Páginas web y blogs

jueves, 31 de octubre de 2024

In memoriam


Los medios de comunicación se han volcado para informar sobre las desastrosas consecuencias de la DANA que ha afectado al sureste y al suroeste de España. Ayer iba creciendo cada poco tiempo el número de víctimas. Hoy se habla ya de alrededor de 100, pero se teme que muchos de los desaparecidos acaben engrosando esa cifra. La ola de solidaridad recorre todo el país. Es lo que ahora se necesita. Luego, cuando las aguas (en todos los sentidos) se calmen, habrá que extraer algunas lecciones para minimizar los daños de futuros -y más que previsibles- aluviones. 

En estos días prima la dimensión humana sobre la técnica, la económica y la política. No me imagino lo que puede sentir una persona cuando se ve arrastrada por las aguas o cuando ve morir a sus seres queridos sin poder hacer nada para rescatarlos. Deben de ser experiencias tan duras que sin duda dejarán cicatrices para toda la vida. La empatía y la oración son las dos acciones que pueden acompañar con respeto estas experiencias únicas.


Me imagino que muchas personas se habrán preguntado “cómo Dios permite estas cosas”, aunque creo que hemos purificado mucho nuestra imagen de Dios como para no hacerlo responsable de los desastres naturales y, mucho menos, de los males causados por los seres humanos. Con todo, nunca nos libramos del enigma del mal. 

El creyente no se abandona a especulaciones, siempre raquíticas, sino que pone su vidas en manos de Dios, consciente de que Él asume nuestro sufrimiento y le da un sentido que a nosotros se nos escapa por completo. De esta confianza radical en Dios brota la creatividad y el esfuerzo para hacer todo aquello que esté en nuestra mano.

miércoles, 30 de octubre de 2024

Pasaba por ahí


Lo que está sucediendo en la Comunidad Valenciana me deja sin palabras. En el momento de escribir esta entrada, se cuentan ya más de 70 muertos producidos por la fortísima DANA que está golpeando la zona. Las imágenes que ofrecen las televisiones son sobrecogedoras. Se suele decir que el fuego se puede combatir con agua, pero ¿cómo se combate una tromba de agua que arrasa todo lo que encuentra a su paso? También en Madrid hemos vivido una noche de lluvia y viento, pero sin consecuencias graves. 

Pienso en los miles de personas que se han visto afectadas, directa o indirectamente, por esta catástrofe, sobre todo en los que han perdido la vida y en sus familiares y amigos. Es verdad que los servicios públicos y los ciudadanos de a pie están reaccionando con determinación para ayudar a los damnificados, pero siempre queda la duda de si no se podrían haber evitado muchos daños teniendo en cuenta que las previsiones eran muy alarmantes. Mi paseo matutino a la capellanía de las concepcionistas ha estado acompañado por estos pensamientos. Es como si esta fuera la gota que colma un vaso rebosante de mal. Hace mucho tiempo que no oigo la radio y cada vez veo menos la televisión, pero eso no elimina ni modifica la realidad. A lo más, mitiga un poco el impacto negativo que produce en mí.


Por si no fuera suficiente, desde hace semanas veo a todas horas a un inmigrante de Ghana que se pasa la mayor parte del día bajo el alero de una sucursal bancaria, sin hablar, sin mendigar, como escondido en una burbuja de soledad. Le hemos preguntado si necesita algo. Ha rehusado toda ayuda. Los servicios del SAMUR social han intentado llevarlo a algún albergue, pero tampoco ha querido. No sé cómo consigue los alimentos necesarios para subsistir ni tampoco dónde se asea. Es como una fantasma enfundado en una sudadera con capucha y, en los últimos días, protegidos por un anorak viejo y sucio. Me temo que padezca alguna enfermedad mental. 

¿Qué se puede hacer cuando alguien necesitado rechaza toda ayuda? ¿Qué pensamientos habitan en su cabeza? Aunque su lengua es el inglés, chapurrea un poco el español. No sabemos cómo ha venido a parar a nuestra calle y cómo consigue sobrevivir cada día. Para mí es el símbolo de las muchas personas que vagan por la vida sin rumbo. No es fácil saber cómo proceder, qué es lo que más puede ayudarle. Confieso que me moritfica esta barrera de silencio.


Escribir acerca de los demás cuando uno disfruta de salud y comodidad es casi una provocación. Sería mejor guardar un respetuoso silencio, pero, por otra parte, hay silencios que se parecen mucho a la indiferencia. Es verdad que no estamos en condiciones de resolver los muchos problemas que nos acucian, pero por lo menos podemos acercarnos a quien tenemos al lado. Si cada uno de nosotros tuviéramos cada día un pequeño gesto de amor, contribuiríamos a desintoxicar el clima social de indiferencia y odio. 

