Ayer, poco antes de embarcarme para Santiago de Chile, me compré un libro en una librería del aeropuerto de Asunción con los guaraníes que me quedaban en el bolsillo. Me leí más de la mitad en el vuelo hasta la capital chilena. Se
titula El
paraguayo. Un hombre fuera de su mundo. Está escrito por el
sacerdote Saro Vera(1922-2000).
Es un ensayo fenomenológico en el que describe a sus compatriotas. Según él,
hay tres leyes fundamentales que explican su conducta: el mbareté (fuerte, resistente), el oñembotavy (hacerse el desentendido) y el vai-vai (mal-mal). Pero va un poco más lejos. Los núcleos para entender
al paraguayo los condensa en cinco puntos: 1) Su cultura comunitaria o tribal;
2) La lengua guaraní como configuradora de su modo de pensar; 3) La fuerza de la
tradición oral; 4) La naturaleza o medio ambiente ecológico; 5) El cristianismo
como dador de valores. Sin tener en cuenta estos núcleos, que el autor va aplicando
a diversos aspectos de la vida (la lengua, el tiempo, la distancia, la
cosmovisión, la grosería, el amor y el sexo, la venganza, la música, la poesía,
la cultura, la salud, el caudillaje, el bien común, la libertad, el poder, la
religión, etc.), resulta imposible entender el alma paraguaya.
Seguí leyendo
hasta que el comandante del avión nos avisó de que íbamos a atravesar los Andes
(o, mejor dicho, la cordillera). El espectáculo es sobrecogedor. ¡Y eso que a
estas alturas del año las montañas no están aún cubiertas de nieve! Debo decir
que, al facturar mi equipaje, me pasaron a la clase Premium. Eso me dio la posibilidad de saborear un suculento
desayuno y disfrutar de una buena butaca. Desde ella pude ver a través de la
ventanilla los picos pelados y algunas manchas de nieve en la ladera sur. Tomé
algunas de las fotos que acompañan esta entrada. Recordé la película Viven
sobre el accidente del avión de la Fuerza Aérea Uruguaya que se estrelló en los
Andes el 13 de octubre de 1972 con los miembros del equipo de rugby Old Christians Club de Montevideo y
algunos familiares y amigos. Pero reconozco que en la cabeza me daba vueltas el
contenido del libro sobre los paraguayos. ¡Qué difícil es comprender a una
persona cuando se ignoran las claves elementales de su cultura!
Soy europeo. Mi
fe cristiana, expresada inicialmente en un contexto cultural judío, fue “inculturada”
pronto en el marco greco-latino de los pueblos del Mediterráneo. En sustancia,
esa inculturación sigue vigente hasta hoy. El Símbolo
niceno-constantinopolitano, por ejemplo, se sigue recitando en la actualidad en nuestras iglesiascomo si la cosmovisión del siglo XXI
fuera la misma que la del siglo IV. Si yo experimento extrañeza ante este hecho, por más que lo repita con frecuencia, ¿qué puede
experimentar un bantú africano, un japonés, un malabar o un latinoamericano andino
o de las llanuras guaraníes? La inculturación
de la fe en América latina, por hablar del continente que ahora visito, no se reduce a traducir los materiales
tradicionales a las lenguas autóctonas (como ya hicieron los primeros misioneros), o en inventarse una liturgia creativa (como hacen los misioneros actuales), sino en repensar el Evangelio a partir
de los códigos culturales de estos pueblos. Esto exige una profundidad y una audacia de las que hoy carecemos. Pero lo mismo cabría decir de nuestra vieja Europa. Aunque los jóvenes europeos de hoy son deudores de la cultura judía
y greco-latina mucho más de lo que a simple vista parece, su mundo se mueve en
otras coordenadas. No es extraño que sientan el cristianismo –sobre todo, sus
expresiones conceptuales y litúrgicas– como algo desfasado. La Iglesia, que fue
tan valiente y creativa en los primeros siglos, entró después en una especie de
letargo dogmático que le impidió seguir realizando sucesivas inculturaciones.
Es verdad que ha echado raíces en muchas culturas, pero, en realidad, ha
exportado un modelo de cristianismo mediterráneo y luego lo ha maquillado con
elementos autóctonos. Me parece que una inculturación a fondo que responda a
las culturas tradicionales como a las nuevas culturas del siglo XXI sigue
siendo una tarea pendiente.
Ya se conocen los resultados de las elecciones generales en España. No se alejan demasiado de lo previsto por las encuestas, aunque el revolcón del PP ha superado los cálculos más pesimistas. Acabado el recuento, ha llegado la hora de ponerse manos a la obra desde el gobierno o
la oposición. Y crecer en una nueva mentalidad: el talento y el compromiso
–vengan de donde vengan– tienen que ponerse al servicio del bien común. No estamos para desperdiciar capital humano. No tiene ningún sentido aplicar los recursos a guerras partidistas o intestinas. Los
ciudadanos estamos bastante hartos de que se malgasten o se cometan crasos
errores “en nuestro nombre”. Las campañas electorales son un supermercado de
promesas. Todos percibimos que, en la mayoría de los casos, se trata de un
género literario, una manera retórica de encandilar al electorado a sabiendas
de que lo que se promete es muy improbable o redondamente irrealizable. Los
votantes cada vez picamos menos en esos anzuelos. No toleramos que nos tomen
por tontos o que quienes han hecho de la corrupción un estilo sigan prometiendo
honradez y transparencia. Este tipo de cosas no se prometen en los mítines, se
ganan a base de hechos. Pedimos sensatez, colaboración y altura de miras.
Escribo estas
notas en el aeropuerto Silvio Pettirossi de Asunción. Mi vuelo para Santiago de
Chile sale dentro de hora y media. Atrás quedan cinco hermosos días pasados en
Paraguay, tanto en la zona urbana de Lambaré como en la rural de Yhú. He
disfrutado de un paisaje verde, feraz, seductor. Y de una temperatura
agradable, moderada por las repetidas lluvias. Pero lo que más me ha gustado ha
sido el carácter amable de la gente y su profunda, contagiosa religiosidad.
