto a los palacios renacentistas y las iglesias barrocas, abundan muchas tiendas de las marcas más conocidas, desde Zara hasta Liu.Jo. El espacio se lo disputan los artistas callejeros, contorsionistas, músicos, mendigos, soldados, policías, taxistas, y una variopinta gama de seres humanos que se desplazan deprisa, como si tuvieran algo urgente que hacer. O como si no se sintieran habitantes de este no-lugar, sino solo usuarios ocasionales.

Yo, que no tenía ninguna prisa, me dediqué a caminar despacio, observar a la gente y sacar algunas fotos con mi móvil. Mientras contemplaba a unos y a otros y disfrutaba de la variedad, echaba de menos -no lo puedo evitar- la serenidad y el silencio del bosque. Las aglomeraciones me reducen a masa, me hacen sentir una hormiga sin nombre y sin rostro. Algunos disfrutan con esta borrachera de anonimato. Yo la sufro. En cualquier caso, merece la pena de vez en cuando someterse a un sufrimiento de este tipo. Las calles de Roma tienen tal belleza que uno nunca se cansa. Constituyen también una fuente de aprendizaje. ¿Cómo puede haber gente tan ingeniosa y creativa? Comparto con vosotros algo de lo que vi. Es solo un pequeño botón de muestra. Lo que no puedo compartir es el delicioso helado de chocolate negro y stracciatella con el que coroné la incursión urbana. Mi dispiace.

Impresiona encontrarse a La Gioconda por tierra, como si hubiese querido descender de su refugio parisino para mezclarse con la gente de a pie. Una Gioconda popular, agrandada, cercana y callejera. La Via del Corso se convierte en museo del pueblo. Aquí no hay controles de seguridad ni es necesario pagar entrada. Artista y obra se exhiben sin trampa ni cartón. Un plástico discreto cubre la obra por la noche para evitar que se deteriore con la lluvia. 

Este tipo tiene algo de farsante, pero da el pego. Su aparente parsimonia oriental no es sino una forma, como otra cualquiera, de ganarse la vida. El color azafranado de su vestimenta refuerza su falsa identidad hindú. Todos se preguntan cómo es posible que se sostenga suspendido en el aire mientras imaginan el extraño artilugio que lo hace posible.  ¡Estos turistas desconocen el poder de la meditación! Así no vamos a ninguna parte.

Esto es nuevo. Nunca había reparado en esos trozos de piedra colgados -o mejor, depositados- en las ramas de un árbol seco. Naturaleza y arte se funden en un abrazo, pero es un abrazo cansino, muerto. El conjunto parece más un cementerio que un jardín. ¿No será una metáfora de esta civilización?

Los contorsionistas parece que tienen en propiedad el espacio que hay delante de la basílica de San Ambrosio y San Carlos. No suelen fallar los domingos por la tarde. Público no les falta. Lo que escasean son las monedas. Mucho aplauso, muchas fotos, pero poco dinero. Es la cultura de la calle. Ellos lo saben y no se enojan. 

Se merece la alfombra roja y hasta una estrella en el Paso de la Fama de Hollywood. Este pacífico can, que parece mirarnos con toda la tristeza del mundo, está hecho con arena de playa. Sí, sí, con arena dorada. Nada de silicona, caucho o plástico. Su autor lo ha dotado de tal realismo que solo le falta mover un poco la cola o reclamar unas monedas con un discreto ladrido. Si no fuera porque su amo lo impide, a uno le gustaría acariciarlo para mitigar un poco su melancolía.

No podía faltar algún artista del balón. Aspirantes a Maradona, Messi o Cristiano Ronaldo aprovechan también la tarde del domingo para mostrar sus habilidades y ganarse algún dinerillo. Poco, ¡para qué vamos a engañarnos! Los de ayer no eran especialmente habilidosos, pero sí simpáticos. No se puede tener todo en esta vida. 

