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domingo, 31 de marzo de 2024

Dime si es verdad


Te lo pregunto a ti, María de Magdala, que has estado junto a Él en la cruz y no has encontrado su cuerpo en el sepulcro. Podría preguntárselo a Pedro, el jefe de los apóstoles, pero lo encuentro demasiado tornadizo. Quizás Juan podría darme señas, pero algo dentro de mí me dice que tu testimonio tiene más valor y, sobre todo, más corazón.

Dime si es verdad que el primer día de la semana te acercaste muy temprano al sepulcro, cuando aún estaba oscuro, y viste descorrida la losa del sepulcro. ¿También tu fuiste víctima de una ilusión óptica o el amor te hizo ver lo que tus ojos no eran capaces de registrar? ¿Viste la losa descorrida con los ojos de la cara o con los ojos del corazón?

Dime si es verdad que fuiste corriendo a comunicar la noticia a Pedro y al otro discípulo a quien Jesús amaba. ¿Te oprimía el miedo porque “se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto? ¿O, más bien, te empujaba la convicción de que Él no estaba muerto y querías compartirla con los pilares de la comunidad?

Dime si es verdad que Pedro y el otro discípulo salieron corriendo hacia el sepulcro y que el discípulo que llegó primero vio los lienzos tendidos, pero no entró. ¿Tenía miedo de ver algo macabro o le cedió la primacía a Pedro para que él se convirtiera en notario mayor de la comunidad?

Dime si es verdad que Pedro entró en el sepulcro y, además de ver los lienzos, vio también en otro lugar el sudario enrollado con que le habían cubierto la cabeza. ¿Qué valor probatorio tienen estas telas a la hora de testificar que Jesús había resucitado? ¿No te parece un argumento de poco peso?

Dime si es verdad que también entró el otro discípulo, el que había llegado primero, y que “vio y creyó”. ¿Qué vio en realidad, aparte de un sepulcro vacío y unas telas enrolladas por el suelo? ¿Qué sucedió en su interior para que la carrera hasta el sepulcro se convirtiera e un itinerario de fe?

Dime si es verdad que hasta entonces no habían entendido las Escrituras y todas las veces que Jesús mismo les había dicho que iba a resucitar de entre los muertos. ¿Tan hermética es la Palabra de Dios que necesita golpes de efecto para ser creída?


Creo que me he excedido en este interrogatorio, pero, abusando de tu paciencia, me atrevo a seguir preguntándote porque no quiero celebrar este domingo de Pascua bajo sospecha.

Dime si es verdad que, tras esta experiencia inesperada, todos los amigos de Jesús recobrasteis la fe perdida, comprendisteis el verdadero sentido de su mensaje y os lanzasteis a predicarlo sin calcular las consecuencias. ¿Fue así como sucedió o es más bien la historia que nos contamos a nosotros mismos para justificar que el Evangelio haya llegado hasta nosotros?

Dime si es verdad que Jesús no es un mito que nos proporciona algunas claves para entender la existencia humana, pero que acabó como tantos otros líderes que han existido a lo largo de la historia. ¿Cómo era su cuerpo glorificado? ¿Cómo percibisteis su nueva presencia, vosotros y vosotras que habíais comido y bebido con Él, que habíais recorrido a pie los caminos de Galilea, Samaria y Judea?

Dime si es verdad que nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, no nos equivocamos cuando decimos que Él está vivo y seguimos creyendo en Él. ¿Estamos prolongando una neurosis colectiva o proseguimos la cadena de testigos que, movidos por el Espíritu Santo, superamos las barreras del espacio y del tiempo?

Dime si es verdad que creer en Él no produce ningún desequilibrio, como no sea el desequilibrio del amor. ¿Por qué entonces muchos de los que se consideraron discípulos suyos en su niñez lo abandonan cuando son jóvenes? ¿Por qué otros se consideran admiradores suyos, pero lo separan de la comunidad que él constituyó?


No quiero cansarte más, María de Magdala. Sé que hoy no es un día para muchas preguntas, sino para muchas adhesiones y muchas alegrías. Pero soy hijo de una cultura desconfiada. Necesito apoyarme en el testimonio de los que habéis visto y oído.

FELIZ PASCUA
a todos los amigos de El Rincón de Gundisalvus

sábado, 30 de marzo de 2024

La liturgia de la espera


Estamos viviendo una Semana Santa pasada por agua. En las cumbres, el agua se vuelve nieve. Los prados empapados verdean con fuerza. El embalse está a rebosar. No apetece salir de casa. La lluvia y el frío disuaden a muchos de participar en las celebraciones. A falta de manifestaciones callejeras, este año se puede decir que “la procesión va por dentro”. Me impresiona ver en la televisión a muchos cofrades jóvenes llorando por no poder procesionar. Son miles los que han visto frustradas sus esperanzas. 