Ayer, Domingo de la Divina Misericordia, celebré dos misas con un intervalo de
doce horas entre ellas. La primera a las 8 de la mañana en la aldea
–“comunidad”, llaman aquí– de Vaquería. Tras una procesión por los alrededores
de la iglesia con la pintura del Jesús de la Misericordia, tuvimos la
celebración. El templo estaba abarrotado. A pesar de que añadieron bancos,
había bastantes personas de pie: niños, jóvenes, adultos y ancianos. Lo mismo
sucedió en la misa vespertina celebrada a las 8 de la tarde en la parroquia de
san Juan Bautista de Lambaré. Habría unas 450 personas. Me gustó la presencia
de laicos responsables de las moniciones, lecturas, cantos y demás servicios
litúrgicos. Todo funcionó con la suavidad y el ritmo de lo que constituye un
hábito.
Sin Eucaristía no
hay comunidad. Y sin comunidad no es posible reconocer a Jesús como el
Viviente. Creo que son dos mensajes claros proclamados en el Evangelio de ayer.
Por eso, me produce una inmensa tristeza seguir escuchando a algunas personas
que se consideran creyentes que la Eucaristía es un rito insignificante, que ya
no dice nada en la cultura secular y que “lo importante es ser buenas
personas”. Cada vez que escucho este tipo de discursos me pregunto de dónde han
brotado y a qué responden. Desde luego, no provienen ni de la Escritura ni de
la bimilenaria Tradición de la Iglesia. Quizás de un planeamiento que se abrió
pasó en los años 60 y que oponía culto y profecía, celebración y compromiso.
Quien así procedía asimilaba la Eucaristía a los viejos cultos
veterotestamentarios contra los cuales tronaron algunos profetas. Pero la
Eucaristía cristiana no tiene nada (o muy poco) que ver con eso, por más que a
veces la hayamos desfigurado. La Eucaristía es memoria viva de Jesús,
acontecimiento eclesiogenético, si se me permite este concepto esdrújulo. ¿Cómo
vamos a encontrarnos con el Resucitado si nos alejamos de su comunidad y del
sacramento que “hace” a la comunidad?
El apóstol Tomás tiene una fama que no se merece. Ha pasado a la historia como símbolo del incrédulo cuando, en realidad, ha vivido un hermoso itinerario de fe.Es un creyente moderno avant la lettre.El autor del cuarto
evangelio lo escoge como modelo de creyente perplejo para mostrarnos la dirección correcta a quienes hemos hecho de la perplejidad nuestro estilo de vida.Cuando se escribe el
evangelio a finales del siglo I, la tercera generación de cristianos –y, con
ella, todos nosotros, que no hemos “visto” a Jesús con nuestros ojos– se pregunta dónde encontrar
al Resucitado. La respuesta es sutil, quizás incomprensible para un lector contemporáneo,
pero clara para los cristianos del siglo primero: al Resucitado se lo encuentra
“cada ocho días” en la reunión de la comunidad de los discípulos. Él se hace
presente en la Eucaristía que la comunidad celebra cada domingo; es decir, en
el día del Señor. Esta respuesta resulta desconcertante para aquellos que
repiten como un mantra el famoso estribillo: “Lo que importa es ser buenos; ir
a misa no tiene importancia”. El autor del cuarto evangelio no hubiera
entendido esta mentalidad moderna, a pesar de ser el evangelista que más
insiste en que el amor es la verdadera esencia del mensaje de Jesús. Tomás no
acaba de descubrir al Resucitado porque estaba ausente de la comunidad. Solo cuando
regresa prorrumpe en una verdadera confesión: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28). Jesús le recuerda que el único
modo de encontrarse con él es creer en él. Es verdad que lo invita también a
tocar las heridas de su mano y de su costado, pero el texto de Juan no dice que
Tomás lo hiciera.
Tomás somos todos
los discípulos de Jesús que tenemos dificultades para creer en él. En realidad,
tanto al comienzo como ahora, el creyente es siempre una persona llena de
dudas. En el evangelio de Marcos se dice que Jesús “les reprendió por su incredulidad y obstinación al no haber creído a
los que lo habían visto resucitado” (Mc 16,14). En el evangelio de Lucas,
el Resucitado se dirige a los discípulos, espantados y llenos de miedo y les
pregunta: “¿Por qué os asustáis tanto?
¿Por qué tantas dudas?”. Al final del evangelio de Mateo, cuando Jesús se
apareció a sus discípulos sobre un monte de la Galilea (por tanto mucho tiempo
después de las apariciones de Jerusalén), algunos dudaron (cf. Mt 28,17). En
cada uno de nosotros conviven un creyente y un ateo. Hace un par de días leí un
interesante artículo titulado ¿En
qué creen los ateos?Pone de relieve que cuando algunos seres
humanos deciden no creer en Dios por alguna razón no siempre descifrable, suelen
desplazar el objeto de su “fe” a otras realidades a las cuales se “religan”
(religión) de manera confesante: la ciencia, la política, el arte, etc. Hoy
estamos asistiendo a este fenómeno como quizás nunca antes en la historia de la
humanidad. Es un desafío para los que nos debatimos entre la fe y la duda, para
los que somos creyentes de “tercera generación”.
La respuesta del
evangelio de este II
Domingo de Pascuame resulta consoladora y, a la vez, provocativa: al Resucitado se lo encuentra en su comunidad. Si caminamos en solitario, si
presumimos de ser unos francotiradores de la fe, es probable que nunca reconozcamos
al Resucitado, que nos hundamos en el mar de nuestras especulaciones y anhelos.
Es verdad que las comunidades son imperfectas (basta mirar a la propia familia,
parroquia o comunidad religiosa), pero han sido dotadas del signo que las hace
memoria del Resucitado: cada “ocho días” proclaman su palabra y distribuyen su
cuerpo y sangre. Él nos pidió que hiciéramos esto en memoria suya. La primera
lectura de este domingo, tomada del capítulo 5 de los Hechos de los Apóstoles,
nos habla de una comunidad que se reunía y contagiaba entusiasmo: “Crecía el número de los creyentes, hombres
y mujeres, que se adherían al Señor”. Donde hay comunidades que vibran con
su fe, el Señor suscita conversiones y adhesiones.
