domingo, 22 de junio de 2025

De su Cuerpo a nuestro cuerpo


Celebro la
solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el monasterio de la Conversión, un precioso lugar donde se respira el silencio de quienes están acostumbradas a escuchar la voz de Dios en el libro de la naturaleza y en la Escritura. Las monjas agustinas que lo habitan están contentas porque el papa León XIV, agustino como ellas, dará un nuevo impulso a la espiritualidad agustiniana en un momento en el que necesitamos sus notas principales: búsqueda de la verdad, cultivo de la interioridad y la belleza, sentido de la armonía y la unidad y pasión por la Palabra de Dios. 

Si Benedicto XVI buscó inspiración en san Benito de Nursia (el santo de la armonía) y Francisco se inspiró en el poverello de Asís (el santo de la pobreza), León XIV beberá en la fuente de Agustín de Hipona (el santo de la búsqueda apasionada de Dios y de la unidad de la Iglesia). Pienso estas cosas mientras medito el significado de la fiesta que hoy celebramos. Lo hago leyendo las lecturas de la liturgia del día y también un texto de san Agustín que me resulta inspirador:

“Lo que estáis viendo sobre el altar de Dios es pan y un cáliz; pero aún no habéis escuchado qué es, qué significa, ni el gran misterio que encierra. Según nuestra fe, el pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz la sangre de Cristo. (…) ¿Cómo este pan es su cuerpo y cómo este cáliz, o lo que él contiene, es su sangre? A estas cosas, hermanos, las llamamos sacramentos, porque en ellas una cosa es lo que se ve, y otra lo que se entiende. Lo que se ve tiene forma corporal; lo que se entiende tiene efecto espiritual.
Si quieres entender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol que dice a los fieles: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros». Por tanto, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el «Amén», y con esa respuesta lo rubricáis Se te dice: «El cuerpo de Cristo», y tú respondes: «Amén». Sé miembro del cuerpo de Cristo para que ese Amén sea auténtico” (Sermón 272).

Si -como dice san Pablo- nosotros somos “el cuerpo de Cristo” (1 Cor 12,27), cada vez que celebramos la Eucaristía estamos celebrando nuestra propia fiesta. La consecuencia para la vida cotidiana es clara: nunca sabremos quiénes somos sin la Eucaristía. ¡Lástima que hayamos perdido esta perspectiva y que hayamos reducido el sacramento a una celebración rutinaria y fácilmente prescindible! Cuando olvidamos que “somos el cuerpo de Cristo”, no experimentamos ya la necesidad de alimentarnos con ese otro Cuerpo de Cristo hecho pan y vino. Rompemos la unidad de los cuerpos

Mientras escribo estas notas, he recordado que hace 24 años viví una hermosa y aleccionadora experiencia en El Salvador. Rebuscando en mis viejos archivos informáticos, he encobrado lo que escribí entonces, mucho antes de abrir este blog. Lo reproduzco íntegramente.


LA NIÑA LIDIA

Tuve la suerte de viajar a El Salvador una semana después del terremoto que asoló el país el 13 de enero de 2001 causando más de 800 muertos y miles de damnificados. No puedo olvidar lo vivido en Armenia, una localidad situada a una hora de la capital. Allí, el terremoto mató a 28 personas y dejó sin casa a varios cientos. En una calle cercana al cementerio vivía la “niña Lidia”, una anciana de 86 años, de cuerpo menudito, rostro arrugado y sonrisa tierna. Se protegía del sol con unas grandes gafas negras a las que les faltaba la patilla derecha. Cuando me acerqué a ella para preguntarle cómo se encontraba en medio de tanta desolación, me respondió que bien y que lo que realmente quería era comulgar: “Sin la comunión, padreci­to, somos como los chanchos: no hacemos más que comer y dormir”.

