sábado, 28 de junio de 2025

Guardar todo en el corazón


Al tratarse de una fiesta movible, la solemnidad del Inmaculado Corazón de María depende de la fecha de la Pascua. Como este año la Pascua cayó muy tarde (el 20 de abril), la fiesta cordimariana casi salta al mes de julio. Pronto o tarde, siempre es un momento oportuno para fijar los ojos en aquella que “conservaba todo en el corazón”. 

De entre las muchas advocaciones marianas, yo le tengo un cariño especial a la advocación Corazón de María. Al fin y al cabo, el nombre oficial de mi congregación es Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María. La palabra “corazón” siempre está asociada a interioridad, profundidad, cordialidad, fiabilidad, entrega, ternura, sensibilidad, empatía, etc. Todas estas notas suenan muy bien en nuestra partitura personal.


Hoy, descorazonados a menudo por la confusión que estamos viviendo, necesitamos profundizar en la espiritualidad del corazón para que todo lo mejor nos salga de dentro y para poner corazón en todo lo que hacemos por fuera. De una persona mala, sin entrañas, solemos decir que “no tiene corazón”. Por el contrario, de una persona buena, generosa, decimos que es “todo corazón”. 

María es la mujer que ha sido “todo corazón”, que es otra forma de decir que ha sido “todo Dios” porque en su corazón no había espacio para otra cosa que para Dios. Ella es la “llena de gracia”, la “llena de Dios”. Cuando nos sentimos rodeados por un ambiente de pecado, cuando nos parece que las relaciones humanas han perdido corazón, mirar a María nos devuelve a la verdad de las cosas, a la belleza que no se marchita, a la vida. En la Salve cantamos: “Dios te salve, reina y madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra”.


Voy a celebrar dentro de unos minutos la Eucaristía en nuestra parroquia del Inmaculado Corazón de María de Madrid. En el último año y medio se ha hecho famosa porque, frente a la puerta principal, se concentran todos los días unas cuantas personas que protestan airadamente contra el gobierno. Como la policía no les permite manifestarse junto a la sede del partido socialista, lo hacen unos metros más lejos, con las consiguientes molestias para los fieles que frecuentan el templo y para los automovilistas y peatones que circulan por la zona. 

Espero que no conviertan al Corazón de María en un ariete contra quienes no piensan como ellos. Si algo significa esta advocación mariana es reconciliación, inclusión, apertura. Y, cuando la realidad nos sobrepase, cuando no encontremos el camino adecuado, estamos siempre llamados a “guardar todo en el corazón”, como María, hasta que se vayan despejando las nieblas del horizonte.

viernes, 27 de junio de 2025

Según el corazón de Cristo


Hoy, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, es un día muy oportuno para leer (o releer) la encíclica Dilexit nos, la última del papa Francisco, publicada el 24 de octubre del año pasado. Trata “sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo”. En un tiempo en el que muchos podemos estar viviendo descorazonados, el Papa nos propone volver a la espiritualidad del corazón. Lo justifica con estas palabras: “Cuando nos asalta la tentación de navegar por la superficie, de vivir corriendo sin saber finalmente para qué, de convertirnos en consumistas insaciables y esclavizados por los engranajes de un mercado al cual no le interesa el sentido de nuestra existencia, necesitamos recuperar la importancia del corazón” (n. 2). 

Mientras tecleo la entrada, tengo abierta una ventana de mi ordenador con la retransmisión de la misa que el papa León XIV está celebrando en la basílica de san Pedro junto a más de 5.000 sacerdotes de todo el mundo con motivo del Jubileo de los sacerdotes. Ha procedido también a la ordenación de 32 jóvenes provenientes de varios países.


Viendo la marea blanca de albas inundando la gran nave central de la basílica, he vuelto a pensar en el ministerio presbiteral como “ministerio del corazón”, como expresión concreta y visible del amor de Jesús hacia los seres humanos. La contemplación de los 32 ordenandos me ha hecho recordar que yo mismo fui ordenado en un día como ayer. Me pregunto si en este largo tiempo he sido capaz de ser un sacerdote “según el corazón de Cristo”, si he hecho de mi ministerio una mediación o, más bien, un obstáculo. 