Desde hace casi
20 años, por expreso deseo de san Juan Pablo II, el segundo Domingo de Pascua –antes
conocido como Domingo in albis– se llama
también Domingo
de la Divina Misericordia. Los claretianos celebramos el Día Mundial de la Misión Claretiana. Se acumulan, pues, los motivos de meditación, celebración y compromiso. Si a esto añadimos que en España se celebran hoy las elecciones generales,
el último domingo de abril se presenta como un superdomingo cargado de
estímulos. Yo lo pasaré en la misión de Yhú, compartiendo la fe con esta buena
gente paraguaya. Mañana saldré para Chile.
De no haber estado en Paraguay, me hubiera gustado mucho haber participado en la ceremonia de beatificación que tendrá lugar hoy en La Rioja, en el noroeste de Argentina. A las 11 de la mañana, en el Parque de la Ciudad, serán
beatificados los siervos de Dios: monseñor Enrique Angelelli,
obispo de La Rioja asesinado en 1976 durante la dictadura militar en Argentina;
Carlos de Dios
Murias, sacerdote profeso de la Orden de los Hermanos Menores
Conventuales; Gabriel Joseph Roger Longueville,
sacerdote diocesano francés; y Wenceslao
Pedernera, laico y padre de familia. En este pequeño grupo hay un
obispo, un religioso, un sacerdote y un laico casado, hermosa expresión de la diversidad
de vocaciones en la Iglesia. Todos ellos fueron asesinados “por odio a la fe”
en Argentina en 1976. La ceremonia será oficiada por el Cardenal Angelo Becciu,
Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, enviado especial del
Santo Padre para este evento.
No todo el mundo en Argentina ve con buenos ojos esta beatificación. Para muchos, el
controvertido obispo Angelelli es, sin duda, el
primer mártir argentino. Para otros, se trata de una beatificación
de tono político-ideológico. Se culpa al papa Francisco de haber inclinado la balanza hacia el platillo revolucionario en un tiempo récord. No conozco con detalle el trasfondo de este
martirio que se produjo en un momento muy convulso de la reciente historia del país austral.La historiadora argentina Gabriela Alejandra Peña acaba de publicar
en nuestra Editorial Claretiana de Buenos Aires el libro “Apasionados
por el amor, la justicia y la paz. Los Mártires riojanos”. En él
cuenta la historia de los cuatro mártires riojanos y recoge los testimonios de
muchas personas que los conocieron. Afirma también que toda la actividad que
desarrollaban esos cuatro miembros activos de la Iglesia diocesana “se basaba en los principios de comunión y
participación, se sostenía en la corresponsabilidad pastoral y se orientaba
prioritariamente hacia los sectores populares”. Podríamos decir que
Angelelli y sus cuatro compañeros son mártires del Concilio Vaticano II, en el
sentido de que inspiraron su modo de vivir la fe y el compromiso social en las
orientaciones conciliares. Es evidente que éstas chocaban frontalmente con
quienes entendían la fe cristiana como una cobertura de sus intereses
económicos y políticos. En estos casos, lo mejor era acusar de comunistas y terroristas a quienes, desde actitudes no violentas, se oponían a esta dominación.
Ser cristiano en
condiciones de tranquilidad social es fácil. Cualquiera de nosotros puede presumir de fe.Serlo en momentos conflictivos, cuando la propia vida se pone en riesgo, exige un coraje fuera de lo común. En una entrevista reciente, el cardenal
Becciu ha declarado que los cuatro nuevos beatos “son verdaderos mártires de una época en la que la Iglesia,
inmediatamente después del Concilio Vaticano II, tomó conciencia de que no se
podía permanecer en silencio de frente a las injusticias sociales o a los grupo
de poder que se garantizaban la existencia”. Va incluso más lejos: “Este es el caso en el que vivían los cuatro
mártires: hombres que con coraje supieron defender los derechos de los pobres a
costa de ir contra los intereses de los latifundistas de la región”. Ante
testimonios como estos, caigo en la cuenta de lo fácil que nos resulta contemporizar
con los poderosos del momento –incluyendo los medios de comunicación social– para
evitarnos problemas. Los cristianos somos seguidores de un Señor que se complicó
la vida cuando podría haberse dedicado a ser un inofensivo maestro espiritual. Llamar
a las cosas por su nombre acaba siendo siempre motivo de conflicto. Sí, no hay
duda de que estos cuatro riojanos son unos mártires incómodos. ¡Con lo fácil que hubiera sido estar calladitos!
He recorrido los 230 kilómetros que separan Asunción, la capital de Paraguay, de Yhú en poco más de cuatro horas. En el camino he visitado la
catedral de Caacupéque alberga la imagen de la Virgen homónima,
patrona de Paraguay. Me ha gustado mucho la leyenda pintada a lo largo de las
escaleras que conducen a la terraza superior. ¿Qué sería de los seres humanos
sin leyendas que ponen palabras a nuestros deseos más hondos? Luego, he
continuado por tierras rojizas llenas de vegetación, pastizales inmensos con
algunas vacas sueltas y plantaciones de eucaliptos para desecar zonas
pantanosas. Voy a pasar el fin de semana con los tres claretianos (dos paraguayos
y un polaco) que atienden la parroquia de la Virgen del Rosario con sus 104 capillas
esparcidas por muchas comunidades rurales. Viniendo de Europa, parece increíble
que se pueda acompañar a tantas comunidades, pero los misioneros hacen lo
imposible por estar presentes. Lo primero que me han aconsejado es que use
repelente contra insectos porque el dengue está muy extendido
en esta zona.
En España hoy es
el último día de la campaña electoral antes de las elecciones del próximo domingo.
