Fue el sábado 26, pero lo cuento hoy. A las seis de la tarde, antes del cambio de hora invernal, en la parroquia san Antonio María Claret de Madrid, dos jóvenes vietnamitas (Antonio y Francis) emitían su profesión perpetua como misioneros claretianos. Es verdad que hoy no se prodigan estas celebraciones, pero, a primera vista, tampoco parece una cosa del otro mundo. Son miles los hombres y mujeres que se consagran al Señor cada año en las distintas órdenes y congregaciones. Sin embargo, confieso que en esta ocasión me emocioné.
Pensaba en las familias de Antonio y Francis, a casi once mil kilómetros de distancia. Pensaba en su largo itinerario formativo: catorce años vividos en Vietnam, Filipinas y España. Pensaba en sus enormes esfuerzos para aprender el español e inculturarse en una realidad muy distinta a la suya. Pensaba, en fin, en el significado de la fórmula de profesión: “Hago voto a Dios de castidad, pobreza y obediencia para siempre”. ¿No habíamos dicho que vivimos en un mundo VICA (volátil, incierto, complejo y ambiguo) y que, por tanto, es casi imposible tomar opciones de por vida? ¿Quién se atreve a comprometerse “para siempre” con la que está cayendo? ¡Hasta los novios más enamorados tiemblan cuando tienen que hacer sus promesas matrimoniales!
Fórmulas de este tipo –“para siempre”, “en la salud y en la enfermedad”– solo tienen sentido cuando se pronuncian coram Deo (ante Dios), porque solo Él puede asegurar una fidelidad que vaya más allá de nuestros altibajos anímicos o de nuestros cambios de opinión. Los compromisos “para siempre” nos hablan de Dios. Son lucecitas que se encienden en la noche de nuestra fragilidad. No hay ser humano que pueda prometer nada “para siempre” si no se sitúa en el horizonte de Dios.
La fidelidad emparenta con la verdad. Y la verdad –en tiempos dramáticos en los que la posverdad y la mentira campan a sus anchas– solo es Dios. Ya sé que estas afirmaciones suenan demasiado asertivas en un contexto en el que es más elegante dudar que creer, probar que prometer y ser elástico que ser coherente. Pero no hay más remedio que hacerlas con temor y temblor.
No había muchos jóvenes en la ceremonia, pero me llamó la atención la presencia de algunos (la mayoría trabajadores) pertenecientes a la comunidad vietnamita de Madrid. Se ve que hay mucha solidaridad entre ellos. Debieron de sentirse emocionados cuando Francis, después de la comunión, dijo (mejor sería decir “cantó”) unas palabras en vietnamita. Al fin y al cabo, la verdadera patria es la lengua. Cuando usamos nuestra lengua materna, siempre estamos en casa. Estos jóvenes vietnamitas eran como los embajadores de un país, de una Iglesia, de una familia. Antonio y Francis se sintieron arropados no solo por todos nosotros (sus hermanos claretianos), sino también por quienes representan sus raíces. Pasado, presente y futuro se dieron la mano en una celebración serena, hermosa y sentida.
Si yo hubiera tenido 18 o 20 años me hubiera cuestionado qué es lo que impulsa a dos jóvenes a consagrarse al Señor “para siempre”. Y, a lo mejor, hubiera sentido el cosquilleo de la vocación misionera, aunque estuviera estudiando Ingeniería Aeronáutica, Derecho, Económicas, o incluso Veterinaria. No tengo ya esa edad, pero un cierto cosquilleo lo sentí. Por cierto, en la comunión cantamos la canción que sigue.
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