Uno de los rasgos del tiempo que nos ha tocado vivir es la
complejidad. Por eso, nos resulta tan difícil
hacernos cargo de lo que pasa. Hay algunas personas de mi entorno que han
decidido estrechar su mundo porque se les hace demasiado cuesta arriba intentar
comprender el tiempo que vivimos. No ven la televisión, no oyen la radio y usan
internet solo para tareas imprescindibles. Es probable que no puedan participar
en algunas conversaciones por falta de información actualizada, pero, a cambio,
se libran del bombardeo mediático diario y de la imparable polarización que
estamos viviendo. Prefieren la paz interior al agobio que supone estar al día. Es
como si hubieran decidido ser monjes (o casi eremitas) sin apartarse completamente de este mundo complejo.
Reconozco que es una opción muy respetable, pero no me
siento llamado a secundarla. Para mí el reto consiste en tener el corazón, los
ojos y los oídos abiertos sin dejarme dominar por la vorágine informativa, lo
cual no es nada fácil. Tras la oración matutina, suelo comenzar cada día con
bastante serenidad. Llego a la noche derrotado por un sinfín de tareas, experiencias,
opiniones y conflictos. No es fácil vivir en un mundo tan complejo.
Esta tarde presidiré en la cripta del santuario del Inmaculado Corazón de María la Eucaristía por el eterno descanso de
Manuel Jesús Arroba Conde, un hermano de mi comunidad que falleció hace un año. Me cuesta
recordar todas las cosas que han pasado desde aquella mañana de mayo en que
recibimos la temida noticia de su muerte. Aunque los recuerdos nos habitan, somos seres de futuro. La vida es una fuerza imparable que siempre empuja hacia adelante. Algunos consideran que algún día acabaremos estrellándonos contra el muro de la muerte y
que entonces este movimiento impulsor se detendrá para siempre. Otros creemos que el motor del
amor no se apaga nunca porque nos impulsa hacia el Dios que es amor eterno. Esta
convicción nos ayuda a navegar mejor en el mar de la complejidad. Si el final
es un amor sin límites, divino, todo lo que en esta vida tenga el sabor del
amor va en la dirección correcta. Todo lo que se aparte de él (egoísmo, odio,
traición) hace que nos extraviemos y que, en definitiva, perdamos el tiempo.
Las personas que saben aplicar este criterio a todas las decisiones afrontan con
más lucidez y sentido la complejidad que nos ha tocado vivir.
Cuando el pasado sábado observaba de reojo las muchas
sonrisas cómplices que se dirigían los dos jóvenes novios a los que casé en
Zaragoza, entendí que todavía el amor sigue poniendo luz y sentido en la vida
de quienes han tenido casi todo y, sin embargo, anhelan otra profundidad. Es
verdad que, al final de la ceremonia, una persona de mediana edad me dijo con
tono sarcástico: “Yo no sé por qué se casan. No lo veo necesario”. Quizás
esperaba de mí una respuesta contundente, pero me negué a hacer de sparring
dialéctico entre las copas del cóctel que precedió al almuerzo. Si él, tras
años de convivencia con su pareja, no lo ha descubierto todavía, no voy a ser yo
quien se lo haga ver.
El amor no necesita ningún razonamiento, ninguna justificación. Se explica por sí
mismo. No consiste en razonar, sino en dar y darse. Cuando buscamos solo
nuestra propia felicidad, acabamos naufragando en el mar del egoísmo. Cuando,
por el contrario, nuestra preocupación es hacer felices a los demás, entonces,
sin buscarlo de manera obsesiva, recibimos el regalo de una felicidad suave,
profunda, que nos permite seguir viviendo en este complejo mundo sin necesidad
de retirarnos a ningún castillo interior.
¡A lo mejor Taylor Swift canta algo de esto en uno de sus multitudinarios conciertos en Madrid!