Ya se conocen los resultados de las elecciones generales en España. No se alejan demasiado de lo previsto por las encuestas, aunque el revolcón del PP ha superado los cálculos más pesimistas. Acabado el recuento, ha llegado la hora de ponerse manos a la obra desde el gobierno o
la oposición. Y crecer en una nueva mentalidad: el talento y el compromiso
–vengan de donde vengan– tienen que ponerse al servicio del bien común. No estamos para desperdiciar capital humano. No tiene ningún sentido aplicar los recursos a guerras partidistas o intestinas. Los
ciudadanos estamos bastante hartos de que se malgasten o se cometan crasos
errores “en nuestro nombre”. Las campañas electorales son un supermercado de
promesas. Todos percibimos que, en la mayoría de los casos, se trata de un
género literario, una manera retórica de encandilar al electorado a sabiendas
de que lo que se promete es muy improbable o redondamente irrealizable. Los
votantes cada vez picamos menos en esos anzuelos. No toleramos que nos tomen
por tontos o que quienes han hecho de la corrupción un estilo sigan prometiendo
honradez y transparencia. Este tipo de cosas no se prometen en los mítines, se
ganan a base de hechos. Pedimos sensatez, colaboración y altura de miras.
Escribo estas
notas en el aeropuerto Silvio Pettirossi de Asunción. Mi vuelo para Santiago de
Chile sale dentro de hora y media. Atrás quedan cinco hermosos días pasados en
Paraguay, tanto en la zona urbana de Lambaré como en la rural de Yhú. He
disfrutado de un paisaje verde, feraz, seductor. Y de una temperatura
agradable, moderada por las repetidas lluvias. Pero lo que más me ha gustado ha
sido el carácter amable de la gente y su profunda, contagiosa religiosidad.
Ayer, Domingo de la Divina Misericordia, celebré dos misas con un intervalo de
doce horas entre ellas. La primera a las 8 de la mañana en la aldea
–“comunidad”, llaman aquí– de Vaquería. Tras una procesión por los alrededores
de la iglesia con la pintura del Jesús de la Misericordia, tuvimos la
celebración. El templo estaba abarrotado. A pesar de que añadieron bancos,
había bastantes personas de pie: niños, jóvenes, adultos y ancianos. Lo mismo
sucedió en la misa vespertina celebrada a las 8 de la tarde en la parroquia de
san Juan Bautista de Lambaré. Habría unas 450 personas. Me gustó la presencia
de laicos responsables de las moniciones, lecturas, cantos y demás servicios
litúrgicos. Todo funcionó con la suavidad y el ritmo de lo que constituye un
hábito.
Sin Eucaristía no
hay comunidad. Y sin comunidad no es posible reconocer a Jesús como el
Viviente. Creo que son dos mensajes claros proclamados en el Evangelio de ayer.
Por eso, me produce una inmensa tristeza seguir escuchando a algunas personas
que se consideran creyentes que la Eucaristía es un rito insignificante, que ya
no dice nada en la cultura secular y que “lo importante es ser buenas
personas”. Cada vez que escucho este tipo de discursos me pregunto de dónde han
brotado y a qué responden. Desde luego, no provienen ni de la Escritura ni de
la bimilenaria Tradición de la Iglesia. Quizás de un planeamiento que se abrió
pasó en los años 60 y que oponía culto y profecía, celebración y compromiso.
Quien así procedía asimilaba la Eucaristía a los viejos cultos
veterotestamentarios contra los cuales tronaron algunos profetas. Pero la
Eucaristía cristiana no tiene nada (o muy poco) que ver con eso, por más que a
veces la hayamos desfigurado. La Eucaristía es memoria viva de Jesús,
acontecimiento eclesiogenético, si se me permite este concepto esdrújulo. ¿Cómo
vamos a encontrarnos con el Resucitado si nos alejamos de su comunidad y del
sacramento que “hace” a la comunidad?
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