¿Por qué tantas personas sienten la llamada a procesionar tras la talla de un Cristo o de una Virgen? Las explicaciones convencionales (tradición, sentido de pertenencia a un grupo, exhibicionismo, etc.) no acaban de convencerme. Todo gira en torno a Jesús, su Madre y sus apóstoles. Sin ellos, no tendrían sentido estas manifestaciones de fe, devoción y arte. Lo más llamativo es que han experimentado un gran impulso en tiempos en los que otros muchos indicadores hablan de secularización y descristianización. La realidad es más compleja que nuestros análisis. Mientras la liturgia cristiana parece estancarse en un frío ritualismo, estos fenómenos devocionales llegan al corazón de millones de personas. Algo debemos aprender.


La tranquilidad del Sábado Santo nos ayuda a comprender que Jesús no está definitivamente enterrado, que Él tiene muchos modos de hacerse el encontradizo con las personas que lo buscan. No sé si los miembros de su comunidad compartimos su misma audacia. A menudo nos quejamos de que la gente no viene a las celebraciones. Quizá es preciso que antes nosotros vayamos a los lugares donde pasan la mayor parte de su vida. La evangelización es un vaivén constante, un viaje de ida y vuelta. 

Mientras repaso estas ideas contemplando la lluvia detrás de los cristales, pienso en los muchos catecúmenos que recibirán esta noche los sacramentos de la iniciación cristiana en distintos lugares del mundo. Es probable que algunos provengan de otras religiones. Otros vendrán de climas familiares y sociales caracterizados por la indiferencia. Todos, en un momento de sus vidas, han visto que Cristo no está muerto, que sigue vivo y puede ser descubierto a través de la fe. Si estas historias siguen sucediendo hoy como en los primeros siglos, ¿por qué vamos a perder la esperanza?


El Sábado Santo no es tanto el día de los que “no saben/no contestan”, sino la estación de espera de aquellos que, como María, han descubierto que Cristo ya ha resucitado en su corazón, aunque no vean a su alrededor muchos signos externos de su presencia. Este día “no litúrgico” es, en realidad, el día en el que celebramos la “liturgia de la espera” para la que la Iglesia no ha previsto ningún rito especial. Basta con que auscultemos los latidos de nuestro corazón, que anhelemos que suceda algo, que nos preparemos para la gran vigilia de esta noche. 

Aunque llueva o haga frío, aunque estemos en lugares en los que se celebra con poca solemnidad y belleza, la vigilia pascual es la manifestación de que lo que barruntábamos en nuestro corazón ha sucedido en la realidad. Nosotros, hombres y mujeres de la sociedad digital, pegados siempre a nuestros teléfonos móviles, nos veremos sacudidos por símbolos primordiales (el fuego, la palabra, el agua, el pan y el vino) que nos hablan de un Cristo que es luz del mundo, palabra de vida, agua que limpia y sacia, pan y vino que alimentan el camino de la existencia. Y, a través de estos símbolos primordiales, comprenderemos que Cristo sigue vivo entre nosotros y que merece la pena dejarse alcanzar por Él.



viernes, 29 de marzo de 2024

He aquí el Hombre


Hacía tiempo que no vivíamos presagios tan sombríos con respecto al futuro como los que estamos viviendo en estos años pospandémicos. La esperanza de que saldríamos mejores tras el zarpazo de la pandemia se esfumó pronto. Es como si el confinamiento, en vez de hacernos más humanos, hubiese incubado un mundo más agresivo. ¿Qué hacemos ahora? ¿Nos limitamos a levantar acta de una situación que nos supera? ¿O le plantamos cara con la estrategia del Viernes Santo? 

Leída la pasión de Jesús según san Juan en este contexto, arroja una luz potente para iluminar lo que nos está pasando. Jesús no va a la muerte como un fracasado, sino como un triunfador. ¡Es el Rey! ¡Es el Camino, la Verdad y la Vida! No hay poder humano o diabólico que pueda contra él. Incluso la muerte, que es a primera vista una derrota, el evangelio de Juan la presenta como el triunfo definitivo.


Este evangelio, en definitiva, no pretende tanto informarnos sobre cómo se desarrollaron los hechos de la pasión de Jesús, cuanto ayudarnos a comprender su profundo significado. Ya desde la primera escena, la del arresto en el huerto de Getsemaní (cf. Jn 18,1-11), Juan, a diferencia de los sinópticos, no menciona las emociones humanas de Jesús. No habla de su agonía, ni de su lucha interior, ni de la oración dirigida al Padre para que lo libre del “cáliz”. Lo presenta resuelto y decidido. No lo apresan los soldados. Es él quien se entrega. Nadie le arrebata la vida, sino que él la entrega libremente (cf. Jn 10,17-18). Con su afirmación “Yo soy” retroceden las fuerzas del mal. Apelando a las Escrituras, Juan quiere animar a los creyentes que temen ser arrollados por las fuerzas del mal, también a nosotros, que vivimos con mucha preocupación el presente y tememos por el futuro.

