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jueves, 6 de enero de 2022

Jesús, patrimonio de la humanidad

Todos los años, cuando llega la solemnidad de la Epifanía, se reabre el debate sobre un acontecimiento que se mueve entre la historia y la fábula. Si ponemos el acento en los personajes de los magos de Oriente, enseguida se dispara la imaginación. Empezamos a hablar de tres sujetos (por su conexión con los tres dones bíblicos de oro, incienso y mirra a los que alude el texto de Mateo), de “reyes” (el texto habla de “magos”), les asignamos tres nombres (Melchor, Gaspar y Baltasar, conocidos a partir del siglo VI) y los vinculamos a tres edades de la vida (Melchor representa la ancianidad, Gaspar la madurez y Baltasar la juventud) y a los tres continentes conocidos en la antigüedad (Europa, Asia y África). Si luego añadimos la tradición tardía de traer regalos a los niños en la noche del 5 al 6 de enero, tenemos el cuadro completo. Es la cara popular de la fiesta, la que todo el mundo conoce y disfruta, la que esperamos cada año desde que somos niños.

Si, por el contrario, nos fijamos en el mensaje teológico que Mateo quiere comunicar a los lectores de su Evangelio, entonces el discurso toma otro cariz. Lo que se pretende transmitir es que Cristo no es un patrimonio del pueblo judío, sino un don de Dios para toda la humanidad. Su “epifanía” (manifestación) lo hace transparente a todos. En él, Dios se manifiesta a quienes lo buscan, aunque siga habiendo Herodes que, haciendo un uso torticero de las Escrituras, pretendan entorpecer el camino y quitar protagonismo al Niño de Belén para asegurar su propio poder de dominación.

Creo que para comprender mejor el mensaje de esta fiesta podemos conectar la pregunta que aparece en el relato de Mateo con la respuesta teológica que Pablo ofrece en su carta a la comunidad de Éfeso. Los magos de Oriente formulan una pregunta que podría ser la nuestra, la de quienes también hoy seguimos buscando a tientas el sentido de la vida: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo” (Mt 2,2). Cada uno de nosotros vemos algunas “estrellas” en el firmamento de nuestra vida, signos luminosos que nos hablan de la presencia de Dios en nuestro mundo. Quisiéramos descifrarlos para, llegado el caso, “adorar a Dios” con todo nuestro corazón. Lo que ocurre es que a veces confundimos las verdaderas estrellas con las de neón, las de algunos ídolos famosos (llamados también estrellas o superestrellas) que nos deslumbran un instante con su fama, pero que no logran iluminarnos de verdad. Se trata de estrellas fugaces.

El problema es que no siempre sabemos dónde está ese discreto “rey de los judíos”. Por eso, lo buscamos con el mismo interés que los magos de Oriente. Los pastores se dejaron guiar por los ángeles del cielo que los llevaron hasta el portal. Los “magos” (astrólogos, científicos, sabios) se dejaron guiar por la luz de una estrella. El mensaje es nítido: si queremos encontrar al “niño con su madre y José” (Lucas) o al “rey de los judíos” (Mateo) tenemos que dejarnos guiar por los “ángeles” y “estrellas” que Dios pone en el camino de nuestra vida. No podemos fiarnos solo de nuestra intuición o de nuestra inteligencia. No podemos caminar solos. Es más, nosotros mismos podemos convertirnos, a veces sin saberlo, en “ángeles” y “estrellas” para otros. La fiesta de la Epifanía tiene un evidente significado misionero. Somos un pálido reflejo de la Estrella que es Cristo mismo. Puede que en ocasiones tengamos la impresión de que desaparece y nos deja en la oscuridad, pero siempre vuelve para llenarnos de alegría y esperanza.

A la pregunta de dónde está el “rey de los judíos”, el Hijo de Dios hecho carne, Pablo ofrece una respuesta que nos llega limpia hasta hoy: “Ya que se me dio a conocer por revelación el misterio, que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo, y partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio” (Ef 3,5-6). Todos los seres humanos, judíos o gentiles, somos miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa de Jesucristo. 

En palabras de hoy, Jesucristo es “patrimonio de la humanidad”. Él ha venido a revelar el Misterio de Dios a quienes lo buscábamos a tientas a través de la ciencia, el arte o la solidaridad. En él, todo ser humano (independientemente de su raza, religión o cultura) puede encontrarse con el Dios vivo y verdadero. Jesús no es uno más de los líderes religiosos que han acompañado a la humanidad en su búsqueda. No es un Confucio, un Buda, un Sócrates o un Mahoma. Es la “revelación plena” del Dios que da sentido a todas las búsquedas de la humanidad. Esta es una afirmación muy provocativa en el contexto pluralista actual en el que tendemos a nivelar todo. Por eso, la fiesta de la Epifanía es, al mismo tiempo, una denuncia de nuestros fáciles sincretismos, y un anuncio de que en Jesús la luz de Dios se ha manifestado a todos los seres humanos sin distinción.

Si luego queremos asociar a esta gran fiesta de la Iglesia la tradición popular de organizar cabalgatas y entregarnos regalos unos a otros, no hay problema, pero no es bueno que la tradición opaque la revelación.

Feliz fiesta de la Epifanía a todos los lectores del Rincón de Gundisalvus, especialmente a los más pequeños.


1 comentario:

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