¿De qué nos sirve hacer inmensos progresos tecnológicos si cada vez nos volvemos más inhumanos, si somos incapaces de atender a las necesidades de muchas personas? No me extraña que Geoffrey Hinton, premio Nobel de Física en 2024 junto con David Hopfield, se haya arrepentido de la creación de la Inteligencia Artificial por los enormes peligros que supone para la humanidad. Esperemos que, como ha sucedido en otras épocas históricas con amenazas de distinto tipo, haya una reacción humanizadora. A veces, tenemos que ver las orejas al lobo para salir de nuestro conformismo y comodidad.

martes, 29 de octubre de 2024

Un cierto cosquilleo


Fue el sábado 26, pero lo cuento hoy. A las seis de la tarde, antes del cambio de hora invernal, en la parroquia san Antonio María Claret de Madrid, dos jóvenes vietnamitas (Antonio y Francis) emitían su profesión perpetua como misioneros claretianos. Es verdad que hoy no se prodigan estas celebraciones, pero, a primera vista, tampoco parece una cosa del otro mundo. Son miles los hombres y mujeres que se consagran al Señor cada año en las distintas órdenes y congregaciones. Sin embargo, confieso que en esta ocasión me emocioné. 

Pensaba en las familias de Antonio y Francis, a casi once mil kilómetros de distancia. Pensaba en su largo itinerario formativo: catorce años vividos en Vietnam, Filipinas y España. Pensaba en sus enormes esfuerzos para aprender el español e inculturarse en una realidad muy distinta a la suya. Pensaba, en fin, en el significado de la fórmula de profesión: “Hago voto a Dios de castidad, pobreza y obediencia para siempre”. ¿No habíamos dicho que vivimos en un mundo VICA (volátil, incierto, complejo y ambiguo) y que, por tanto, es casi imposible tomar opciones de por vida? ¿Quién se atreve a comprometerse “para siempre” con la que está cayendo? ¡Hasta los novios más enamorados tiemblan cuando tienen que hacer sus promesas matrimoniales!


Fórmulas de este tipo –“para siempre”, “en la salud y en la enfermedad”– solo tienen sentido cuando se pronuncian coram Deo (ante Dios), porque solo Él puede asegurar una fidelidad que vaya más allá de nuestros altibajos anímicos o de nuestros cambios de opinión. Los compromisos “para siempre” nos hablan de Dios. Son lucecitas que se encienden en la noche de nuestra fragilidad. No hay ser humano que pueda prometer nada “para siempre” si no se sitúa en el horizonte de Dios. 

La fidelidad emparenta con la verdad. Y la verdad –en tiempos dramáticos en los que la posverdad y la mentira campan a sus anchas– solo es Dios. Ya sé que estas afirmaciones suenan demasiado asertivas en un contexto en el que es más elegante dudar que creer, probar que prometer y ser elástico que ser coherente. Pero no hay más remedio que hacerlas con temor y temblor. 


No había muchos jóvenes en la ceremonia, pero me llamó la atención la presencia de algunos (la mayoría trabajadores) pertenecientes a la comunidad vietnamita de Madrid. Se ve que hay mucha solidaridad entre ellos. Debieron de sentirse emocionados cuando Francis, después de la comunión, dijo (mejor sería decir “cantó”) unas palabras en vietnamita. Al fin y al cabo, la verdadera patria es la lengua. Cuando usamos nuestra lengua materna, siempre estamos en casa. Estos jóvenes vietnamitas eran como los embajadores de un país, de una Iglesia, de una familia. Antonio y Francis se sintieron arropados no solo por todos nosotros (sus hermanos claretianos), sino también por quienes representan sus raíces. Pasado, presente y futuro se dieron la mano en una celebración serena, hermosa y sentida. 

Si yo hubiera tenido 18 o 20 años me hubiera cuestionado qué es lo que impulsa a dos jóvenes a consagrarse al Señor “para siempre”. Y, a lo mejor, hubiera sentido el cosquilleo de la vocación misionera, aunque estuviera estudiando Ingeniería Aeronáutica, Derecho, Económicas, o incluso Veterinaria. No tengo ya esa edad, pero un cierto cosquilleo lo sentí. Por cierto, en la comunión cantamos la canción que sigue. 



domingo, 27 de octubre de 2024

De obstáculos a mediadores


Mientras escribo esta entrada se está celebrando la misa conclusiva del Sínodo de los Obispos. Me ha impresionado el brillo que despide el baldaquino de Bernini recién restaurado. Siglos de polvo y suciedad habían cubierto el color original del bronce dorado. Ahora parece un baldaquino nuevo, como recién construido. Algo semejante se espera del Sínodo, pero a medio y largo plazo.  Lo que no cabe esperar es una nueva exhortación apostólica, como ha sucedido en los sínodos anteriores. 