Reconozco que, a lo largo de los 43 años de vida sacerdotal, ha habido un poco de todo, pero Dios va haciendo su obra incluso en medio de nuestra fragilidad. Lo que importa no es lo que nosotros podamos hacer con mayor o menor éxito, sino la obra secreta que Él hace en el corazón de las personas a través de nuestro ministerio. Ser servidores de la Palabra, de los sacramentos y de la comunidad justifica con creces la entrega de la propia vida, esa especie de “expropiación existencial” que supone la ordenación sacerdotal.


El papa Francisco hablaba mucho del clericalismo como una de las enfermedades que minan la cordialidad propia de un “ministerio con corazón” porque hace del ministro ordenado el centro cuando es solo una mediación, un lugar de encuentro, un constructor de puentes. Algunos de mis compañeros dicen que el clericalismo está de vuelta en las levas de nuevos sacerdotes. No acabo de verlo. Es verdad que muchos han recuperado con entusiasmo el traje clerical, ciertas formas caducas y hasta un lenguaje un poco obsoleto, pero creo que han sido formados en una teología y una espiritualidad que entiende el ministerio como servicio y no como privilegio. Vivir y actuar 
“in persona Christi” significa dar la vida por los demás como Él la dio.

En aquellos sacerdotes jóvenes con los que más me relaciono no veo rasgos clericalistas, sino una profunda alegría por el don recibido y quizás -eso sí- una necesidad un poco excesiva de reconocimiento por parte de una sociedad que ya no considera al sacerdote un ser especial, sino uno más en medio de todos. En este contexto, la pregunta por el verdadero sentido de la identidad sacerdotal es crucial. Los signos externos tienen su (relativa) importancia, pero todo se juega en el corazón, en la identificación con el Cristo que sigue dando su vida por la salvación de los seres humanos. Si esta falta, todo lo demás resulta huero y hasta a veces un tanto ridículo.



jueves, 26 de junio de 2025

La voz de los afónicos


Estoy casi afónico, víctima de los contrastes entre el calor externo y el aire acondicionado de algunos lugares y medios de transporte en los que he estado en los últimos días. Para una persona que tiene que hablar a menudo, la afonía es un fastidio, pero también una oportunidad para permanecer callado más tiempo de lo habitual. Callar es la antesala de la escucha. Y escuchar es imprescindible para el encuentro. 

Si algo necesitamos hoy es ser escuchados y, en consecuencia, escuchar a los demás con empatía y paciencia. Lo que más necesitamos es lo que más echamos de menos en contextos en los que la violencia verbal se ha convertido en estilo. El parlamento es el ejemplo más visible, pero esta violencia se da también en los ambientes familiares y sociales. En vez de escuchar, nos atropellamos. En vez de hablar, escupimos palabras.


Hay personas que viven siempre “afónicas” porque así lo desean o porque son privadas de su voz en contra de su voluntad. No pueden poner palabras a lo que piensan y sienten. No tienen oportunidad de expresar sus opiniones. Nunca se las tiene en cuenta. Una persona “sin voz” parece que no existe, aunque hay silencios que son más elocuentes que las palabras. 

¿Quiénes son los “afónicos” de nuestra sociedad? ¿Quiénes son las personas que casi siempre están excluidas de los circuitos comunicativos? En algunas sociedades muy machistas, suelen ser las mujeres; en otras, los ancianos o los jóvenes. Y, por supuesto, muchas personas marginadas cuya voz nunca se oye. Pienso en algunos sintecho que veo por las calles de mi barrio. Carecen de vivienda propia, pero, sobre todo, carecen de voz. Parece que fueran mudos. Casi nunca los veo hablando con alguien. Nadie se para a conversar con ellos. Están encerrados en su soledad más o menos deseada.


Jesús tuvo la habilidad de dar voz a los “afónicos”. Los evangelios están repletos de preguntas con las que Jesús quiere que las personas (enfermos, discípulos, autoridades, etc.) se expresen: “¿Qué buscáis?” (Jn 1,38), “¿quieres sanarte?” (Jn 5,6), “¿qué quieres que haga por ti?” (Lc 18,41), “¿por qué me preguntas por lo bueno?” (Mt 19,17), “¿cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” (Lc 10,36), “¿quién dice la gente que soy yo?” (Mc 8,28); “¿Qué conversación lleváis por el camino?” (Lc 24,17).