Estas cosas no se entienden bien en Europa. Lo que uno espera en un caso como éste es encontrarse a personas que se quejan de la suerte sufrida, que exigen más rapidez en la entrega de las ayudas, que buscan culpables de la tragedia, que reclaman sus derechos. La niña Lidia, en realidad, también reclamaba sus derechos; o mejor, su principal derecho a recibir a Jesús en la eucaristía. Con su insistencia, me estaba diciendo que, en efecto, necesitaba urgentemente retejar la casita de su hija, disponer de comida en buenas condiciones, beber agua potable y guarecerse con mantas del relente nocturno, pero que lo que más necesitaba era sentirse sacra­mentalmente unida a Aquel que puede dar sentido y alivio al sufrimiento vivido. En plena calle, sentada en una silla de hilos de plástico, la niña Lidia era un canto a la esperanza, a la dignidad. Sabía que, teniéndolo a Él, tenía todo lo que necesitaba. ¡Qué concreción tan hermosa y tan realista del sólo Dios basta de Teresa de Jesús!

Escribo estas líneas en la sala de tránsito del aeropuerto de Miami. La mayor parte de la gente que está aquí, incluido yo, pertenece a una sociedad que ha sido educada en la exigencia de sus derechos. Esta educación es esencial para no ser víctimas de los más poderosos: los grandes grupos económicos o mediáticos, los políticos manipuladores, los funcionarios engreí­dos o los profesionales sin escrúpulos. Supone, pues, un enorme avance en la conciencia moral de la humanidad. Una de las características de las sociedades modernas es precisamente haber logrado que sus miembros pasen de la condición de súbditos a la de ciudadanos; es decir, que sean de verdad sujetos de derechos y no simplemente siervos de un poder absoluto.

Pero, ¿quién puede garantizar que nuestros derechos sean salvaguardados si no existe al mismo tiempo una cultura de los deberes? A veces, el mismo que reclama indemnizaciones por el retraso de un vuelo es el que atufa con el humo de su cigarrillo al que tiene al lado. Uno puede enfadarse con un funcionario incompetente y luego llegar tarde al trabajo sin importarle lo más mínimo. Estas incoherencias hacen que utilicemos distintas varas de medir: una, amplia, para reclamar nuestros derechos y otra, estrecha, para asumir nuestros deberes. Y, sin embargo, no hay garantía de derechos si no existe responsabilidad en el cumplimiento de los deberes porque los derechos de los demás pasan por el cumplimiento de los deberes que pueden hacerlos posi­ble. El derecho a ser atendido en caso de enfermedad, por ejemplo, pasa por el deber del estado de organizar un sistema sanitario universal y por el deber del médico de prestar ayuda competen­te a quien precisa de ella.

La niña Lidia puede aparecer ante nuestros ojos superficiales como una ancianita resig­nada y manipulable, el prototipo de una religiosidad que, con el recurso a Dios, encubre las responsabilidades humanas y no estimula el esfuerzo. ¡Qué torpe se me antoja este razonamien­to, aquí, en este país, prototipo de racionalidad y al mismo tiempo tan insustancial en ocasiones! El deseo de recibir al Señor era el que mantenía viva a esta anciana. Este deseo le permitía, a pesar de su debilidad, alentar a su familia y a sus vecinos para emprender el trabajo de recons­trucción. La gracia de la eucaristía era para ella una verdadera fuente de responsabilidad, no una evasión de la desgracia causada por el terremoto.

El caso de la niña Lidia no es un caso aislado. Hablando con unos y con otros, caí en la cuenta de que los damnificados pedían ayuda, pero no querían depender de la asistencia exterior. El derecho a ser ayudados iba acompañado -y aun precedido- por el deber de asumir la tarea de la reconstrucción. Un terremoto, como cualquier situación dolorosa, constituye un banco de prueba. Nos permite comprobar nuestras auténticas convicciones y actitudes. Cuando la niña Lidia pedía la comunión estaba mostrando que la fe que confesaba en tiempos de tranquilidad tenía raíces, que cuando consideraba que hacer la voluntad de Dios era su alimento, no estaba diciendo algo sin sentido. Estaba expresando lo que de verdad movía su vida. En este horizonte, su frase adquiría la profundidad de un acto de fe: “Sin la comunión ... no hacemos más que comer y dormir”.

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