El verano ha llegado con un furor implacable. Los termómetros se disparan. Apenas comenzado, la liturgia nos propone hoy la celebración de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. En realidad, todo el mes de junio está dedicado a esta devoción de origen medieval que adquirió fuerza con Santa Margarita María Alacoque y que tuvo una amplia difusión en todo el mundo. Cuando yo era niño, resultaba frecuente encontrar en las puertas de muchos hogares una efigie del Corazón de Jesús con esta inscripción: “Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío”. Él era como el anfitrión que nos recibía en casa. Familias, instituciones, ciudades y países enteros fueron consagrados al Corazón de Jesús a lo largo de los siglos XIX y XX. Con el paso del tiempo, la devoción fue perdiendo fuerza, tal vez porque la renovación bíblica y litúrgica de la espiritualidad nos empujó a nutrirnos más de la Palabra de Dios, en la que el amor de Cristo es la clave. No era, pues, necesario compensar con una devoción añadida lo que la misma Palabra de Dios nos anuncia con claridad. Cada persona, cada cultura, cada pueblo expresa de manera diferente la misma experiencia: que Dios nos ha amado “hasta el extremo” en la persona de su hijo Jesús. Y que sobre este amor se puede fundar la vida humana.
A mí me resulta muy familiar el símbolo del corazón, quizá porque está contenido en el nombre oficial de mi congregación religiosa: Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María. Pero veo que se trata de un símbolo universal que la publicidad ha explotado mucho. Es frecuente ver logos referidos a ciudades que usan el símbolo del corazón para expresar amor: desde el famoso “I [love] New York” hasta las referencias a cualquier otro rincón del planeta. El símbolo ha llegado también a la persona de Jesús. Es la versión moderna de la vieja estampa del Corazón de Jesús con llamas y espinas. En cualquier caso, se quiere expresar lo mismo: un amor que nos alcanza y que enciende a su vez en nosotros una respuesta de amor. Si no fuera porque la publicidad ha banalizado este símbolo hasta el aburrimiento, provocaría en nosotros un sentimiento de alegría y confianza. Hemos deformado tanto la imagen de Dios con nuestros miedos y ansiedades que celebrar el Corazón de Jesús es lo más sorprendente y liberador: que Dios nos ha amado tanto que nos ha enviado a su propio Hijo como expresión de ese amor.
A mí me resulta muy familiar el símbolo del corazón, quizá porque está contenido en el nombre oficial de mi congregación religiosa: Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María. Pero veo que se trata de un símbolo universal que la publicidad ha explotado mucho. Es frecuente ver logos referidos a ciudades que usan el símbolo del corazón para expresar amor: desde el famoso “I [love] New York” hasta las referencias a cualquier otro rincón del planeta. El símbolo ha llegado también a la persona de Jesús. Es la versión moderna de la vieja estampa del Corazón de Jesús con llamas y espinas. En cualquier caso, se quiere expresar lo mismo: un amor que nos alcanza y que enciende a su vez en nosotros una respuesta de amor. Si no fuera porque la publicidad ha banalizado este símbolo hasta el aburrimiento, provocaría en nosotros un sentimiento de alegría y confianza. Hemos deformado tanto la imagen de Dios con nuestros miedos y ansiedades que celebrar el Corazón de Jesús es lo más sorprendente y liberador: que Dios nos ha amado tanto que nos ha enviado a su propio Hijo como expresión de ese amor.
Hay varias palabras de Jesús
que resuenan con fuerza en un día como hoy: “Donde
está tu tesoro, allí está tu corazón” (Mt 6,21). O también: “Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Nosotros somos el tesoro de Dios;
por eso, su corazón siempre está con nosotros. Sin embargo, no siempre nuestro
tesoro es Dios; por eso, no siempre nuestro corazón vibra con Él. Hay otros
dioses que atraen nuestro interés y que consumen nuestras energías hasta
dejarnos exhaustos. Quizá por eso Jesús nos invita a acercarnos a él, con la
seguridad de que él aliviará nuestro cansancio, el peso de una existencia que
acumula preocupaciones y no sabe qué hacer con ellas. A primera vista, puede
sonar como si fuera un consejo piadoso más de los muchos que hemos escuchado a
lo largo de nuestra vida. En realidad, expresa la dinámica del corazón. Nosotros
somos como venas que transportan sangre desoxigenada (frustraciones, miedos, debilidades, pecados) al corazón de Jesús para
que éste nos purifique y nos transforme en arterias que difunden el oxígeno de
su Evangelio por todo el cuerpo de la Iglesia. Nuestros desgastes y cansancios
son procesados en la experiencia de amor de Cristo. Renovados por él, por la
fuerza de su corazón, nos transformamos en discípulos evangelizadores.
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