No voy a votar porque no me ha sido posible enviar el voto por correo. Pero
confieso que me habría costado discernir y escoger entre las diversas siglas
que concurren. No es que yo piense que un partido puede satisfacer todos los requisitos
que considero imprescindibles. Repasando uno a uno los programas de los cinco partidos que aspiran a conseguir más votos a nivel nacional, encuentro en todos ellos propuestas con las
que sintonizo y otras con las que disiento. En general –y supongo que esto les
pasa también a muchos cristianos– sintonizo con los partidos de izquierda en
algunas propuestas sociales, en la preocupación ecológica, en el concepto de
una España plural, en la apuesta por la investigación, en la lucha contra la
corrupción y en el fuerte sentido europeísta. Pero no comparto su postura ante
cuestiones éticas que considero de primer orden (como, por ejemplo, el aborto y
la eutanasia), desconfío de sus propuestas sobre la educación y no me gusta
cómo interpretan la laicidad del Estado y el significado del hecho religioso en
la vida social. Suelen entender la laicidad en clave laicista, confinando lo
religioso a la esfera de lo privado y olvidando que no puede haber experiencia religiosa
que no tenga repercusiones púbicas. De los partidos de derecha acepto la
importancia que otorgan a la tradición, su defensa de la familia (aunque a
menudo hay contradicciones entre la presentación teórica y las políticas prácticas) y
de la libertad de enseñanza, la valoración del hecho religioso, la cultura del esfuerzo y no del asistencialismo, etc. Disiento en otros aspectos como el modo de afrontar el desafío de la inmigración, la xenofobia disimulada, el concepto monolítico de España, el modelo económico neoliberal en algunos casos, cierto uso interesado de los símbolos comunes, la condescendencia con la corrupción, etc.
En realidad,
cuando pregunto a algunos de mis amigos qué van a votar, casi todos se guían
más por sus filias y fobias que por un análisis objetivo de los programas de
cada partido. Hay gente que es de izquierdas de toda la vida y gente que es de
derechas, con independencia de lo que los partidos hayan hecho o dejado de
hacer. Van a votar siempre a los de su cuerda. Me parece que no son muchos los que toman distancia afectiva y emiten su
voto a partir de los hechos comprobados. En esta ocasión, además, la irrupción
de Voxpuede alterar significativamente el mapa electoral al que estábamos acostumbrados.
Cualquiera que sea el resultado del domingo, creo que lo importante es ir
avanzando hacia una cultura del entendimiento y la colaboración. Es muy poco
probable que un solo partido consiga la mayoría absoluta como para gobernar en
solitario. Puede que ni siquiera los bloques de derecha o izquierda logren hacerlo. Según el esquema que ha imperado durante décadas, esto sería un grave
inconveniente, pero no estoy tan seguro de que sea así. Quizás estamos entrando en una nueva etapa
en la que los electores exigen políticas menos frentistas y más consensuadas. Pero para ellose
requiere un profundo cambio de actitudes y de estrategias que no se ha visto durante la campaña. Se trata de anteponer siempre el bien común y de buscar juntos lo que mejor contribuye a lograrlo, venga de donde venga. El tiempo nos dirá
en qué dirección nos encaminamos. Aunque la política es muy importante, tampoco
es cuestión de idolatrarla. Hay vida más allá de unas elecciones.
Llegué ayer a Asunción, la capital de la República del Paraguay, a la inhumana hora de las 7 de la mañana (una hora más en Argentina). Huelga decir a qué hora tuve que
levantarme. Todo quedó compensando por la siestecita en el avión y un paisaje
sobrecogedor a medida que me acercaba a la capital paraguaya. Las lluvias de
los últimos días han desbordado los ríos, así que desde el avión se veía una
masa de agua salpicada de manchas verdes, como puede comprobarse en las fotos
que acompañan esta entrada. En menos de una hora llegué a nuestra comunidad de Lambaré, una
ciudad satélite de la capital con una población que sobrepasa los 180.000
habitantes. En contraste con la sequedad y aridez de Jacobacci, aquí noté
enseguida los efectos del calor y la humedad. Todo está verde, la tierra es
rojiza. El cuerpo empieza enseguida a transpirar. A mediodía la temperatura
sobrepasa los 30 grados en esta época otoñal. Me encantó la casa de formación que
los claretianos tenemos en este lugar. Me pareció un monasterio moderno –con tres
pequeños claustros– en medio del bosque urbano. Hay lugares que son anodinos,
que no inspiran nada. Hay otros, por el contrario, que hablan por su armonía, funcionalidad,
sencillez y belleza. Este es uno de ellos. Se ve que detrás de la construcción
hay una idea. Se trata de una casa pensada.
Por la tarde,
celebré la eucaristía en la cercana parroquia
de san Juan Bautista, atendida por nuestros misioneros. Es un templo enorme,
construido como si fuera un inmenso galpón, sin la belleza de los templos neogóticos
que había visto en Buenos Aires, Rosario, Córdoba y Montevideo, por poner solo
unos pocos ejemplos. Se trata de una iglesia, pero –como sucede con otros
templos de los años 60 y 70– bien podría ser un almacén de grano, un
polideportivo o una sala de conciertos de rock. La funcionalidad ha matado a la
belleza, a pesar del enorme mural con el Cristo de Dalí que se extiende por
todo el frontis. Más allá de esta limitación, deudora de una mentalidad teológica
y estética que no comparto, lo fundamental fue la alta participación en una
misa de diario. En el templo habría un centenar de personas, tanto mujeres como
varones. Cantaban con entusiasmo, acompañadas por un corito de cuatro varones. Respondían
con fuerza. Luego me aclararon que Paraguay sigue siendo un país muy religioso,
una rara excepción en el Cono Sur americano. Se podrán objetar algunas
prácticas de la religiosidad popular, pero es admirable el sentido fe y de pertenencia
a la Iglesia. Eso no impide que, como lleva sucediendo desde hace décadas en
toda Latinoamérica, las sectas
evangélicasestén realizando agresivas campañas de proselitismo. Ante este
fenómeno, pierdo la corrección, olvido mi talante ecuménico y desenvaino la espada del enfado. Es muy probable que exagere, pero las sectas me parecen lobos que solo pretenden engullirse las ovejas más débiles. En primer lugar, me niego a llamar iglesias a los grupúsculos montados por un
pastor (o una pastora) con la ayuda de una organización internacional. En la mayoría de los
casos, lo religioso se utiliza como una excusa para manipular a las personas,
sacarles su dinero y prometerles cosas imposibles: curaciones, prosperidad material y bienaventuranza celestial. La tríada salud-dinero-amor funciona como cebo. Y muchas personas sencillas pican con gran ingenuidad. No importa que los pastores tengan una deficiente (o nula) formación bíblica y teológica y basen casi todo en el esquema tú eres un miserable pecador-Dios te perdona-págame el diezmo.
