El apóstol Tomás tiene una fama que no se merece. Ha pasado a la historia como símbolo del incrédulo cuando, en realidad, ha vivido un hermoso itinerario de fe. Es un creyente moderno avant la lettre. El autor del cuarto
evangelio lo escoge como modelo de creyente perplejo para mostrarnos la dirección correcta a quienes hemos hecho de la perplejidad nuestro estilo de vida. Cuando se escribe el
evangelio a finales del siglo I, la tercera generación de cristianos –y, con
ella, todos nosotros, que no hemos “visto” a Jesús con nuestros ojos– se pregunta dónde encontrar
al Resucitado. La respuesta es sutil, quizás incomprensible para un lector contemporáneo,
pero clara para los cristianos del siglo primero: al Resucitado se lo encuentra
“cada ocho días” en la reunión de la comunidad de los discípulos. Él se hace
presente en la Eucaristía que la comunidad celebra cada domingo; es decir, en
el día del Señor. Esta respuesta resulta desconcertante para aquellos que
repiten como un mantra el famoso estribillo: “Lo que importa es ser buenos; ir
a misa no tiene importancia”. El autor del cuarto evangelio no hubiera
entendido esta mentalidad moderna, a pesar de ser el evangelista que más
insiste en que el amor es la verdadera esencia del mensaje de Jesús. Tomás no
acaba de descubrir al Resucitado porque estaba ausente de la comunidad. Solo cuando
regresa prorrumpe en una verdadera confesión: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28). Jesús le recuerda que el único
modo de encontrarse con él es creer en él. Es verdad que lo invita también a
tocar las heridas de su mano y de su costado, pero el texto de Juan no dice que
Tomás lo hiciera.
Tomás somos todos
los discípulos de Jesús que tenemos dificultades para creer en él. En realidad,
tanto al comienzo como ahora, el creyente es siempre una persona llena de
dudas. En el evangelio de Marcos se dice que Jesús “les reprendió por su incredulidad y obstinación al no haber creído a
los que lo habían visto resucitado” (Mc 16,14). En el evangelio de Lucas,
el Resucitado se dirige a los discípulos, espantados y llenos de miedo y les
pregunta: “¿Por qué os asustáis tanto?
¿Por qué tantas dudas?”. Al final del evangelio de Mateo, cuando Jesús se
apareció a sus discípulos sobre un monte de la Galilea (por tanto mucho tiempo
después de las apariciones de Jerusalén), algunos dudaron (cf. Mt 28,17). En
cada uno de nosotros conviven un creyente y un ateo. Hace un par de días leí un
interesante artículo titulado ¿En
qué creen los ateos? Pone de relieve que cuando algunos seres
humanos deciden no creer en Dios por alguna razón no siempre descifrable, suelen
desplazar el objeto de su “fe” a otras realidades a las cuales se “religan”
(religión) de manera confesante: la ciencia, la política, el arte, etc. Hoy
estamos asistiendo a este fenómeno como quizás nunca antes en la historia de la
humanidad. Es un desafío para los que nos debatimos entre la fe y la duda, para
los que somos creyentes de “tercera generación”.
La respuesta del
evangelio de este II
Domingo de Pascua me resulta consoladora y, a la vez, provocativa: al Resucitado se lo encuentra en su comunidad. Si caminamos en solitario, si
presumimos de ser unos francotiradores de la fe, es probable que nunca reconozcamos
al Resucitado, que nos hundamos en el mar de nuestras especulaciones y anhelos.
Es verdad que las comunidades son imperfectas (basta mirar a la propia familia,
parroquia o comunidad religiosa), pero han sido dotadas del signo que las hace
memoria del Resucitado: cada “ocho días” proclaman su palabra y distribuyen su
cuerpo y sangre. Él nos pidió que hiciéramos esto en memoria suya. La primera
lectura de este domingo, tomada del capítulo 5 de los Hechos de los Apóstoles,
nos habla de una comunidad que se reunía y contagiaba entusiasmo: “Crecía el número de los creyentes, hombres
y mujeres, que se adherían al Señor”. Donde hay comunidades que vibran con
su fe, el Señor suscita conversiones y adhesiones.
Desde hace casi
20 años, por expreso deseo de san Juan Pablo II, el segundo Domingo de Pascua –antes
conocido como Domingo in albis– se llama
también Domingo
de la Divina Misericordia. Los claretianos celebramos el Día Mundial de la Misión Claretiana. Se acumulan, pues, los motivos de meditación, celebración y compromiso. Si a esto añadimos que en España se celebran hoy las elecciones generales,
el último domingo de abril se presenta como un superdomingo cargado de
estímulos. Yo lo pasaré en la misión de Yhú, compartiendo la fe con esta buena
gente paraguaya. Mañana saldré para Chile.
es una mierda
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