Podríamos decir que Jesús es el gran foniatra que nos ayuda a educar la voz, a expresar lo que verdaderamente nos preocupa. Solo cuando hemos sacado todo lo que llevamos dentro, dejamos un amplio espacio para que su palabra nos habite y nos ilumine. Pasar de “afónicos” a “pregoneros” es otra forma de describir la conversión cristiana, como el paso de “quemados” a “encendidos”, de “dimisionarios” a “misioneros” o de “traidores” a “testigos”. Una afonía física puede ayudarnos a entender un poco mejor estas dinámicas.

miércoles, 25 de junio de 2025

Un amor de plata


Ayer acompañé a unos amigos en la celebración de sus bodas de plata matrimoniales. Celebramos juntos la eucaristía con algunos miembros de sus respectivas familias y compartimos una cena pasada por agua. Quizá con los matrimonios sucede algo parecido a lo que se dice que les pasa a los profesores. Cuando son noveles, enseñan más de lo que saben porque necesitan exhibir músculo intelectual y hacerse valer. Hay una clara desproporción entre lo que parece que saben y lo que realmente saben. Cuando llegan a la madurez, enseñan lo que saben. Hay un equilibrio entre lo que tienen y lo que dan. Por último, en sus años finales de magisterio, enseñan mucho menos de lo que saben. Van a lo esencial con sabiduría. No necesitan exhibir nada ni competir con nadie. 

¿Sucede algo parecido con los matrimonios? Creo que sí. Al principio, parece que se quieren mucho más de lo que realmente se quieren. Al cabo de los años -pongamos la cifra simbólica de 25- han aprendido a expresar un amor curtido en el realismo de la vida. Finalmente, en las etapas finales, si perseveran, se aman mucho más de lo que a simple vista parece.


La primera etapa y la tercera son más previsibles. La etapa crítica es la segunda. En torno a las “bodas de plata” pueden suceder tres cosas: que el matrimonio se rompa porque uno o los dos cónyuges quieren experimentar las mieles de la primera etapa con otras personas; que se enfile la senda de una vida rutinaria y sin aliciente, aunque externamente fiel; o que, a la luz de la experiencia vivida, se afronte el futuro desde una renovada actitud de amor, menos romántica que en la primera etapa, pero mucho más profunda y duradera. 

Naturalmente, lo que yo les deseé a mis amigos fue la tercera posibilidad. Sé que a algunos de los participantes en la celebración les gustó también el símil de la cerveza, que usé en un momento de la homilía. La primera etapa se parece a una caña en la que predomina más la espuma blanca que la cerveza rubia; en la segunda ambos elementos se equilibran; en la tercera hay más cerveza con un discreto recubrimiento de espuma.


No son muchos los matrimonios modernos que alcanzan las bodas de plata. A lo largo de 25 años hay tiempo para rupturas, otras relaciones, nuevas rupturas, etc. El estilo de vida imperante y la idea de que los sentimientos son el verdadero indicador de la solidez de una pareja hacen difícil escribir una historia de amor de larga duración. Probablemente muchos jóvenes ni siquiera la desean. Creen que es más excitante -y hasta puede parecerles más auténtico- vivir sucesivas relaciones “mientras la cosa funcione”. 

El amor se entiende como la batería de un coche que, tras unos centenares de kilómetros, se descarga. Algunos optan por recargarla, mientras otros prefieren cambiar de vehículo. No es fácil -pero es maravilloso- celebrar que las cosas no tienen por qué ser así. El sacramento del matrimonio proporciona la gracia suficiente para recargar el amor a medida que se expande. Pero no todos pueden con esto. Es demasiado nuevo, hermoso y exigente.

martes, 24 de junio de 2025

La madurez del decrecimiento


Hoy celebramos la natividad de san Juan Bautista. Como recordamos todos los años, la Iglesia solo celebra tres “natividades” a lo largo del año litúrgico: la de Jesús (25 de diciembre), de la Virgen María (8 de septiembre) y la de Juan Bautista (24 de junio). Normalmente, las fiestas de los santos se hacen coincidir con el día de su muerte, porque se considera que ese es su verdadero dies natalis, el nacimiento a la vida eterna. 

La figura de Juan se presta a muchas interpretaciones. Este año me gustaría poner el acento en un aspecto que puede iluminar algunas de las encrucijadas que estamos viviendo en la sociedad y en la Iglesia: su capacidad de decrecer y de preparar el camino. Hemos sido educados en la idea del crecimiento. Un país va bien si crece en población, PIB, etc. Una familia progresa si su renta crece Una comunidad es próspera si aumenta en vocaciones, obras apostólicas, presencias en nuevos países, etc. Crecer lo asimilamos a vivir, mientras decrecer nos parece un signo de muerte. Es probable que haya dimensiones de la vida en las que esta lógica funcione y sea la correcta.