Es de sobra
conocido el famoso informe Rockefeller que recomendaba a los Estados Unidos
apoyar la proliferación de sectas protestantes para acabar con la influencia de
la Iglesia católica en América latina y, de manera especial, con las consecuencias
perniciosas de la teología de la liberación para los intereses estadounidenses. De hecho, las
sectas –con los nombres más extravagantes– han crecido como hongos en las
últimas décadas, sobre todo en Centroamérica y Brasil. También han llegado a los países del Cono Sur,
aparentemente más impermeables. Parece increíble que alguien se deje seducir
por propuestas tan simplistas y manipuladoras, pero los números están ahí. Es verdad que muchos
adeptos al cabo de un tiempo abandonan el grupo, se pasan a otro, permanecen
en tierra de nadie o regresan a la Iglesia católica. De hecho, hay una fluidez
extraordinaria en este supermercado religioso. Pero no deja de ser un fenómeno muy preocupante este cóctel de religiosidad sensiblera, milagrera y ferozmente anticatólica. Los
escándalos de la Iglesia católica –admitámoslo con humildad–son leña que alimenta este fuego. No ayudan mucho a la causa de la credibilidad.
Más que una lucha sin
cuartel, como si estuviéramos en tiempo de las cruzadas o de las guerras
religiosas del siglo XVI, lo esencial es preguntarse qué ha descuidado la Iglesia
católica en su tarea evangelizadora, por qué gente de buen corazón encuentra
sosiego y ayuda en estas sectas. El fenómeno ha sido muy estudiado, pero no acabo de
ver por nuestra parte una clara estrategia de respuesta, sino a menudo una actitud de resignación que me
enerva. Necesitamos cuidar mucho más la formación de los catecúmenos, el
acompañamiento personal, el cuidado de los pobres de la comunidad, la belleza y calidez de las celebraciones, el arte moderno de la comunicación y un compromiso sociopolítico
lúcido y valiente. No se trata, pues, de atacar, sino de aprender. También esta
moderna crisis provocada por algunos “hermanos extraños” puede ser una excelente
oportunidad para examinar lo que no estamos haciendo bien y ensayar, en forma
sinodal, una nueva respuesta. Pero hay que espabilarse.
El paso por Buenos Aires fue breve. Hoy vuelo a Asunción, la capital de Paraguay. Las pocas horas transcurridas en mi base porteña me depararon un
agradable encuentro. A las cinco y media de la tarde de ayer martes me reuní con tres
argentinos amigos de este Rincón en
nuestra parroquia de Constitución. Yo sabía que había visitas al blog desde
Argentina, pero una cosa es saberlo y otra poner nombre y rostro a algunos de
los lectores habituales. Charlamos durante una hora sobre diversos asuntos.
Ahora escribo en la sala de embarque número 17 del aeropuerto de Ezeiza
mientras espero mi vuelo a Paraguay. Como todos los años, el miércoles de la
octava de Pascua nos propone el relato de los discípulos de Emaús. Lo he
abordado en varias ocasiones en este Rincón. Es un itinerario que nos lleva de
la situación de
quemados a la de encendidos.Es una invitación a pedirle a Jesús que no
pase de largo, que se quede
con nosotros. El documento final del Sínodo sobre los jóvenes utiliza también
este relato para iluminar y estructurar su mensaje.
Esta vez quisiera
detenerme en la pregunta que el viandante Jesús formula a Cleofás y a su
compañero de camino: “¿Qué conversación
lleváis por el camino?” (Lc 24,17).Es una pregunta que actúa como linterna en la cueva de nuestras preocupaciones
y ansiedades. En realidad, el itinerario de encuentro con Jesús comienza con
esta pregunta. Sin saber lo que nos pasa, sin poner nombre a nuestras
frustraciones y búsquedas, ¿qué anclaje podría tener la Palabra de Dios en
nosotros? Hablando con unos y con otros, escuchando las conversaciones de las
personas en diversos contextos, viendo lo que se escribe en internet, noto que
la gente se preocupa mucho por la situación económica y laboral. Quienes no
tienen trabajo o malviven con una ocupación precaria, centran sus
conversaciones en este asunto. Aquí en Argentina es un tema recurrente la grave
situación económica por la que atraviesa el país. Sin una mínima estabilidad,
¿cómo puede, por ejemplo, una pareja joven emprender un proyecto matrimonial? Algunas
personas se sumen en una profunda depresión cuando pasa el tiempo y no logran
encontrar un trabajo digno.
Entre los más jóvenes
noto una preocupación creciente por el futuro del planeta. Intuyen que van a
heredar un mundo muy deteriorado. Se preguntan si todavía se puede hacer algo
para evitar su destrucción. Cuando hablamos de la situación de la Iglesia, casi
todos manejan los mismos asuntos: crisis causada por los abusos sexuales,
desenganche de los jóvenes, liderazgo cuestionado del papa Francisco… Leo en el
New York Times un artículo escrito
por un excatólico que habla de la
necesaria resurrección de la Iglesia si todavía quiere ser
significativa en el mundo actual. Hablamos también de fútbol, elecciones políticas, futuro de las pensiones, atención a las personas mayores, cuestiones éticas, estrategias geopolíticas… Un ejercicio interesante consiste
en prestar atención a lo largo de un día a nuestras conversaciones para ver
cuáles son los temas dominantes. Puede que nos sorprendamos de su banalidad,
pero, incluso en esos casos, podemos percibir por dónde van nuestras
preocupaciones, a qué damos importancia y qué evitamos, qué nos gusta y qué nos
repele.
