El año pasado, tal día como hoy, escribí sobre 11 palabras que son muy significativas en mi vida. Tomé como base el acróstico GUNDISALVUS (Gonzalo en latín). Fue casi una confesión. Hoy, fiesta de mi 64 cumpleaños, me inclino por escribir un credo en tono menor que recoja algunas de las convicciones que he ido madurando a lo largo de mi vida. Este credo no sustituye al Credo en tono mayor que profeso como cristiano. Es solo un ensayo de biografía moral y emocional.
De vez en cuando todos necesitamos hacer explícitas las convicciones y creencias que sostienen nuestra vida. Sin ellas, no se entiende bien lo que somos y hacemos. Todos las tenemos, pero no siempre disponemos de motivación, tiempo u oportunidad para compartirlas. Como en todo credo personal, los elementos objetivos y subjetivos se entremezclan. Por eso, estos credos son únicos. Cada uno tenemos el nuestro. Unos no son mejores o peores que otros. Basta con que nos ayuden a dar consistencia a nuestra vida y nos permitan entrelazarla armoniosamente con las de los demás.
Creo que la genética, el entorno y la educación condicionan mucho lo que somos, pero no determinan absolutamente nuestra vida. Hemos sido creados libres para jugar con esos elementos sin sentirnos esclavizados por ellos, por más que a veces tengamos la impresión de que “no podemos ser de otra manera”. Hace más de 30 años que aprendí a no decir “soy así” (como si mi conducta tuviera siempre algo de inevitable), sino “he aprendido a ser así” (y, por lo tanto, puedo reaprender nuevos modos de ser hasta el final de la vida).
Creo que el ser humano es una realidad muy compleja que no
se reduce a procesos bioquímicos, conexiones neuronales o determinismos genéticos.
Creo, dicho de manera positiva, que posee una dimensión espiritual que, sin
negar las anteriores, las trasciende y nos conecta con el Misterio que sostiene
el universo.
Creo que en todos los seres humanos (incluso en los que
parecen viles y despreciables) hay
más verdad, bondad y belleza que las que aparecen a simple vista. Por
eso, creo que todo ser humano (con independencia de su raza, edad, sexo, orientación
sexual, religión, cultura, ideología o idoneidad moral) es siempre digno de respeto,
ayuda y compasión.
Creo, con san Agustín, que los seres humanos hemos sido
hechos para la unión con Dios y que, por tanto, nuestro
corazón siempre estará inquieto hasta que descanse en él. Por eso, no
me extraña lo más mínimo que realidades valiosas como el sexo, el trabajo, el
dinero, el poder o la fama no acaben nunca de dejarnos satisfechos. Se trata siempre de realidades penúltimas.
Creo que muchas de las personas (entre ellas, algunos
amigos míos) que dicen que no creen en Dios o que banalizan la dimensión
religiosa de los seres humanos por considerarla evanescente, en realidad se
oponen a una pobre y deformada idea de Dios que a menudo es el resultado de
experiencias negativas vividas en el ámbito familiar o educativo, pero no el
fruto de un encuentro personal con Jesucristo.
Creo que a lo largo de la historia ha habido muchas personas
(santos, profetas, filósofos, científicos, artistas, etc.) que nos han ayudado
a ver más allá de nuestra corta mirada, pero ninguno es comparable a Jesús de
Nazaret, en quien Dios ha querido revelar su Misterio escondido. Por eso, no
entiendo mi vida sin una referencia a él. No
tengo un plan B que lo sustituya en caso de fallido cumplimiento.
Creo que “a Dios nadie lo ha visto nunca” (Jn 1,18), pero doy mi asentimiento al Dios que Jesús reveló con su vida y su palabra. Creo que es origen y meta de toda la realidad, Padre-Madre (Abbá) más que juez, Luz más que oscuridad, Amor más que condena, Libertad más que obligación, Vida más que muerte, Alegría más que tristeza. Por eso, creer en él, desmayar mi vida en su Misterio, no me disminuye ni aliena lo más mínimo, sino que me permite disfrutar de la vida al máximo, sabiendo que él “es un Dios de vivos, no de muertos” (Mt 22,32).