Aquí es donde me quedé más tiempo. Esta minibanda, formada por solo tres músicos (los dos guitarristas y el batería) me encantó. Parecían extraídos de los años 80. Su sonido era limpio, potente, seductor. De hecho, en torno a ellos se juntó un buen grupo de gente que no se conformaba con mirar, sino que grababa con sus móviles sus atrevidas interpretaciones. También yo lo hice. ¡Qué suerte!

Me hubiera gustado haber charlado con este músico solitario. Armado de su guitarra acústica, con la ayuda de un discreto amplificador, se hacía escuchar en medio del jolgorio de la calle. Pero se veía que era un ser de otro planeta. La funda de su guitarra, abierta de par en par, parecía un símbolo de su propia soledad. Todo en esta foto me dice algo, hasta las pintadas de la puerta abandonada. El toque melancólico y decadente, casi viscontiniano, invita a no tomarse en serio el lujo de la calle. Todo pasa. La procesión va por dentro.


domingo, 17 de septiembre de 2017

La energía atómica del perdón

Ayer, a eso de las dos de la tarde, este Rincón registró la cifra redonda de 150.000 visitas. Adjunto testimonio gráfico para que quede constancia. Coincidió con la entrada 529. Está claro que se trata de un rincón digital para “una inmensa minoría”. No es como para tirar cohetes. Aquí nada es viral. Acostumbrados a un meme simpático de los muchos que corren por el universo WhatsApp, o a un impactante videoclip de You Tube, ¿quién se toma la molestia de leer un texto de unas mil palabras y cinco minutos de duración, sobre cuestiones que casi siempre tienen que ver con la fe y que, sin embargo, no son de cotilleo eclesial? Está claro que no es un buen momento para la lectura y menos para la reflexión. Lo que cuentan son las emociones en estado puro, los subidones de adrenalina, las arengas mitineras, los dogmas sin matices. Es la hora de la tribu. Pero no hay que tirar la toalla. Quizás por eso es preciso seguir con el trabajoso oficio del pensar. Es menos gratificante que un exabrupto acompañado de un millar de likes, pero quizás también menos efímero. Aquí estamos en la estación de la siembra, no en la de la cosecha. La carta de Santiago nos da una pista: “Ved cómo el labrador aguarda el fruto precioso de la tierra, esperando con paciencia las lluvias tempranas y tardías. Pues vosotros, lo mismo: tened paciencia y buen ánimo, porque la venida del Señor está próxima” (Sant 5,7-8). No os vais a librar tan fácilmente de este escribidor. Queda mucho para lograr el millón de visitas. Y temas no faltan. Así que, paciencia y buen humor. Y quizás alguna chispa de creatividad para que no cunda la rutina.

Lo que nos ofrece la liturgia de este XXIV Domingo del Tiempo Ordinario no se puede expresar con palabras. Solo quien ha vivido por dentro el veneno de la venganza o quien ha experimentado alguna vez en su vida un perdón inmerecido puede entender de qué va el mensaje de Jesús. Ante una ofensa, los antiguos reaccionaban aplicando una violencia desmesurada. La ley del talión introdujo un poco de mesura: “ojo por ojo, diente por diente, herida por herida” (Ex 21,24). Eso del “ojo por ojo” le parecía a Gandhi el mejor camino para que todos acabáramos ciegos, pero no deja de ser un pequeño avance en la historia de la humanidad. El pueblo de Israel fue incluso más lejos: intuyó el poder de la misericordia. En la primera lectura de hoy se dice algo que me ha tocado el corazón: “Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor?” (Eclo 28,3). En tiempos de Jesús, los escribas sostenían que un buen israelita debía perdonar hasta un máximo de tres veces. En ese contexto, se comprende mejor la pregunta con la que Pedro empieza el fragmento del evangelio de Mateo que leemos hoy: “¿Cuántas veces debo perdonar a mi hermano? ¿Hasta siete veces?” (Mt 18,21). La respuesta de Jesús es hiperbólica, desproporcionada, increíble: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Es decir, sin límites. Por si no quedara claro, les cuenta a todos -a nosotros- la orientalísima (por exagerada) parábola del rey (a quien le debían diez mil talentos) y del empleado (a quien le debían solo cien denarios). Me ahorro el esfuerzo de traducir a euros la astronómica cifra primera y la pequeña, pero no irrisoria (porque equivalía a cien jornales) cifra segunda.