Todo esto coincide con la celebración del XXX Domingo del Tiempo Ordinario. El evangelio narra la recuperación de la vista del ciego Bartimeo. A primera vista, es un mero relato de curación, pero en realidad describe un itinerario de conversión que va “del borde al centro del camino”. Hace años que disfruto con la articulación catequética que Marcos ha hecho de este milagro. 

Todo sucede a las afueras de Jericó, en el empinado camino que asciende a Jerusalén por el que viajan peregrinos que van a celebrar la Pascua en la ciudad santa. Bartimeo, junto con otros muchos lisiados y menesterosos, pide limosna a los viandantes. Es un mendigo ciego, un símbolo de todas las personas necesitadas, especialmente de aquellas que no ven el sentido de sus vidas. Lo que hoy me llama la atención no es el grito de Bartimeo cuando se entera de que pasa Jesús – “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí” –, sino la actitud de quienes estaban presentes: “Muchos lo regañaban para que se callara”. En ese “muchos” veo a los hombres y mujeres de Iglesia que también hoy ponemos trabas a quienes quieren acercarse a Jesús desde situaciones de marginación, lejanía o irregularidad. 


Es verdad que el centro del relato es la doble curación del ciego Bartimeo (de la ceguera y de la marginación social), pero no está mal fijarse en lo que sucede con quienes rodean a Jesús: discípulos y admiradores. También ellos experimentan un cambio. De ser “obstáculos” que impiden el acercamiento de los menesterosos a Jesús a ser  “mediadores” queridos por el Maestro. Jesús podría haberse acercado directamente al ciego que lo increpaba. Sin embargo, quiere hacerlo a través de aquellos que “lo regañaban para que se callara”. A esos mismos Jesús les encarga que lo llamen, que hagan de mediadores. 

Transformados por la palabra de Jesús, cambian su actitud de rechazo en una actitud de acogida y estímulo: “¡Ánimo, levántate, que te llama!”. Solo entonces, animado por los discípulos de Jesús, el ciego “soltó el manto” (abandonó su vida anterior) y “se acercó a Jesús” (se abrió a una vida nueva). El encuentro con Jesús es la respuesta al deseo más profundo del ciego: “Que pueda ver”. El milagro lo obra la fe del ciego mendicante. Su marginación era enorme, pero su fe era aún mayor. Jesús nunca deja desatendida la petición de quienes creen en él. A diferencia de los discípulos, él se conmueve ante los gritos de las personas, de la humanidad entera. El corazón de Jesús es siempre compasivo, como explica con claridad el papa Francisco en la nueva encíclica Dilexit nos.


Pero volvamos a los discípulos; es decir, a nosotros. También ellos son curados de su ceguera, de su tentación de interponerse entre Jesús y las necesidades de las personas. Esta es una tentación recurrente de los sacerdotes, religiosos y de los laicos que tienen responsabilidades en la Iglesia. A veces nos sentimos como lugartenientes de Jesús y casi “dueños” de su Evangelio. Ponemos trabas a quienes se quieren acercar a él saltándose las barreras dogmáticas y canónicas. Ponemos más el acento en las normas que en los gritos, en las tradiciones que en las necesidades. Pero Jesús no se olvida de nosotros. A pesar de nuestra actitud arrogante y discriminatoria, él nos confía la tarea de seguir llamando y acogiendo. 

Es hermoso acompañar ante Jesús a quienes se sienten ciegos, marginados, a quienes buscan un sentido a la vida, a quienes quieren acercarse a la comunidad de la Iglesia tras años de alejamiento. Es hermoso poder convertirnos en discípulos que dicen: “¡Ánimo, levántate, que te llama!”. Es hermoso caminar juntos por el camino. Ese “caminar juntos” (discípulos de primera y de última hora) es un símbolo precioso de la Iglesia sinodal que tanto queremos vivir en este tiempo. Algo parecido está diciendo el papa Francisco en su homilía. A él le gusta siempre acentuar que solo la Iglesia que camina con Jesús –no la Iglesia estática e introvertida– tendrá futuro.



sábado, 26 de octubre de 2024

Donde nos lleve el corazón


A esta primera hora de la mañana el termómetro marca siete grados. Mientras el clima político se caldea de día en día, el otoño se va enfriando. La próxima madrugada atrasaremos una hora los relojes. Entramos de lleno en la estación melancólica. Cada vez hay más hojas amarillentas y rojizas por el suelo. Es probable que también nos visite de nuevo la lluvia en las próximas horas. Uno podría abandonarse a pensamientos pesimistas, pero es mejor dedicar la tranquilidad del fin de semana a leer con calma la última encíclica del papa Francisco, que lleva por título Dilexit nos y que fue publicada el pasado día 24, fiesta de san Antonio María Claret. 