El relato de Emaús
nos dice que Jesús se pone a caminar con nosotros y, a partir de nuestras
preocupaciones, va iluminando su significado más profundo desde la Palabra de
Dios. Personalmente, me resulta imposible orientarme en este complejo mundo que
vivimos sin la luz de las Escrituras. Para no sucumbir en el mar de las mil
opiniones o dejarme llevar de mis prejuicios y temores, necesito acercarme cada
día al Evangelio y dejar que las palabras de Jesús enciendan lo que se está
apagando, caliente lo que se enfría, muevan lo que está inerte. La Palabra de
Dios tiene un poder que no se encuentra en ninguna palabra humana: penetra hasta
el fondo de nuestro ser y, allí donde el ser humano solo ve vacío o
frustración, nos revela que Dios toma en serio nuestra vida, nos sostiene y nos
quiere. Es como una lluvia suave que va fecundando nuestra tierra.
Hoy regreso a Buenos Aires vía Bariloche. Atrás quedan seis días en la pequeña ciudad patagónica de Ingeniero Jacobacci. El día de Pascua no celebré la misa en la iglesia principal de la
población, sino en una capillita en la aldea de Clemente
Onelli, a 50 kilómetros de distancia. Contando los dos que me acompañaban en el coche, nos juntamos
nueve personas, en su mayoría mujeres. Antes de empezar, me pregunté si merecía la pena hacer 100 kilómetros (entre ida y vuelta), por carreteras de tierra, para celebrar una misa con tan
pocas personas. Si aplicamos criterios empresariales, la respuesta es un no
rotundo. Pero las cosas se pueden ver desde otro punto de vista. ¿No merece la
pena hacer un esfuerzo –por otra parte, no demasiado grande– para acompañar a
un grupo de cristianos aislados el día de Pascua? Si aplicamos criterios
pastorales, la respuesta es un sí rotundo. Así que disfruté de la Eucaristía más
que si la estuviera celebrando en una catedral repleta de fieles, con música de órgano y un coro polifónico.
De regreso a Jacobacci, dejamos en su casita a una anciana que vive sola en el
campo yerto. Durante las dos horas que pasamos juntos se sintió querida y
acompañada. Bastaba ver sus ojillos chispeantes y aceptar sus abrazos agradecidos. Por un momento sentí que la aldea Onelli era, en realidad, Emaús, y
que Jesús había salido a nuestro encuentro por el camino.
Me siguen
llegando noticias muy preocupantes de Sri Lanka. Hay temor a nuevos atentados.
De hecho, algunas de nuestras comunidades claretianas están bajo protección
policial las 24 horas del día y de la noche. Después de la masacre del domingo
de Pascua, ya nada será igual en este pequeño y acogedor país asiático. No me extrañaría
que pronto se implantara un sistema de control a la entrada de las iglesias y
que se quebrara el equilibrio entre los tres grupos religiosos mayoritarios. Lo
peor del terrorismo no es solo el asesinato indiscriminado de inocentes, sino
también la creación de un clima social de inseguridad y recelo, una alteración
de las costumbres y, en definitiva, una pérdida de la confianza, imprescindible
para la vida libre en sociedad. Ha sucedido ya en otras ocasiones. El 11-S, por
ejemplo, cambió muchos hábitos de los estadounidenses, sometió a un control más
riguroso el tráfico aéreo y, sobre todo, disparó una escalada bélica. Pero no se trata solo de seguridad, sino de tolerancia
religiosa. ¿Por qué está creciendo el odio hacia los cristianos en diversas
regiones del mundo? ¿Por qué hay grupos musulmanes que quieren imponer a toda
costa el islam?
Con este telón de
fondo, leo en los periódicos digitales que se ha producido ya el
primer debate entre cuatro candidatos de los que aspiran a ganar las próximas
elecciones generales en España. No he tenido oportunidad de seguirlo en directo,
pero he visto algunos clips en la web
de RTVE. Me ahorro comentarios. En general, no me ha gustado el tono. Me
recuerda siempre a una pelea de chicos en un patio de colegio. Echo de menos un
debate más sereno, educado y con argumentos. Puede resultar menos televisivo,
pero seguramente sería más instructivo. Me niego a que una imagen estudiada o una
ocurrencia puedan determinar el voto de una persona. Por otra parte, para arañar
algunos votos no vale colar bulos como si fueran verdades de a puño. Un periódico
se ha dedicado a analizar
algunas mentiras y medias verdadesusadas por los debatientes.Siguiendo la tradición, los medios se
han apresurado a abrir encuestas sobre el vencedor y a publicar comentarios de urgencia de sus colaboradores. El domingo 28 se despejarán las dudas. No merece
la pena perderse ahora en conjeturas.
Estamos en la
octava de Pascua. La luz de la resurrección de Jesús ilumina todo lo que
vivimos, no solo los acontecimientos relevantes, sino también la microhistoria
de cada uno de nosotros. La Pascua nos impulsa a descubrir signos de vida nueva
en nosotros y en nuestro entorno, a mirar con otros ojos lo que siempre hemos
considerado despreciable o anodino. Solo así podremos caer en la cuenta de que
el Resucitado nos está esperando donde menos sospechábamos.
Ayer me levanté más tarde de lo habitual, a pesar de que la Vigilia de la noche anterior acabó antes de medianoche. Por WhatsApp me llegó la
noticia de los atentados
en Sri Lanka, un país que he visitado en varias ocasiones; la última,
hace menos de un año. Me dolió que,
precisamente en la mañana de Pascua, la muerte se hubiera cebado contra
centenares de cristianos en un país que es bastante tolerante en materia
religiosa. Inmediatamente me acordé de la secuencia Victimae paschali
laudes que se canta en el tiempo pascual. Una de las estrofas, en
su versión litúrgica castellana, reza así: Lucharon
vida y muerte / en singular batalla / y, muerto el que es la Vida, / triunfante
se levanta. Esa continua lucha entre la muerte y la vida (mors et vita duello) caracteriza nuestra
existencia. Cuando todo parece sonreír, sobreviene una tragedia inesperada. ¿Quién
les iba a decir a los cristianos esrilanqueses que en la mañana en la que
celebraban con alegría la resurrección de Jesús iban a ser objeto de un atentado terrorista? En el momento de escribir esta entrada, las víctimas mortales ascienden
a más de 290, a las que se añaden unos 500 heridos.