Jesús habla de la energía atómica del perdón. Nos invita a ser misericordiosos como el Padre Dios (cf. Lc 6,36). Y todo esto suena -reconozcámoslo- a música celestial. ¿Quién tiene el coraje de perdonar cuando ha sido víctima de una flagrante injusticia, de una calumnia, de una violación o de un asesinato? ¿Quién perdona al cónyuge infiel, al pariente que ha extorsionado con la herencia familiar, al amigo que traiciona la amistad, al terrorista que ha asesinado a inocentes, al pederasta que abusa de niños, al corrupto que se aprovecha de los bienes públicos, al traficante de droga que esclaviza a muchos? Hay situaciones humanas que nos desbordan, que claman justicia… cuando no venganza. Es verdad que a menudo el mayor perjudicado es quien se deja llevar por estos sentimientos negativos. El odio corroe el propio corazón, hace inhumana la vida. Pero es un licor embriagador que seduce a muchos y que parece anestesiar el dolor. El odio, incluso en pequeñas dosis, es una droga de la que no es fácil liberarse. La única medicina conocida es el perdón. ¿Es posible perdonar a otro cuando uno mismo nunca ha tenido la experiencia de ser perdonado? Esta es la pregunta que Jesús nos fórmula con su parábola exagerada.

Ante Dios, nadie puede presumir de ser perfecto. Si lo hace, significa que no ha percibido la enormidad del amor de Dios y la pequeñez de su respuesta. Cuando uno se ha hundido en el propio pecado, cuando ha visto que el horizonte de la vida se cierra, cuando ha perdido la esperanza de encontrar una salida airosa, cuando los asideros ordinarios (la familia, el trabajo, la diversión) pierden valor, cuando desciende a la sima de la depresión… y siente que Dios no le pasa factura, sino que lo acoge como el padre de la parábola, entonces, solo entonces, comienza a intuir qué significa ser perdonado. Y solo entonces tiene coraje y fuerza para perdonar a otros. La experiencia es demasiado honda como para creer que uno la comprende a las primeras de cambio. Estas lecciones no se aprenden nunca leyendo un texto. La vida misma nos va colocando en situaciones límite en las que o nos hundimos o descubrimos la fuerza revolucionaria del perdón: primero, el que Dios nos regala; después, el que nosotros podemos compartir. Más a menudo de lo que creemos, la vida nos ofrece ejemplos maravillosos. Conviene contar estas historias reales de perdón, para que Caín no se convierta en nuestro único modelo.


sábado, 16 de septiembre de 2017

Sed lo que sois

Cada día sufrimos una machacona presión por parte de los medios de comunicación social acerca de lo que tenemos que hacer. A todas horas nos recuerdan las cinco o diez cosas que no sabemos sobre los orangutanes africanos, los espaguetis con almejas, el modo de doblar una camisa o el funcionamiento del móvil. Por supuesto, se nos impone lo que debemos saber sobre la diabetes, la menopausia, el modo de prevenir los catarros o la mejor forma de invertir nuestro dinero. También se nos empuja a visitar algunos lugares que todo el mundo debe ver alguna vez en la vida, escuchar las canciones que marcan tendencia y usar las palabras de moda. Estoy bastante harto de esta manera tan bobalicona y paternalista de tratar a las personas. Da la impresión de que somos tontos o, por lo menos, diversamente inteligentes. Por todas partes, se nos echa en cara lo que no sabemos y lo que tenemos que saber, lo que conviene comer, visitar, leer y experimentar... abusando de una fórmula manida y absurda: “Las cinco (o seis, o diez) cosas que usted no sabe, debe saber, necesita…”. ¿No se trata de una manera descarada de promocionar productos y, en el fondo, de manipular nuestras opciones? Lo que más rabia me da no es que los medios nos machaquen tan burdamente, sino que, a menudo, también el mensaje de la Iglesia suena del mismo modo: “Hay que ir a misa el domingo”, “Hay que pagar los impuestos”, “Hay que ayudar al necesitado”, “Hay que orar por las vocaciones”, Hay que tener cuidado con el sexo”, etc. ¿Cuántos “hay que” puede uno resistir sin taparse los oídos y continuar libremente su camino?