Por si el título latino no fuera muy claro, el Papa explica que su carta trata “sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo”. No he tenido aún tiempo de leerla a cabalidad, así que aprovecharé algunos momentos del fin de semana. Para despejar las dudas de quienes creen que este es un tema obsoleto, el papa Francisco escribe al comienzo de su carta que “cuando nos asalta la tentación de navegar por la superficie, de vivir corriendo sin saber finalmente para qué, de convertirnos en consumistas insaciables y esclavizados por los engranajes de un mercado al cual no le interesa el sentido de nuestra existencia, necesitamos recuperar la importancia del corazón”.


Las últimas palabras me recuerdan dos novelas que me han marcado en los últimos años. La primera es de mi coetánea Susanna Tamaro, una escritora italiana con la que sintonizo mucho. En 1994 publicó su conocida novela Va’ dove ti porta il cuore (Donde el corazón te lleve). A la segunda, más larga y polémica, me referí no hace mucho en este blog. Se titula Salvo mi corazón, todo está bien, del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince. En ambos casos aparece la denostada palabra “corazón” en el título. No son los únicos. 

Hay otras muchas obras contemporáneas que aluden al mismo símbolo: La música del corazón (Rosa Huertas), Corazón roto (Colleen Hoover), La ataraxia del corazón (Sara Búho), La cara norte del corazón (Dolores Redondo), La sabiduría del corazón (Alfred Sonnenfeld), Corazón en fuera de juego (Nira Strauss), Escucha a tu corazón (Kasie West), La ley del corazón (Amy Harmon), Corazón de piedra (Lucía G. Sobrado), Corazón de tinta (Cornelia Funke), El club de los corazones solitarios (Elisabeth Eulberg), Mi corazón en una caja de zapatos (Sonia Mirón), El corazón de Júpiter (Ledicia Costas), Mi corazón en los días grises (Jasmine Warga). Y así una larga lista. Me llama la atención el hecho de que la mayoría de estos libros “corazonistas” hayan sido escritos por mujeres. No sé si ellas siguen poniendo amor y cuidado donde los varones ponemos cálculo y programación. No quisiera dejarme llevar por los estereotipos.


Durante las últimas semanas han sucedido muchas cosas sobre las que me hubiera gustado haber escrito algo en este blog, pero los días no tienen más de 24 horas. Hace años los estiraba un poco, pero ahora prefiero mantener el equilibrio. Es más importante vivir que escribir. No quiero convertir la escritura en una especie de selfie literario que sustituye la realidad por las palabras. La renuencia a escribir está también justificada por el escaso hábito de lectura. Seamos sinceros. ¿Quién se lee hoy 800 palabras cuando la mayoría de nuestros mensajes en las redes sociales no pasan de 20 o 30? 

Creo que muchos de nosotros padecemos una suerte de pereza literaria que nos impide adentrarnos en textos largos. Aceptamos -y no siempre de buen grado- los que nos entretienen, pero rechazamos como por instinto los que nos cuestionan o nos hacen pensar. Habrá que combinar los mensajes breves (a modo de dardos verbales) con reflexiones algo más extensas, procurando agarrar al lector por la solapa desde las primeras palabras. 

Pertenezco a una generación acostumbrada a leer y escribir. Es difícil que a estas alturas renuncie a este patrimonio. Mi incursión en el mundo digital es puramente instrumental. Mi forma mentis (y supongo que también mi forma cordis) es deudora de otros presupuestos. Pero aquí estamos, dispuestos a seguir navegando “donde nos lleve el corazón”.

miércoles, 23 de octubre de 2024

Los necesarios testigos


Tenía 96 años. Llevaba un mes en el hospital. Ayer falleció el teólogo dominico Gustavo Gutiérrez en Lima, la misma ciudad peruana en la que nació el 8 de junio de 1928. Es probable que a muchos lectores de este Rincón no les suene este nombre. Sin embargo, quienes están familiarizados con la teología saben que es considerado como uno de los padres de la teología de la liberación. Leí varias de sus obras cuando era estudiante de teología (en los años 70) y profesor (en los años 80). Hacía tiempo que no sabía nada de él. Muchas de las polémicas que se suscitaron en aquellos años han perdido virulencia, aunque no actualidad. El papa Francisco ha incorporado a su magisterio algunos postulados que entonces sonaban muy rompedores. 