Sin embargo, hay otras dimensiones en las que el avance se mide por la lógica contraria: la del decrecimiento. La mayoría de los seres humanos aspiran a acumular bienes materiales porque esto les proporciona seguridad y les abre muchas posibilidades de desarrollo personal. Hay algunos hombres y mujeres que libremente han optado por desprenderse de ellos (por lo menos, hasta un cierto punto) porque les parece que es la vía más expedita para encontrarse con su misterio personal y crecer como seres humanos. En la vida espiritual el desprendimiento de los bienes materiales es una constante que excede al cristianismo. 

Nos ayuda a tomar conciencia de nuestra esencia desnudez: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor” (Job 1,21). Jesús fue todavía más explícito: “Todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío” (Lc 14,33).


Juan nos enseña a renunciar y a decrecer, verbos esenciales en el discipulado cristiano. Ambos suenan muy mal a nuestros oídos contemporáneos. Si algo queremos hoy es precisamente lo contrario: no renunciar a nada y seguir creciendo. Nos parece que la autoafirmación es imprescindible para ser nosotros mismos, pero esta es una convicción moderna muy endeble. 

Una cosa es la sana autoestima y otra, muy distinta, la defensa del propio yo a toda costa hasta convertirlo en el paradigma de todo. La gran paradoja es que, cuando nos afirmamos demasiado, acabamos perdiéndonos. Por el contrario, cuando “perdemos la vida” nos encontramos con nuestra verdadera identidad. Parecen simples juegos de palabras, paradojas al estilo de Chesterton, pero determinan dos maneras muy distintas de entender y afrontar la vida.

lunes, 23 de junio de 2025

Meditaciones crepusculares


El paso por el monasterio de la Conversión me ha hecho disfrutar de la belleza de la liturgia de la Iglesia. Frente a un modo de celebrar que acentúa la exhortación moral, la explicación constante, el entretenimiento y la participación entendida como actuación, la liturgia monástica privilegia la belleza, el silencio, el canto y la adoración. Son dos modos complementarios. En esta etapa de mi vida prefiero claramente el segundo. Me agotan las liturgias demasiado didácticas, demasiado centradas en quien preside, demasiado verborreicas, demasiado preocupadas por no aburrir a la gente, demasiado -digámoslo con una palabra de moda- “autorreferenciales”. 

En el monasterio de la Conversión se da mucha importancia a la música, al silencio y a los símbolos elementales. También hay tiempo para la intercesión por las necesidades concretas de nuestro mundo y de la Iglesia. Comprendo muy bien que muchas personas -sobre todo, jóvenes- se sientan atraídas por esta liturgia que abre un boquete de cielo en el mundo, que nos transfigura, y que luego nos empuja a bajar al valle de la vida cotidiana resplandecientes y comprometidos. Algo parecido sucede en otras comunidades monásticas de Europa.


El paraje en el que está enclavado el monasterio es hermoso, pero en este comienzo de verano parecía una batería recargada de sol. El calor excesivo no es un buen aliado para la meditación. Solo a primera hora o a última hora del día se puede uno sentir despejado. Menos mal que la hermosa capilla se refrigera en verano y se calienta en invierno con un sistema geotérmico que funciona muy bien. Era el lugar perfecto para una oración contemplativa a la hora en que caía el sol en el día más largo del año. 

Mientras oraba sentado en uno de los bancos de madera, no podía imaginar que Estados Unidos estaba a punto de bombardear las instalaciones nucleares de Irán. El verano empezó más tórrido y más peligroso de lo imaginado. No sabemos qué consecuencias puede traer esta acción bélica. Israel la ha aplaudido y la ha rematado. ¿Es esta la tercera guerra mundial “a trozos” de la que hablaba con frecuencia el papa Francisco? Llevamos meses hablando de rearme, de la necesidad de incrementar el presupuesto en defensa… ¿Qué se está tramado? ¿Qué podemos hacer los ciudadanos de a pie para no vernos abocados a un desastre que ni lo queremos ni lo podemos controlar?


Caminando por los senderos del monasterio de la Conversación, cuando al filo de las 22,30 se hacía por fin de noche, pensaba que somos víctimas de mecanismos que se nos escapan de las manos, niños que juegan con fuego sin saber que pueden quemarse, seres infatuados que creen que pueden reescribir la historia a su antojo. Entonces, con el corazón en vilo, me venía a los labios el versículo de un salmo: “Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos” (Sal 137,8). Solo Dios puede hacer que nuestra libertad no se enrede en los vericuetos del orgullo. 