La gran novedad del Evangelio es que ha invertido los términos: no se trata tanto de hay que sino de tú eres. La vida que Jesús propone no se reduce a una serie de “hay que” con objeto de sobrecargar nuestra conciencia y, si somos capaces de ponerlos en práctica, presumir de lo cumplidores que somos. Él no ha venido a añadir más deberes a los 622 de que constaba la antigua Ley mosaica. Los cristianos católicos no somos víctimas pasivas de los 1.752 cánones contenidos en el Código de Derecho Canónico. ¡Menos mal que el último canon se cierra con una fórmula liberadora: “...teniendo en cuenta la salvación de las almas, que debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia”! La lex suprema es, por tanto, “la salvación de las almas”, una fórmula un poco rancia y maniquea que no expresa bien la maravillosa frase de Jesús: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Pero, bueno, más vale algo que nada. La gran novedad del Evangelio es que el indicativo de gracia (sois) prevalece sobre el imperativo ético (sed). Jesús ha venido a revelarnos lo que somos, no tanto lo que debemos ser. También se podría decir que debemos ser lo que ya somos por gracia.  Somos hijos e hijas de Dios, hermanos de todos los seres humanos, custodios de la creación. Somos seres libres, llamados a ser felices en la plena comunión con Dios y con los demás. ¿Hay algún programa más maravilloso? Jesús nos invita a agradecer y disfrutar lo que somos, el don que Dios nos hace gratuitamente a cada uno de nosotros. Solo las personas que disfrutan de lo que son pueden cambiar las cosas. ¡Viva la revolución de la gracia!

Cuando tomamos conciencia de lo que somos, lo expresamos a través de nuestras actitudes y conductas. No es necesario que nadie nos venga, desde fuera, a decirnos -y menos a imponernos- lo que tenemos que hacer. El amor tiene su propia dinámica: es siempre difusivo y creativo. Quien vive en el amor disfruta de la esencia de la vida y la transmite como por ósmosis. Las personas felices son las que más transforman el mundo, no a base de esfuerzos voluntaristas (que, a menudo, provocan exasperación y violencia), sino mediante la energía que produce el amor. Me parece que nunca deberíamos reducir el Evangelio a una ética, por sublime que parezca, a una ideología basada en nuevas listas -todo lo modernizadas que se quiera- de “hay que” (hay que cuidar la ecología, hay que ayudar a los pobres, hay que comprometerse con la comunidad, hay que transformar el capitalismo, hay que…). ¡Estamos hartos de que viejas y nuevas leyes se nos vengan encima para recordarnos lo frágiles e inconsistentes que somos! ¡Necesitamos saber quiénes somos, tomar conciencia de nuestra dignidad, vivirla con gratitud y alegría y compartirla con humildad y sencillez! 