Siempre admiré a este sacerdote teólogo que, ya mayor, en 2001, entró en la Orden de Predicadores. Su famosa “opción por los pobres” no era el resultado de una hermenéutica marxista -como denunciaban algunos de sus críticos- sino una aplicación del Evangelio a las sangrantes situaciones de injusticia que percibía en su país y en todo el continente americano. Como ha pasado en tantas otras ocasiones, tras las críticas y procesos a los que fue sometido, le llovieron los reconocimientos, incluso de otras iglesias cristianas y de instituciones civiles. Estoy convencido de que muchos de los que censuraban su teología nunca habían leído un libro suyo.


¿Qué queda, en este primer cuarto del siglo XXI, de aquella manera “ortopráctica” de pensar la fe en los años 60-80 del siglo pasado? Me parece que la aportación fundamental, siempre vigente, es contemplar la realidad en la que vivimos “desde abajo” (desde la perspectiva de quienes más sufren las consecuencias de un mundo injusto), “desde las periferias” (desde aquellas situaciones que no están en el centro donde se toman las decisiones) y “desde cerca” (desde la proximidad cordial a las personas necesitadas). Otros aspectos más coyunturales -y quizá más controvertidos- han ido perdiendo fuerza. Solo el paso del tiempo nos permite calibrar el significado y alcance de una obra teológica. 

Muchas de las aportaciones de Gustavo Gutiérrez y otros compañeros de camino, una vez cribadas, han entrado en el ancho cauce de la conciencia eclesial contemporánea. Nunca agradeceremos lo suficiente el esfuerzo intelectual de todas aquellas personas que, venciendo las rutinas y los miedos, se atreven a pensar la fe de un modo nuevo, en respuesta a las necesidades de cada tiempo. Casi siempre son muy criticadas en sus comienzos. Con el paso del tiempo, son reconocidas como maestros y maestras. Este es el caso de Henri de Lubac, Yves Congar y creo que también de Gustavo Gutiérrez. Descanse en paz este venerable sacerdote, dominico y pensador.


Escribo esta entrada en vísperas de la fiesta de san Antonio María Claret, de cuya muerte en Fontfroide (Francia) se cumplirán mañana 154 años. Desde hace días, todos los miembros de la extensa Familia Claretiana nos estamos preparando para recordar, un año más, a nuestro fundador y padre carismático. Creo que, en general, somos bastante discretos a la hora de hablar de él. La discreción fue también una de las notas de su carácter. Quiso hacer el bien sin hacerse notar demasiado. Y, desde luego, sin ponerse en el centro. 

Me siento atraído por las personas que no quieren ser famosas, que no se mueven en la vida a golpe de ambiciones, que se preocupan de vivir, no tanto de destacar. Paradójicamente, quien vive de verdad es quien acaba teniendo una influencia más decisiva que los influencers que buscan a toda costa crear opinión y señalar pautas. A ver si saco tiempo mañana para decir algo de una persona a la que, con el paso de los años, valoro y admiro cada vez más.

martes, 22 de octubre de 2024

Otra Iglesia es posible


Sin saludos ni avisos o moniciones, a las 7 de la tarde comenzó a sonar una música suave frente a las puertas laterales por las que se accede normalmente a la catedral de la Almudena de Madrid. Cuatro músicos tocaban con sus instrumentos de cuerda. Y luego, como una catarata impetuosa, fueron llegando las frases de diez víctimas de abusos sexuales perpetrados por sacerdotes y religiosos de la Iglesia. En el micrófono se alternaban hombres y mujeres que prestaron sus voces a las víctimas. Eran apenas unas frases, pero su impacto se dejaba notar: “Desde que ocurrió, hace más de 40 años, no tengo miedo a la muerte, sino a la vida”; “No tengan miedo de las víctimas. La mayoría no vamos buscando mediatizar nuestro caso o ver de qué manera le podemos sacar un pellizco económico a la Iglesia. Solo necesitamos una acogida (…). Hemos sido traicionados por la Iglesia”.

Yo veía y escuchaba todo desde el lateral derecho, de pie, con los oídos bien abiertos. Cada testimonio era como un mazazo en la conciencia: “Eres víctima y, a la vez, te consideras cómplice, y te das asco a ti misma”; “No tengan miedo de las víctimas. La mayoría no vamos buscando mediatizar nuestro caso o ver de qué manera le podemos sacar un pellizco económico a la Iglesia. Solo necesitamos una acogida (…). Hemos sido traicionados por la Iglesia”; “No abusó solo una persona de mí, abusa una comunidad entera que lo permite; “La culpa de que haya ‘malos’ en la Iglesia es que haya buenos que no denuncian a los malos. Lo que hace daño a la Iglesia no es la denuncia, sino lo que pasa en ella”. No hubo comentarios ni homilías. Solo acogida respetuosa.