¿Qué ganamos con tanta violencia, con tantas amenazas, con tanta bravuconería? ¿Qué tipo de mundo puede surgir del enfrentamiento entre los seres humanos? ¿Por qué somos capaces de construir ingenios tecnológicos impresionantes y carísimos (como el indetectable avión B-2 Spirit con el que Estados Unidos ha bombardeado a Irán) y no conseguimos llegar a acuerdos justos y duraderos que garanticen la paz? Es evidente que, mientras dure la historia, el trigo y la cizaña crecerán juntos. Ya nos lo advirtió Jesús. Solo Dios puede hacer la criba final.



domingo, 22 de junio de 2025

De su Cuerpo a nuestro cuerpo


Celebro la
solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el monasterio de la Conversión, un precioso lugar donde se respira el silencio de quienes están acostumbradas a escuchar la voz de Dios en el libro de la naturaleza y en la Escritura. Las monjas agustinas que lo habitan están contentas porque el papa León XIV, agustino como ellas, dará un nuevo impulso a la espiritualidad agustiniana en un momento en el que necesitamos sus notas principales: búsqueda de la verdad, cultivo de la interioridad y la belleza, sentido de la armonía y la unidad y pasión por la Palabra de Dios. 

Si Benedicto XVI buscó inspiración en san Benito de Nursia (el santo de la armonía) y Francisco se inspiró en el poverello de Asís (el santo de la pobreza), León XIV beberá en la fuente de Agustín de Hipona (el santo de la búsqueda apasionada de Dios y de la unidad de la Iglesia). Pienso estas cosas mientras medito el significado de la fiesta que hoy celebramos. Lo hago leyendo las lecturas de la liturgia del día y también un texto de san Agustín que me resulta inspirador:

“Lo que estáis viendo sobre el altar de Dios es pan y un cáliz; pero aún no habéis escuchado qué es, qué significa, ni el gran misterio que encierra. Según nuestra fe, el pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz la sangre de Cristo. (…) ¿Cómo este pan es su cuerpo y cómo este cáliz, o lo que él contiene, es su sangre? A estas cosas, hermanos, las llamamos sacramentos, porque en ellas una cosa es lo que se ve, y otra lo que se entiende. Lo que se ve tiene forma corporal; lo que se entiende tiene efecto espiritual.
Si quieres entender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol que dice a los fieles: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros». Por tanto, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el «Amén», y con esa respuesta lo rubricáis Se te dice: «El cuerpo de Cristo», y tú respondes: «Amén». Sé miembro del cuerpo de Cristo para que ese Amén sea auténtico” (Sermón 272).

Si -como dice san Pablo- nosotros somos “el cuerpo de Cristo” (1 Cor 12,27), cada vez que celebramos la Eucaristía estamos celebrando nuestra propia fiesta. La consecuencia para la vida cotidiana es clara: nunca sabremos quiénes somos sin la Eucaristía. ¡Lástima que hayamos perdido esta perspectiva y que hayamos reducido el sacramento a una celebración rutinaria y fácilmente prescindible! Cuando olvidamos que “somos el cuerpo de Cristo”, no experimentamos ya la necesidad de alimentarnos con ese otro Cuerpo de Cristo hecho pan y vino. Rompemos la unidad de los cuerpos

Mientras escribo estas notas, he recordado que hace 24 años viví una hermosa y aleccionadora experiencia en El Salvador. Rebuscando en mis viejos archivos informáticos, he encobrado lo que escribí entonces, mucho antes de abrir este blog. Lo reproduzco íntegramente.


LA NIÑA LIDIA

Tuve la suerte de viajar a El Salvador una semana después del terremoto que asoló el país el 13 de enero de 2001 causando más de 800 muertos y miles de damnificados. No puedo olvidar lo vivido en Armenia, una localidad situada a una hora de la capital. Allí, el terremoto mató a 28 personas y dejó sin casa a varios cientos. En una calle cercana al cementerio vivía la “niña Lidia”, una anciana de 86 años, de cuerpo menudito, rostro arrugado y sonrisa tierna. Se protegía del sol con unas grandes gafas negras a las que les faltaba la patilla derecha. Cuando me acerqué a ella para preguntarle cómo se encontraba en medio de tanta desolación, me respondió que bien y que lo que realmente quería era comulgar: “Sin la comunión, padreci­to, somos como los chanchos: no hacemos más que comer y dormir”.