jueves, 14 de septiembre de 2017

Aprender a ser padre

Un compañero claretiano, que ha trabajado muchos años con jóvenes, tanto en Francia como en España, ha colgado en su cuenta de Facebook la carta que un joven le escribió a su padre hace unos meses, después de abandonar la casa familiar. Ha sido el mismo padre el que, arrepentido de su conducta, le ha pedido a mi compañero que la difundiera, por si puede ayudar a otros padres que se encuentran en situaciones parecidas a la suya. No todos los jóvenes que atraviesan crisis, como la del autor de la carta, abandonan su casa, pero a menudo almacenan un sufrimiento que condiciona toda su vida. Se trata, sobre todo, de un problema de comunicación. Muchos padres consideran que lo mejor que pueden hacer por sus hijos es proveerlos de todos los medios materiales para su desarrollo. Sienten la necesidad de rellenar los vacíos que tal vez ellos experimentaron en su juventud. Se olvidan, sin embargo, de que la mayor necesidad es el cariño y la comunicación. Trabajan tanto… que no tienen tiempo para los hijos a los que dicen amar. A veces, cuando se quieren dar cuenta, es ya demasiado tarde. Os dejo con la carta. Necesita pocos comentarios. Hace pensar.

“Lejano padre. He dudado, al escribirte estas líneas, si llamarte padre o no. Desde el tiempo de mis recuerdos pocas veces he visto en ti gestos que me permitieran pensar que tú eras, realmente, mi padre. Siempre me has aparecido como el jefe, el patrón, el que siempre ha tenido la razón, el hombre que sólo él poseía la verdad. Antes yo iba viviendo con el cuidado y el cariño de mamá. Pero desde que ella murió, el buen entendimiento en casa ha ido desapareciendo y mi interior se ha ido degradando y desanimando lentamente.

Ante tus ojos yo siempre he sido el holgazán, el niño-joven sin experiencia, alocado, tonto, que no sabe lo que es sufrir, que no piensa, que sólo busca estar fuera. Tú nunca fuiste así a mi edad. No ha habido ni un día que no me hayas repetido con insistencia en mismo refrán: “Yo he pasado y paso ratos muy duros para que vosotros no pasarais por ahí. No viví mi juventud, ni pude estudiar. Comencé a trabajar muy temprano y sigo trabajando. Todo por mi familia y, ahora, por vosotros… Pero esto no lo veis”.

Es cierto. Tú has trabajado mucho y no te ha resultado mal. Has querido ganar dinero y lo has conseguido. Pero aquí está el problema. En este afán de ganar dinero te has olvidado de dos cosas muy importantes: que tu mujer era tu esposa y no tu esclava, y que los hijos somos fruto del amor y no del dinero. Los hijos necesitamos dinero, es verdad, pero también y, sobre todo, necesitamos cariño y comprensión y amor. Y, aquí, tu fallo ha sido grave.

Muchas veces he querido hablar contigo de hombre a hombre, o de hijo a padre, para decirte todo lo que yo sentía en mi interior: mis dificultades, mis deseos, mis sufrimientos, mis desganas en el estudio, todo lo que hería mis adentros…, pero siempre te ha faltado tiempo para escucharme. El trabajo, “por nosotros”, te acaparaba y no te dejaba ni un instante libre, o descansado, para hablar con tu hijo. No pensabas que yo necesitaba no sólo al hombre que me alimentara, sino también y, sobre todo, al padre que me escuchara. Como comprenderás, una vida así no se puede llevar. He llegado ya al final. Hoy he tomado la decisión de irme de casa. Lo he reflexionado mucho y, por la edad, puedo hacerlo.

No quisiera hacerte sufrir, no es mi intención, sino hacerte comprender. No hace falta que alteres más las cosas. Yo estaré bien. No me voy con malas compañías. Me voy solo, pero ya con un trabajo. Quiero rehacer mi vida, sentirme un hombre, saber si valgo para algo. Explícale a mi hermana que me voy fuera a trabajar. Y sé para ella un padre, no un jefe. Escúchala. Yo seguiré teniéndote en mi corazón, pues, en el fondo, te quiero…Eres mi padre. Tal vez un día tengas noticias mías o nos volvamos a ver”.