Tras la lectura de los testimonios, entramos en silencio en la catedral. Vino luego un salmo de imprecación y una versión polifónica del De profundis interpretada por un coro de jóvenes. Después, el arzobispo José Cobo, solo, sin ningún ornamento litúrgico, de pie junto a la sede, leyó su alocución en un acto sobrio de petición de perdón a las víctimas de los abusos y de compromiso con su proceso de sanación y reparación. La catedral estaba llena. Había algunos obispos (pocos) y numerosos sacerdotes, religiosos y laicos. 

Todo terminó con la recitación conjunta del Padrenuestro y la plantación de un olivo junto a la rampa que conduce a la catedral. Sus perennes hojas verdes mantendrán viva la memoria de las heridas infligidas y alentarán el compromiso de la Iglesia con las víctimas. Una pequeña placa recordará el verdadero significado de ese olivo plantado junto a la calle Bailén.


Me volví a casa solo, caminando por entre los viandantes y turistas que inundaban las inmediaciones del Palacio Real y de la Plaza de España. Me costaba poner nombre a mis sentimientos. ¿Es oportuno y eficaz un acto como este? ¿Responde a una necesidad real o es un lavado de cara? ¿Qué consecuencias prácticas puede tener? Me confortaba saber que para algunas víctimas supuso un poco de consuelo. Sintieron que la Iglesia es más madre que madrastra, lo que no es poco en medio de la tormenta.

Cuando cruzaba por delante del patio de la Armería me asomé por uno de sus arcos. En medio de la oscuridad de la noche, todavía se vislumbraba un sol que declinaba por occidente. Me pareció que su luz anaranjada era un símbolo de esperanza en medio de la negrura de la piedra.


Sobre la percepción que muchas personas tienen de la Iglesia (no solo las víctimas de los abusos) ha hecho mi amigo Heriberto García un vídeo que os pongo al final de la entrada de hoy. Es una invitación a soñar que otra Iglesia es posible cuando nos tomamos en serio las palabras de Jesús. Frente a los abusos de todo tipo, el carrerismo y la distancia de la vida real, podemos trabajar por una Iglesia cercana, que vive a pie de calle y que transparenta la misericordia de Jesús. Nunca es demasiado tarde



domingo, 20 de octubre de 2024

Vosotros, nada de eso


La semana pasada ha estado tan llena de viajes y acontecimientos de diverso tipo que no he encontrado el sosiego suficiente para volver a este Rincón. Lo hago hoy, en la tranquilidad de un domingo de otoño por la mañana. Atrás quedan el regreso de Gerona, la visita fugaz al Centro Fragua donde se está celebrando la octava fragua en inglés, una entrañable celebración en Candeleda, a los pies de la sierra de Gredos, y numerosos encuentros y conversaciones que me permiten pulsar la vida en sus infinitas variaciones. 

El mensaje del XXIX Domingo del Tiempo Ordinario me resulta muy familiar porque solemos empezar los cursos de liderazgo discerniente con el texto de Marcos (u otras versiones sinópticas) que nos propone el Evangelio de este domingo. Tras haber ojeado los periódicos de hoy, plagados de noticias que hablan de lucha de poderes, resulta chocante leer las palabras de Jesús: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen”. Jesús da por supuesto que, en la mayoría de los casos, el poder se ejerce como dominación. Esto no solo se da en los regímenes autoritarios o dictatoriales, sino también en los llamados democráticos.

Tiranía y opresión son dos términos que parecen de otros tiempos, pero siguen vigentes en nuestras sociedades modernas, por más que se revistan de eufemismos como bien común, digitalización, etc. Hoy somos controlados -y en muchos casos tiranizados- de una manera más amplia, aunque mucho más sutil, que en el pasado. El margen de libertad individual cada vez se restringe más. Caminamos hacia sociedades hipervigiladas y manipuladas.


