Hoy es la solemnidad de la
Natividad
de san Juan Bautista, una celebración muy arraigada en los pueblos de
tradición cristiana. Como es sabido, solo de tres personajes celebra la
liturgia cristiana el día del nacimiento: de Jesús (25 de diciembre), de María
(8 de septiembre) y de Juan el Bautista
(24 de junio). Aquí en Roma hemos dividido la jornada en dos mitades. Por la
mañana celebraremos, en comunión con toda la Iglesia, la fiesta del precursor
de Jesús y, por la tarde, la fiesta del Corazón
de María. En realidad, este año la fiesta del Corazón de María se ha
trasladado al lunes 26, para que no coincida ni con la solemnidad de san Juan
Bautista ni con el domingo. Pero nosotros -por razones pastorales- la
mantendremos el sábado por la tarde. [No conviene que informéis a ningún
liturgista para no recibir el conveniente -y quizá merecido- rapapolvo]. El año
pasado (4 de junio) escribí sobre lo que significa vivir en un
mundo con Corazón. Meses después, coincidiendo con la fiesta del
evangelista mariano, San Lucas,
compartí mi corazonada.
A María se la puede contemplar desde distintas perspectivas. En este blog nos hemos acercado a ella como la mujer en
camino, como la
madre que espera, como la
inmaculada en un mundo contaminado, como la
madre de la segunda búsqueda, como
la madre que acompaña a Jesús en el camino de
la cruz, como la
asunta al cielo… ¡Y hasta como mamá!
María es una de casa en este Rincón de Gundisalvus.
Hoy quiero contemplar a
María como la mujer que hace de su corazón
un cofre. Lucas se refiere en dos ocasiones a este hecho: “María, por su parte, guardaba todos estos
recuerdos y los meditaba en su corazón” (2,19); “Bajó con ellos a Nazaret, y vivió bajo su tutela. Su madre guardaba
todos estos recuerdos en el corazón” (2,51). No sé por qué me atrae tanto
esta imagen de María como guardiana.
Tal vez porque hoy vivimos tan acelerados que queremos ofrecer respuestas antes
de hacernos cargo de las preguntas. No es fácil encontrar a personas que sepan
escuchar y guardar. Es como si cada uno fuéramos con nuestro discurso preparado
y no tuviéramos ganas de escuchar lo que las otras personas tienen que decir.
Algo parecido se observa en los parlamentos, en las tertulias televisivas, en
las conversaciones informales… Se amontonan los monólogos, se oponen, se
combaten. ¿Cómo vamos a encontrar respuestas nuevas, creativas, si no nos
tomamos tiempo para escuchar y ponderar
todo en el corazón? Solo quien sabe guardar, meditar, rumiar, degustar…
puede decir una palabra sabia y, llegado el momento oportuno, puede ponerse en
camino para servir. Esta es la experiencia de María.
No cabe esperar mucho de
una persona acelerada, esclava de los últimos estímulos que le llegan, incapaz
de atesorar lo bueno que va descubriendo. Las tecnologías de la comunicación nos
están acostumbrando a hacer todo deprisa, a mensajes breves e insustanciales.
Ayer oí a una madre que contaba cómo había castigado a su hijo adolescente a no
usar el teléfono móvil durante tres días. Cuando volvió a abrirlo, encontró acumulados…
¡más de 12.000 guasaps (veo que se va
extendiendo esta grafía española)! ¿Alguien puede decirme cómo se puede madurar
con tal avalancha de mensajitos robatiempos? Algunas de las cosas que han pasado en el
último año (la apuesta por el Brexit,
la elección de Donald Trump, el auge de movimientos xenófobos y populistas,
etc.) me parecen respuestas viscerales, poco ponderadas, a problemas serios,
que exigirían una mayor capacidad reflexiva y de discernimiento. La mentira se
ha convertido en una herramienta normal para obtener réditos. Cuando ya es
tarde, muchos se arrepienten de haber tomado decisiones equivocadas. No se puede embarcar a todo un pueblo en una travesía incierta solo porque algunos líderes se empecinan en sus obsesiones. Antes de decidir, hay que escuchar.
María tuvo que tomar la
decisión más seria que nunca haya tomado un ser humano: decir sí o no a la
propuesta de Dios. No lo hizo de manera precipitada. Se tomó tiempo. Hizo
preguntas. Al final, tomó una decisión de la que no tuvo que arrepentirse, ni
siquiera en los momentos de prueba. Esa actitud inicial la acompañó durante
toda la vida. Se fue haciendo experta en “guardar
en el corazón”. Y, por eso mismo, también fue mujer de decisiones fuertes y sostenidas.
El cofre de su corazón guardaba tesoros que enriquecieron a la iglesia
primitiva. Estoy seguro de que muchas de las cosas que sabemos de Jesús
provienen de ese cofre a través del filtro de los evangelistas. En realidad, el tesoro que guardaba era Jesús mismo. El misterio eran tan grande que no podía hacerse cargo de él con una mirada superficial. Toda su vida fue un ejercicio de contemplación sosegada, de sabiduría tranquila. Los frutos son evidentes: percibe las necesidades de la gente y está al pie de la cruz. Que ella nos
ayude a no desorientarnos en este mundo complejo. Que nos estimule a saborear la
Palabra de Dios sin las prisas de quien siempre tiene otra cosa más urgente que hacer. Que nos empuje a ser creativos sacando
de nuestro cofre -como el padre de familia de la parábola de Jesús- “lo viejo y lo nuevo” (cf. Mt 15,32).
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