miércoles, 13 de septiembre de 2017

Rosas de otoño

Nunca la he visto representada, pero sé que Rosas de otoño es una conocida pieza teatral del dramatugo español Jacinto Benavente. El poeta argentino Leopoldo Lugones ha escrito versos hermosos sobre las flores que nacen fuera de estación: “Abandonada al lánguido embeleso / que alarga la otoñal melancolía, / tiembla la última rosa que por eso / es más hermosa cuanto más tardía”. Viene esto a cuento porque hace unos días he leído un interesante reportaje de la revista Vida Nueva. Trata sobre la asociación Amigos del Desierto, fundada por el sacerdote y escritor Pablo d’Ors. La obra es, en cierta medida, fruto del librito Biografía del silencio, sobre el que escribí algo hace más de un año. De este libro se han vendido ya más de cien mil ejemplares, algo insólito tratándose de una obra de espiritualidad escrita en español. Tanto el libro como la asociación me parecen rosas de otoño; es decir, flores hermosas que surgen cuando parece que ya no es tiempo, fuera de estación. Muchos creen que en Europa estamos viviendo el otoño, si no el invierno, de la espiritualidad. Puede ser. Yo no estoy tan convencido de ello. En todo caso, aunque así fuera, en medio del otoño, están brotando más flores de las que imaginamos: personas y proyectos que alumbran algo nuevo. Son “rosas de otoño”, más hermosas cuanto más tardías.

Cuando el director de Vida Nueva le pregunta a Pablo d’Ors a quiénes va dirigido este camino espiritual, Pablo contesta que “no responde a los alejados sociales, pero sí a los alejados espirituales. Son gente que, cuando llega, no cumple con el precepto dominical, pero con una enorme hambre de trascendencia. Por eso, nuestra propuesta inicial está abierta a creyentes y no creyentes, pero saben que nuestra cepa es el cristianismo”. A lo largo del verano me he encontrado con bastantes personas, incluyendo algunos amigos, que responden a este perfil, hombres y mujeres “con una enorme hambre de trascendencia”. No acaban de sentirse a gusto con la vida que llevan, pero tampoco se sienten atraídos por las prácticas religiosas tradicionales. Sienten la nostalgia o el anhelo -según los casos- de “algo diferente”, pero no saben muy bien por dónde tirar. Todo les suena a déjà vu, a propuestas viejas o recicladas. Echan de menos alguna rosa fresca, aunque estemos viviendo un otoño cultural. Son conscientes de que esta búsqueda puede acabar difuminándose en la nada, a menos que encuentren pistas concretas y, si es posible, algún guía experimentado. Los Amigos del Desierto constituyen uno de los muchos caminos que se están abriendo paso en los últimos años. Merece la pena saber de qué se trata. Ellos mismos dicen que “más que de movimiento, hablamos de red, que responde mejor a la sensibilidad contemporánea. Somos hijos del desierto, no funcionarios del templo. En la Iglesia acabamos creando siempre estructuras y acabamos viviendo para mantenerlas”.

Más allá de las personas e instituciones concretas, detrás de estas propuestas hay algo de fondo que a mí me atrae: la búsqueda de sentido, el deseo de vivir con más profundidad, la atracción de la alegría. Hay personas que orientan más su búsqueda en línea mística. Valoran el silencio y la meditación, bucean en su mundo interior, acentúan el más allá de todo. Otras se inclinan por la línea profético-social. Valoran el compromiso y la ayuda a los demás, buscan la transformación de este mundo, acentúan el más acá de todo. No son caminos opuestos sino complementarios. Lo vemos claro en Jesús. Él no ha separado su cercanía al hombre necesitado de su intimidad con el Dios-Abbá. Unir ambas dimensiones, tan separadas culturalmente, es para mí el mayor desafío de una espiritualidad auténtica. Cuando oigo de personas y grupos que acentúan una en detrimento de la otra, enseguida percibo que no llegarán muy lejos porque “no se puede separar lo que Dios ha unido”.