¿Qué pide Jesús a sus seguidores? En primer lugar, no plegarnos a esta lógica del dominio: “Vosotros, nada de eso”. No es posible que en una comunidad de hijos e hijas de Dios nos tratemos unos a otros como piezas de un algoritmo, pasando por encima de la dignidad inviolable de cada ser humano. Pero Jesús no se limita a proponernos una rebeldía colectiva contra toda opresión. Nos propone un paso más: “El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”. Quienes ostentan el poder (y, a veces, lo detentan) nunca van a aceptar esta lógica, por más que a menudo usen el lenguaje del servicio. Casi todos los políticos y dirigentes sociales prometen sus cargos diciendo que van a servir a los ciudadanos, pero luego se las arreglan para buscar su lucro personal. 

Servir es mucho más que hacer un favor a alguien o practicar de vez en cuando algún gesto de altruismo. Servir es adoptar una actitud vital como la de Jesús, que “no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Dar la vida significa estar dispuesto a morir cada día a los propios intereses para que los demás puedan crecer y vivir mejor. No significa plegarnos a los caprichos o arbitrariedades de los demás, sino preguntarnos siempre: ¿Qué están necesitando quienes viven cerca o lejos de mí? ¿Qué puedo hacer yo para ayudarles?


En la carta a los hebreos (segunda lectura) se señala que Jesús se compadeció de nuestras debilidades porque las experimentó en carne propia. Solo puede servir quien se pone al nivel de quien está necesitado, no quien le ayuda desde una actitud de superioridad y suficiencia. Esto es precisamente lo que celebramos cada año en la Jornada del Domund. El lema de este año es: “Id e invitad a todos al banquete”. Me vino a la cabeza cuando ayer compartí la comida y la fiesta con más de cien personas con motivo de un acontecimiento familiar. Me imaginaba que el sueño de Jesús -el sueño del Reino- es como un gran banquete en el que nadie está excluido. Los que tienen más se convierten en camareros que sirven con amor a los menesterosos. 

Esa potente imagen nos da una idea de cuál es la alternativa cristiana frente a un mundo dividido entre pobres y ricos, dominadores y dominados, fuertes y débiles. Jesús ha dado su vida para que este sueño sea realidad, no por la vía de una revolución violenta (como han defendido muchos ideólogos a lo largo de la historia), sino por la vía del servicio y la entrega hasta la muerte. 

Esto lo han entendido muy bien los misioneros que, dejando su patria, han decidido entregarse al anuncio del Evangelio entre lo más pobres de todo el mundo. Por eso, en este día del Domund, agradecemos su testimonio,  recogemos el testigo que nos lanzan, oramos por ellos y los ayudamos en sus necesidades.

En enero se cumplirán veinte años del viaje que hice a Indonesia con el misionero claretiano Juan Ángel Artiles cuyo testimonio se presenta en el siguiente vídeo. 



martes, 15 de octubre de 2024

A bordo del tren


Escribo a bordo del tren que me lleva de Girona a Madrid. Son tres horas y media de viaje. Antes de mi visita a esta hermosa ciudad cercana a la frontera francesa, pasé un día en Toledo. Encuentro algunos paralelismos entre la población catalana y la capital castellanomanchega. En ambas ciudades hubo importantes comunidades cristianas, judías y musulmanas que, en algunos momentos de la historia, supieron convivir en armonía. Quedan numerosos recuerdos de esas épocas. 

El casco histórico de Girona es un dédalo de pintorescas callejuelas que atrapan al visitante. Una vez más, subí y bajé la empinada y larga escalinata que conduce a la entrada principal de la catedral. Y, una vez más, leí la placa que figura en la Casa Pastors en la que se recuerda que, en abril de 1850, san Antonio María Claret predicó una misión popular desde el balcón de esa casa, dado que el gentío no cabía en la catedral. ¡Qué tiempos! Hoy sería impensable algo semejante.


Apenas subido al tren, me llega la noticia de que un familiar mío muy querido ha sido ingresado en el hospital en situación muy grave. De nuevo, la enfermedad llama a las puertas. Frente a su gravedad, se me antojan pueriles los razonamientos que una señora melillense hace para justificar que la butaca 3A le pertenece a ella. Un joven ejecutivo catalán le dice, de manera muy educada, que también él tiene ese billete, que ha debido de haber alguna confusión. La señora, en vez de comprobar el suyo, se empecina en decir que esa es su butaca y que no piensa retirarse. El joven, sin perder las formas, insiste en que lo mejor es mirar el billete. 

Al final, se descubre que el asiento de la señora era el 2A, justo enfrente de mí. Todos contentos. Evito su mirada porque me gustaría lanzarle un reproche inmisericorde. Es un ejemplo de lo que a menudo sucede en la vida ordinaria. Nos empeñamos en defender posturas sin mirar y escuchar la realidad, víctimas de prejuicios, temores y malentendidos. Pasemos página. El tren ya alcanza los 300 kilómetros por hora. Me gusta la campiña catalana reverdecida por las lluvias del otoño y salpicada de antiguas masías que ponen un toque ocre en la masa verdinegra de los pinos.


