Hace ya bastantes años
leí una obrita de Leonardo Boff titulada Los
sacramentos de la vida. A partir de algunas realidades de la vida cotidiana
que adquieren un especial significado para nosotros (un vaso, una colilla, un
trozo de pan, una vela de Navidad, etc.), el autor presentaba los sacramentos
cristianos como signos transparentes
del Dios trascendente en la inmanencia de la vida humana. Me hago cargo de que
la frase suena un poco alambicada, pero he querido reproducir los conceptos
utilizados por Boff. En realidad, lo que afirma es muy claro: que el Dios que
está siempre más allá de todo se transparenta,
se hace visible, en algunas realidades del más
acá. He recordado este viejo librito porque la vida está salpicada de
realidades que nos hablan si sabemos contemplarlas con calma y escucharlas con
atención.
Hoy termina el mes de
junio. Se abre un largo período vacacional en el hemisferio norte. Hay más
tiempo para encontrarse con amigos, celebrar el final del curso y comentar lo
que cada uno piensa hacer en verano. Hay muchas maneras de hacerlo. Aquí, en
Roma, es habitual juntarse en una pizzería y degustar alguna de las infinitas
variedades de pizza que se ofrecen, regada por lo general con una buena jarra
de cerveza y rematada con un buen helado. Yo suelo inclinarme por la pizza capricciosa, pero, según las
circunstancias, pido también otras variedades. Lo importante es detener el
reloj, disfrutar de la cálida noche romana (si es en alguna pizzería del Trastévere o de las inmediaciones
de Piazza Navona se da
un valor añadido), degustar los ingredientes y, sobre todo, escuchar. La pizza
es casi una excusa para practicar el arte de la conversación, un arte antiguo
que corre el riesgo de ser sustituido por los chats insustanciales, los cotilleos homicidas o por la incomunicación
que crean los auriculares pegados a las orejas.
Compartiendo una pizza y
bebiendo una jarra de cerveza, he tenido algunos de los encuentros más profundos
y hermosos con personas amigas de varios lugares del mundo. Podría contar varios
ejemplos, pero sería profanar su carácter íntimo y sacramental. Hay cosas que
se viven, pero no se narran. ¿Qué sucede cuando se crea un clima de confianza y
uno comienza a hablar? Se produce, en primer lugar, un momento liberador.
Tensiones que uno lleva acumuladas se van relajando sin que uno se dé cuenta.
El hecho de que alguien nos escuche tiene un alto poder terapéutico. Hoy en
día, es un fenómeno tan raro que algunas personas pagan para ser escuchadas por
un profesional cuando podrían conseguir el mismo efecto compartiendo una pizza
con una persona amiga. La liberación acaba provocando sonrisas y, en ocasiones,
carcajadas; quizá al principio, un poco nerviosas; después, espontáneas y
saltarinas. Escuchar y hablar. He aquí los dos verbos esenciales de esta
gramática. Si falta uno de ellos, el milagro no se produce.
Tras el momento
liberador, viene el momento de la revelación. En todo encuentro profundo hay un
velo que se descorre para desvelar parte del misterio que cada uno somos.
Subrayo lo de parte porque si hay
algo hermoso en la amistad -en general, en toda relación- es que nunca profana
el santuario de nuestra identidad. Siempre somos mucho más de lo que logramos
expresar. No es una cuestión de hipocresía o de cerrazón: ¡es el misterio de
cada uno! ¡Es una experiencia de sacralidad! Emmanuel Levinas
decía algo que he experimentado muchas veces compartiendo una pizza: “La dimension du divin s'ouvre à partir du
visage humain” (La dimensión de lo divino se abre a partir del rostro humano).
Cuando yo miro a la persona amiga que me habla, cuando contemplo su rostro y escucho
con atención sus palabras, cuando acojo su misterio, entonces se me revela el
Dios del que cada ser humano es su sacramento. O, por decirlo con los términos de
Leonardo Boff, en cada rostro humano se transparenta el rostro de Dios. Comer
juntos una pizza se convierte así en una especie de acto sacramental. ¿Se comprende
por qué Jesús daba tanta importancia a las comidas? ¿Hace falta dar muchas
vueltas para descubrir el sentido profundo de esa comida especial llamada
Eucaristía?
Mi presupuesto no me permite
practicar a menudo esta “pastoral de la pizza”, pero creo mucho en su belleza y
eficacia. Detesto las comidas de negocios, de asuntos, pero disfruto con estos
momentos en los que no hay ningún guion escrito ni se persigue más objetivo que
el encuentro. Entonces, en un clima de confianza y gratuidad, se producen esos
milagros que hacen la vida más llevadera, que la ponen en contacto con sus raíces,
que permiten intuir la presencia misteriosa del Dios que se hace el
encontradizo con nosotros en los pliegues de la vida cotidiana. Si al final,
mientras uno acaba de degustar el helado de pistacho y chocolate, se adentra en
la nave central de la basílica de Santa Maria in Trastevere,
se sienta en uno de los bancos, se abandona a la contemplación del mosaico del ábside, barrunta una presencia misteriosa y musita un gracias por lo bajini…
entonces es difícil encontrar experiencias humanas más pacificadoras y
sugestivas. Mañana será otro día.