Estas cosas no se entienden bien en Europa. Lo que uno espera en un caso como éste es encontrarse a personas que se quejan de la suerte sufrida, que exigen más rapidez en la entrega de las ayudas, que buscan culpables de la tragedia, que reclaman sus derechos. La niña Lidia, en realidad, también reclamaba sus derechos; o mejor, su principal derecho a recibir a Jesús en la eucaristía. Con su insistencia, me estaba diciendo que, en efecto, necesitaba urgentemente retejar la casita de su hija, disponer de comida en buenas condiciones, beber agua potable y guarecerse con mantas del relente nocturno, pero que lo que más necesitaba era sentirse sacra­mentalmente unida a Aquel que puede dar sentido y alivio al sufrimiento vivido. En plena calle, sentada en una silla de hilos de plástico, la niña Lidia era un canto a la esperanza, a la dignidad. Sabía que, teniéndolo a Él, tenía todo lo que necesitaba. ¡Qué concreción tan hermosa y tan realista del sólo Dios basta de Teresa de Jesús!

Escribo estas líneas en la sala de tránsito del aeropuerto de Miami. La mayor parte de la gente que está aquí, incluido yo, pertenece a una sociedad que ha sido educada en la exigencia de sus derechos. Esta educación es esencial para no ser víctimas de los más poderosos: los grandes grupos económicos o mediáticos, los políticos manipuladores, los funcionarios engreí­dos o los profesionales sin escrúpulos. Supone, pues, un enorme avance en la conciencia moral de la humanidad. Una de las características de las sociedades modernas es precisamente haber logrado que sus miembros pasen de la condición de súbditos a la de ciudadanos; es decir, que sean de verdad sujetos de derechos y no simplemente siervos de un poder absoluto.

Pero, ¿quién puede garantizar que nuestros derechos sean salvaguardados si no existe al mismo tiempo una cultura de los deberes? A veces, el mismo que reclama indemnizaciones por el retraso de un vuelo es el que atufa con el humo de su cigarrillo al que tiene al lado. Uno puede enfadarse con un funcionario incompetente y luego llegar tarde al trabajo sin importarle lo más mínimo. Estas incoherencias hacen que utilicemos distintas varas de medir: una, amplia, para reclamar nuestros derechos y otra, estrecha, para asumir nuestros deberes. Y, sin embargo, no hay garantía de derechos si no existe responsabilidad en el cumplimiento de los deberes porque los derechos de los demás pasan por el cumplimiento de los deberes que pueden hacerlos posi­ble. El derecho a ser atendido en caso de enfermedad, por ejemplo, pasa por el deber del estado de organizar un sistema sanitario universal y por el deber del médico de prestar ayuda competen­te a quien precisa de ella.

La niña Lidia puede aparecer ante nuestros ojos superficiales como una ancianita resig­nada y manipulable, el prototipo de una religiosidad que, con el recurso a Dios, encubre las responsabilidades humanas y no estimula el esfuerzo. ¡Qué torpe se me antoja este razonamien­to, aquí, en este país, prototipo de racionalidad y al mismo tiempo tan insustancial en ocasiones! El deseo de recibir al Señor era el que mantenía viva a esta anciana. Este deseo le permitía, a pesar de su debilidad, alentar a su familia y a sus vecinos para emprender el trabajo de recons­trucción. La gracia de la eucaristía era para ella una verdadera fuente de responsabilidad, no una evasión de la desgracia causada por el terremoto.

El caso de la niña Lidia no es un caso aislado. Hablando con unos y con otros, caí en la cuenta de que los damnificados pedían ayuda, pero no querían depender de la asistencia exterior. El derecho a ser ayudados iba acompañado -y aun precedido- por el deber de asumir la tarea de la reconstrucción. Un terremoto, como cualquier situación dolorosa, constituye un banco de prueba. Nos permite comprobar nuestras auténticas convicciones y actitudes. Cuando la niña Lidia pedía la comunión estaba mostrando que la fe que confesaba en tiempos de tranquilidad tenía raíces, que cuando consideraba que hacer la voluntad de Dios era su alimento, no estaba diciendo algo sin sentido. Estaba expresando lo que de verdad movía su vida. En este horizonte, su frase adquiría la profundidad de un acto de fe: “Sin la comunión ... no hacemos más que comer y dormir”.