Las noticias sobre la corrupción política, la escalada bélica en Oriente medio y las mentiras de algunos líderes me confirman que la naturaleza humana, con o sin Covid, con o sin Inteligencia Artificial, con o sin cambio climático, está infectada con el virus de la desintegración. Cada vez me parece más atada a la realidad, y por lo tanto más creíble, la doctrina católica del pecado original. Y cada vez desconfío más del buenismo contemporáneo que nos empuja a ser felices individualmente escondiendo bajo la alfombra el drama del mundo. Si yo estoy bien, ya no me siento obligado a preguntarme por qué muchos otros están mal. 

Los cristianos no hablamos de felicidad, sino de salvación, lo cual implica que tenemos que ser rescatados por pura gracia de una situación de esclavitud y alienación. Sin hacernos cargo del peso del pecado, no podemos entender en profundidad lo que nos pasa. Reducimos todo a explicaciones políticas, económicas o psicológicas. Aunque parezca extraño, estamos en condiciones óptimas para un renovado anuncio del Evangelio de la gracia. No nos salvamos inventando nuevos dispositivos electrónicos o logrando acuerdos económicos, sino abriéndonos a la gracia de Jesucristo. Damos demasiadas vueltas para llegar siempre al mismo puerto.

 

 

 

martes, 8 de octubre de 2024

Ya no hablamos


Llevo diez días sin aparecer por aquí. No he encontrado tiempo para compartir algo de lo que voy viviendo. Parece que hoy el ritmo se ha lentificado un poco, antes de que mañana vuelva a acelerarse. Aprovecho para teclear una entrada rápida. En mi repaso diario de la prensa digital he leído un artículo que confirma algo que vengo observando desde hace años: está emergiendo la generación muda. Los jóvenes ya no llaman por teléfono ni quieren ser llamados. Parece una paradoja, si tenemos en cuenta que es una generación pegada al móvil como aquel hombre de Quevedo (o sea, Góngora) que estaba pegado a una nariz. ¿Quién no aprendió de memoria aquel soneto que comenzaba así: “Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz superlativa, / érase una alquitara medio viva, / érase un peje espada mal barbado”

El móvil de un joven sirve para casi todo, excepto para hablar. Leo en el mismo artículo que el 81 % de los millennials confiesa sentir ansiedad antes de hacer una llamada. Para evitar el conflicto ni siquiera llegan a marcar el número. Algunos padecen un miedo intenso a hacer o recibir llamadas, como si se les hiciera cuesta arriba la comunicación con otra persona en tiempo real.


Creo que no es solo asunto de la generación joven. También los adultos estamos perdiendo el arte de la conversación y los tiempos y espacios para cultivarlo. Es como si todos nos estuviéramos volviendo un poco ogros sociales. Hemos aprendido a sustituir las conversaciones largas y distendidas por rápidos y a menudo insustanciales mensajes escritos. O por audios breves que sustituyen a las antiguas llamadas. Decimos que lo hacemos para no invadir el espacio de la otra persona, para ahorrar tiempo y para ir al grano. 

Son las excusas que nos damos a nosotros mismos y a los demás para no confesar que nos da miedo -o, por lo menos, pereza- relacionarnos con los demás, compartir sus alegrías o penas y asumir el coste emocional que eso produce. De aquí a la incomunicación total hay pocos pasos. La “generación muda”, emocionalmente analfabeta y lingüísticamente limitada, ya ha enseñado el hocico. ¿Es esto el preludio de una deshumanización irreversible?


Si “hablando se entiende la gente”, se colige que no hablando se distancia y se malinterpreta. Lo vemos en el ámbito social y me temo que también en el familiar y comunitario. Cada vez absorbemos más tiempo para nosotros hurtándolo al tiempo dedicado a los demás. Luego nos quejamos de una mala salud mental o buscamos aliviaderos en el consumo digital y otras adicciones más o menos permitidas. 

Soy un partidario confeso de las conversaciones, tanto presenciales como, si es necesario, telefónicas. Solo conversando nos encontramos de verdad, disipamos dudas, fortalecemos las relaciones y nos apoyamos mutuamente en la dura lucha de la vida diaria. Una de dos: o nos volvemos mudos de verdad o abandonamos la dependencia de los dispositivos digitales y empezamos a usarlos solo como instrumentos y no como ídolos que exigen nuestra completa rendición. Por cierto, si puedes rezar con un libro, no lo hagas con un teléfono móvil. Pregunta a los que saben de estas cosas.