Durante el día intenté
comunicarme con los claretianos de Sri Lanka para conocer de primera mano la
situación, pero el gobierno había bloqueado las comunicaciones. A las 15,30
(hora argentina), 20,30 en Europa, recibí, por fin, un largo WhatsApp del superior claretiano de Sri
Lanka. En síntesis, me decía que uno de nuestros misioneros se encontraba por
casualidad presidiendo la misa matutina en la iglesia de san Antonio. Durante
la oración de los fieles estalló la bomba. Él salió ileso, pero murieron 58 personas. Los ataques se produjeron, entre las 8 y las 9 de la
mañana, en nueve sitios diferentes: tres iglesias, cuatro hoteles y dos
parques. Todos nuestros misioneros están a salvo, aunque han muerto algunos
conocidos suyos. A partir de las 9 se suspendieron todas las misas en el país. Fue una Pascua silenciada. No
se sabe quiénes están detrás de los atentados. Se teme que continúen. El
gobierno del país ha impuesto el toque de queda de 6 de la tarde a 6 de la
mañana. Las palabras finales del mensaje de mi compañero claretiano me dejaron
un sabor amargo: “No joy in celebrating
the resurrection” (No hay alegría a la hora de celebrar la resurrección).
Hace una semana
asistimos con estupor al incendio de la catedral de Notre Dame en París. Las reacciones no se hicieron esperar. Hubo
muchos que se
emocionaron con lo sucedido porque captaron enseguida el alto valor
simbólico de Notre Dame. No se trata,
como decían algunos, de un simple montón de piedras, sino de un hito de la cultura europea. Otros criticaron
duramente la rapidez con que se acumularon las donaciones para la
reconstrucción de la catedral mientras persisten situaciones más graves que no
concitan una respuesta tan veloz y eficaz. En medio de esta polémica abierta, iniciamos
la semana de Pascua con un hecho mucho más grave desde todos los puntos de vista. Se han segado muchas vidas humanas inocentes, se ha creado un clima de
terror y sospecha en el país, se ha masacrado a la minoría cristiana -víctima de un conflicto entre tres identidades mayoritarias- y, además,
se ha puesto en riesgo la paz que Sri Lanka venía disfrutando desde el año 2009, tras
más de 25 años de guerra civil. Está visto que los humanos nunca aprendemos la
lección. Es como si fuéramos incapaces de vivir en paz y respeto. Necesitamos la
violencia y la guerra para seguir justificando venganzas, venta de armas, operaciones
económicas, opresión e intolerancia. La vida y la muerte siguen peleando una batalla nunca concluida.
Ayer por la mañana me di un paseo por las rectilíneas y solitarias calles de Ingeniero Jacobacci, una pequeña ciudad en la provincia argentina de Río Negro. Aunque amanecimos con una temperatura de un grado bajo cero, a
esa hora teníamos ya alrededor de diez. Lucía un sol espléndido, pascual.
Apenas vi unas cuantas personas que iban a pie o en destartalados vehículos de
un sitio para otro. Caminé en paralelo a las vías del antiguo ferrocarril. A mi
izquierda tenía la vieja estación. Me parecía estar en uno de esos pueblos de
finales del siglo XIX o principios del siglo XX que aparecen en algunos westerns. Imaginaba a hombres a caballo,
con el revólver atado a la cintura, y mujeres con sombreros y cestas de mimbre.
Todo tenía un aire como de otra época, entre melancólico y decadente. Acostumbrado
a la algarabía y al color de los pueblos italianos, casi parecía un pueblo
fantasma. Mientras deambulaba sin rumbo fijo, dejando que reposaran las muchas
experiencias vividas a lo largo de las últimas tres semanas, fui pensando en
escribiros a todos los amigos del Rincón
esta
CARTA DE PASCUA 2019
Queridos amigos:
Este año me toca celebrar la Pascua en un remoto lugar del sur de
Argentina, a más de 12.000 kilómetros de Roma. Aquí es otoño. Por la noche, la
temperatura baja a cero grados. Toda la simbología pascual asociada a la primavera del hemisferio norte carece aquí de sentido.Nos vamos acercando poco a poco a un invierno seco y
muy frío, no a un verano de luz y calor. La comunidad católica es pequeña. Aquí
no se estilan las grandes manifestaciones de fe, aunque el Viernes Santo por la
tarde celebramos un Viacrucisbastante concurrido por las calles del pueblo. Duró más de dos horas. Las personas que lo habían
preparado supieron unir muy bien las cruces de la gente del lugar con la cruz de
Jesús. En algún momento llegué a emocionarme, como, por ejemplo, cuando un
hombre con muletas me pidió que lleváramos juntos la gran cruz que abría la
marcha. Me pareció asumir el papel de un cirineo moderno. Mientras transitábamos
de una estación a otra por una calle polvorienta, pensé en las muchas veces que he escurrido el bulto, que no he querido cargar con las cruces que otros
me proponían. Sentí vergüenza.
