De no haber estado en Paraguay, me hubiera gustado mucho haber participado en la ceremonia de beatificación que tendrá lugar hoy en La Rioja, en el noroeste de Argentina. A las 11 de la mañana, en el Parque de la Ciudad, serán
beatificados los siervos de Dios: monseñor Enrique Angelelli,
obispo de La Rioja asesinado en 1976 durante la dictadura militar en Argentina;
Carlos de Dios
Murias, sacerdote profeso de la Orden de los Hermanos Menores
Conventuales; Gabriel Joseph Roger Longueville,
sacerdote diocesano francés; y Wenceslao
Pedernera, laico y padre de familia. En este pequeño grupo hay un
obispo, un religioso, un sacerdote y un laico casado, hermosa expresión de la diversidad
de vocaciones en la Iglesia. Todos ellos fueron asesinados “por odio a la fe”
en Argentina en 1976. La ceremonia será oficiada por el Cardenal Angelo Becciu,
Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, enviado especial del
Santo Padre para este evento.
No todo el mundo en Argentina ve con buenos ojos esta beatificación. Para muchos, el
controvertido obispo Angelelli es, sin duda, el
primer mártir argentino. Para otros, se trata de una beatificación
de tono político-ideológico. Se culpa al papa Francisco de haber inclinado la balanza hacia el platillo revolucionario en un tiempo récord. No conozco con detalle el trasfondo de este
martirio que se produjo en un momento muy convulso de la reciente historia del país austral. La historiadora argentina Gabriela Alejandra Peña acaba de publicar
en nuestra Editorial Claretiana de Buenos Aires el libro “Apasionados
por el amor, la justicia y la paz. Los Mártires riojanos”. En él
cuenta la historia de los cuatro mártires riojanos y recoge los testimonios de
muchas personas que los conocieron. Afirma también que toda la actividad que
desarrollaban esos cuatro miembros activos de la Iglesia diocesana “se basaba en los principios de comunión y
participación, se sostenía en la corresponsabilidad pastoral y se orientaba
prioritariamente hacia los sectores populares”. Podríamos decir que
Angelelli y sus cuatro compañeros son mártires del Concilio Vaticano II, en el
sentido de que inspiraron su modo de vivir la fe y el compromiso social en las
orientaciones conciliares. Es evidente que éstas chocaban frontalmente con
quienes entendían la fe cristiana como una cobertura de sus intereses
económicos y políticos. En estos casos, lo mejor era acusar de comunistas y terroristas a quienes, desde actitudes no violentas, se oponían a esta dominación.
Ser cristiano en
condiciones de tranquilidad social es fácil. Cualquiera de nosotros puede presumir de fe. Serlo en momentos conflictivos, cuando la propia vida se pone en riesgo, exige un coraje fuera de lo común. En una entrevista reciente, el cardenal
Becciu ha declarado que los cuatro nuevos beatos “son verdaderos mártires de una época en la que la Iglesia,
inmediatamente después del Concilio Vaticano II, tomó conciencia de que no se
podía permanecer en silencio de frente a las injusticias sociales o a los grupo
de poder que se garantizaban la existencia”. Va incluso más lejos: “Este es el caso en el que vivían los cuatro
mártires: hombres que con coraje supieron defender los derechos de los pobres a
costa de ir contra los intereses de los latifundistas de la región”. Ante
testimonios como estos, caigo en la cuenta de lo fácil que nos resulta contemporizar
con los poderosos del momento –incluyendo los medios de comunicación social– para
evitarnos problemas. Los cristianos somos seguidores de un Señor que se complicó
la vida cuando podría haberse dedicado a ser un inofensivo maestro espiritual. Llamar
a las cosas por su nombre acaba siendo siempre motivo de conflicto. Sí, no hay
duda de que estos cuatro riojanos son unos mártires incómodos. ¡Con lo fácil que hubiera sido estar calladitos!
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