Creo que la Iglesia es una comunidad
formada por hombres y mujeres pecadores que a menudo traicionan sus
convicciones, desfiguran el Evangelio y escandalizan a muchos con su incoherencia,
pero que está sostenida siempre por el Espíritu de Jesús. Por eso, a pesar de todos
los vaivenes históricos, nunca dejará de ser memoria viva del Resucitado en la
historia, signo e instrumento de un Reino que la desborda y empuja.
Creo que la historia humana es un largo camino marcado por
el sufrimiento de muchas personas en una cadena innumerable de injusticias,
corrupciones, guerras, abusos y violencia. Dentro de nosotros, de todos nosotros,
hay un Caín escondido que, en determinadas circunstancias, alza su mano contra
sus semejantes. Es verdad que “el ser humano es un lobo para el ser humano”
(Hobbes). Cada vez me convenzo más de esa realidad misteriosa que la dogmática
cristiana llama “pecado
original”. Pero creo, por encima de todo, que hemos sido creados para
ser hermanos unos de otros, cuidadores de la casa común, ciudadanos de un mundo
unido y diverso.
Creo que Jesús ha venido para dar sentido a la vida de todos
los seres humanos sin excepción, pero que ha querido expresamente comenzar por
los últimos, por aquellos que nosotros dejamos en los márgenes porque nos parecen materia desechable. Creo, por tanto, que la compasión hacia
los empobrecidos y excluidos, el
camino con ellos y la búsqueda de soluciones eficaces a su marginación es
una exigencia ineludible de la fe en él y su Evangelio, un signo de credibilidad.
Creo que la vida humana no sería la misma sin la belleza que
proporciona la amistad. Por eso, en un día como hoy, doy gracias a Dios por
todos mis amigos esparcidos por el mundo. Cada uno de ellos es un regalo
inmerecido, un “ángel” que me ayuda a descubrir la presencia amorosa de Dios en
la trama de la vida cotidiana.
Creo que la pandemia de coronavirus que padecemos desde hace
casi dos años no va a ser eterna y que, aunque tendemos a ser olvidadizos,
aprenderemos algunas lecciones que nos serán útiles para corregir defectos del
pasado y abrirnos a un futuro más sostenible, solidario y fraterno.
Creo que el mundo no se cambia a base de revoluciones sangrientas, de ideologías totalitarias, de consumismo exasperado o de discursos buenistas, aunque a corto y medio plazo parezca que estas acciones consiguen algunos resultados. La verdadera y durable transformación solo la produce el amor. Comienza por el propio corazón y va contagiando a todos hasta transformar también las estructuras que nos esclavizan.
Creo, en fin, que el Espíritu de Dios conduce la historia
humana suscitando lo mejor que hay en nosotros, abriéndonos a nuevas dimensiones,
concediéndonos carismas de progreso, alentándonos en nuestras dificultades, haciéndonos
vivir nuestra condición de hijos de Dios, seguidores de Jesús y miembros de la
comunidad de la Iglesia. Por eso, no pierdo la esperanza aunque a veces tenga
la impresión de que la historia es un garabato insignificante y terrible.
Me uno a tu acción de gracias por el don de la vida. Da igual los años que vayamos cumpliendo, lo importante es cómo los vivimos. Gracias por tu entrada de hoy que siempre nos da ánimo para seguir caminando. Un abrazo
ResponderEliminarFeliz cumple Gonzalo. Gracias , siempre gracias por acercarnos a reflexionar junto contigo. Dios nos ha hecho el regalo de tu vida con nosotros.
ResponderEliminarFelicidades, feliz día, que el Dios de la Vida te bendiga
ResponderEliminarMuchas felicidades, y muchas gracias por tu honda y preciosa reflexión.
ResponderEliminarFelicidades Gonzalo,
ResponderEliminarHago totalmente mío este credo particular y cercano que proclamas. Un abrazo y gracias por tu preciosa vida.