Anoche celebramos la vigilia pascual en la iglesia de la Exaltación de la Santa Cruz, la sede
principal de una parroquia que se extiende por un territorio de más de 30.000 kilómetros
cuadrados y que consta de 22 parajes;
es decir, pequeñas aldeas en las que suele haber una capilla a modo de sucursal
de la iglesia madre. Seríamos unas 150 personas y un par de perros. Sentí que si el Evangelio había llegado desde la lejana
Palestina hasta este remoto lugar austral y había entrado en diálogo (no
siempre respetuoso) con las culturas originarias, no es imposible que llegue también hoy a esos millones
de jóvenes que, por diversas razones, no creen en Jesús y su
resurrección. Hay cristianos que se resignan a este hecho. Lo consideran un “signo
de los tiempos”. Les da igual que las personas crean o no. Consideran que,
del mismo modo que “todos los caminos llevan a Roma”, hay múltiples vías para llegar a
Dios, incluso a través de la senda del agnosticismo y ateísmo. Creo entender lo
que quieren decir con esto, comparto esta visión abierta de Dios, pero no me resigno a poner entre paréntesis el
gozo de haber encontrado a Jesús y de compartirlo. Si la Iglesia primitiva
hubiera procedido como algunos proponen que procedamos hoy, no hubiéramos descubierto a Jesús
y no disfrutaríamos de la alegría del Evangelio. Jesús no es un camino más
entre otros muchos. Él es “el camino, la
verdad y la vida” (Jn 14,6). La teología sigue explorando el alcance y significado de estas palabras. La fe las acoge con humildad y gratitud.
La Pascua nos invita a dar testimonio de Jesús con presteza. El relato del capítulo
20 de Juan que leemos en el Evangelio de este Domingo de Pascuaparece una prueba atlética. Todos corren. Corre María de
Magdala, corre Pedro y corre a más velocidad “el discípulo a quien Jesús amaba”, un discípulo anónimo (la
identificación con el apóstol Juan se producirá muchos años después) que, en
realidad, es una figura simbólica que representa al verdadero discípulo, a cada
uno de nosotros. Podemos poner nuestro propio nombre en el lugar donde el Evangelio de Juan se refiere al discípulo amado. Como
ese discípulo simbólico, también nosotros estamos llamados a “ver y creer” cuando, ante nuestros ojos,
solo se presentan signos de muerte: un sepulcro, unas vendas y un sudario. La
experiencia de la resurrección no es un acontecimiento lleno de luz y
maravilla, incuestionable, sino una experiencia de fe en medio de realidades que invitan a no
creer. ¿No ilumina este relato lo que estamos viviendo hoy? ¿No nos resulta arduo descubrir que Cristo está vivo cuando solo vemos las vendas y sudarios de los abusos, incoherencias y mezquindades de su comunidad? ¿No anhelamos con frecuencia signos claros, espectaculares y eficaces?
Al final, Pedro y el otro discípulo “regresan
a casa”. Parece que todo sigue igual que antes, pero, en el fondo, aunque
las cosas no hayan cambiado por fuera,
ellos son muy distintos por dentro.
Han empezado a entender lo que Jesús les había anunciado. Han vivido un
itinerario de fe que todavía incluirá más etapas. Reconocen su presencia misteriosa
y eficaz en la trama de la vida cotidiana y en las mediaciones que él ha querido
regalar a su comunidad: la Palabra, la Eucaristía, la Madre, el mandamiento del
amor, etc. Por eso, sin más dilaciones, comienzan a testimoniarlo. Pero
¡atención!, testimoniar –como nos recuerda Fernando Armellini– “no equivale a dar buen ejemplo. Esto es
ciertamente útil, pero el testimonio es otra cosa. Lo puede dar solamente quien
ha pasado de la muerte a la vida, quien puede afirmar que su existencia ha
cambiado y adquirido un nuevo sentido desde el momento que fue iluminada por la
luz de la Pascua; quien ha experimentado que la fe en Cristo da sentido a las
alegrías y a los sufrimientos e ilumina tanto los momentos felices como los
tristes”.
Hoy es 21 de abril de 2019. Entre los lectores del Rincón hay personas muy jóvenes –muchas de ellas en búsqueda– y un buen
número de adultos y ancianos que han hecho ya un camino en la vida. Cada uno de
nosotros tenemos una experiencia única e irrepetible de encuentro con el Jesús
resucitado. Aunque la fe va más allá de nuestro temperamento, nuestra edad y nuestra
formación, es indudable que estos factores influyen a la hora de expresar “lo que nos ha pasado”.Las personas muy
emotivas suelen hablar de su fe en términos también emotivos. Acentúan lo que
sienten: alegría, paz, entusiasmo, serenidad, valentía, etc. Y, en ocasiones,
también tristeza, confusión, amargura, inquietud, etc. Las personas más
racionales se inclinan por expresiones más sobrias que tienen que ver con la
plausibilidad de la fe: reconocen que creer no es absurdo.
En cualquier caso, creer en Jesús
significa que algo ha cambiado en nuestras vidas, que no seríamos los mismos con o sin él. Esto es lo más importante. Quizá lo que nos falta hoy es no
contentarnos con una experiencia íntima, personal, sino salir corriendo, compartir esta experiencia con quienes buscan, con
quienes creen a medias, con quienes creyeron pero se sienten timados e incluso
con quienes reniegan de una aventura como esta. Os animo a poneros en camino.
Desde ayer por la mañana me están llegando muchos mensajes pascuales a través
de WhatsApp, Facebook y el correo electrónico.
La mayoría son muy escuetos –se limitan a felicitarme las Pascuas– pero otros
contienen algunos toques personales. Los más madrugadores me llegaron de Corea
del Sur, Taiwán, Filipinas, Japón e Indonesia, cuando aquí, en Argentina, todavía
estábamos viviendo el silencio del Sábado Santo. Me asombro de la creatividad y
belleza con que algunas personas consiguen transmitir la alegría de la
resurrección. En muchos casos se trata de felicitaciones intemporales; en
otros, se hace alusión a acontecimientos recientes, como el incendio de la
catedral de Notre Dame de París (Notre Dame-Notre drame, como titulaba el
periódico francés Libération al día
siguiente del incendio), los rescates en el Mediterráneo y la caravana de migrantes
centroamericanos hacia Estados Unidos. También yo, desde este rincón
patagónico, quiero felicitaros a todos y a cada uno de los amigos del Rincón de Gundisalvus con la letra de un
viejo canto de Pascua que me ha acompañado desde hace muchos años.
Como el grano
de trigo que al morir da mil frutos,
RESUCITÓ EL
SEÑOR.
Como el ramo
de olivo que venció a la inclemencia,