A diferencia de los sinópticos, Juan sitúa el interrogatorio de Jesús, no en la casa de Caifás, sino en la de su suegro Anás, que controlaba la economía del templo contra la que Jesús se opuso. Para Juan, Anás es el símbolo de las fuerzas del mal, del triunfo de las tinieblas sobre la luz. Jesús se enfrenta a él sin miedo: “Si he hablado mal, demuéstrame la maldad; pero si he hablado bien, ¿por qué me golpeas?” (Jn 18,23). Juan dedica al proceso frente a Pilato (cf. Jn 18,28–9,16) el doble de espacio que Marcos. En ese contexto político, estructurado en torno a siete escenas, se presenta con claridad la realeza de Cristo. Barrabás, que significa “hijo de padre desconocido”, representa a todos los bandidos de la historia que han usado la violencia.


En el relato de Juan, el camino hacia el lugar de la ejecución es muy breve: “Jesús salió él mismo cargando con la cruz hacia un lugar llamado la Calavera, en hebreo Gólgota” (Jn 19,17). No se habla de las mujeres que lloran por él, ni del cireneo que lo ayuda a llevar la cruz. Jesús camina solo, con decisión, hacia la meta donde manifestará su “gloria”. Al hablar la crucifixión (cf. Jn 19,18-37), Juan introduce algunos detalles ignorados por los otros evangelistas: por ejemplo, la importancia dada a la inscripción puesta sobre la cruz, la división de los vestidos “en cuatro partes” que simbolizan los cuatro puntos cardinales (Jesús se ha entregado para todos, su sacrificio tiene valor universal), la presencia de la madre al pie de la cruz (Jn 19,25-27), que es más simbólica que real (la mujer es la madre-Israel). 

Finalmente, la muerte de Jesús llega de un modo dulce y sereno (Jn 19,28-30). No hay gritos, ni terremotos, ni eclipses. Desde el trono de la cruz, el rey Jesús domina la escena. Solo Juan pone en sus labios las palabras: “Tengo sed” (Jn 19,28), eco del salmo 42,3: “Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo”. Después de haber recibido el vinagre, Jesús dice: “¡Todo se ha cumplido!” e, inclinando la cabeza, entrega el Espíritu (Jn 19,30). 

Todavía añade Juan un elemento al que otorga una importancia grande: un soldado clava la lanza en el cuerpo exánime de Jesús (Jn 19,31-37). A la misma hora en que en la explanada del templo los sacerdotes estaban inmolando los corderos pascuales, en la cruz se inmola el verdadero Cordero Pascual. Donando su sangre, Jesús ha salvado a la humanidad del ángel exterminador. Como al cordero pascual, al que según el libro de Éxodo no se le podía quebrar ningún hueso (cf. Ex 12,46), los soldados quiebran las piernas de los dos malhechores crucificados con Jesús para acelerar su muerte, pero respetan el cuerpo ya muerto de Jesús.


Por último, la sangre y el agua que brotan del costado de Cristo cuando uno de los soldados lo atraviesa con su lanza tienen también un gran valor simbólico: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su hijo único, para que quien crea en él no muera, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Tras la muerte de Jesús, Juan no narra la sepultura de un cadáver, sino la preparación del dormitorio nupcial en el que está a punto se recostarse el Esposo. Así es como Juan había presentado a Jesús desde el comienzo de su evangelio (cf. Jn 3,29-30).

Con esta narración gloriosa de la muerte/triunfo de Jesús, los creyentes afrontamos el mal el del mundo con la profunda convicción de que no tendrá la última palabra. Ninguna situación, por adversa que sea, es más fuerte que el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. El Viernes Santo, contra todos los pronósticos, no es el final de nada, sino el comienzo de una vida nueva.

Oración:

En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta.

jueves, 28 de marzo de 2024

Nos amó hasta el extremo


Vivimos tiempos de amores consecutivos: primero uno, después otro, luego otro, y así sucesivamente. La sola idea de permanecer con las mismas personas toda la vida por una parte nos atrae (porque llevamos dentro deseos de plenitud), pero por otra se nos antoja muy pesada. Los tiempos líquidos en los que estamos son reacios a las ideas, prácticas y afectos demasiado sólidos. “Que fluya la vida”, “déjate llevar”, decimos con ligereza, como si todos hubiéramos sido conquistados por las ideas vaporosas de la new age o hubiéramos hecho un curso acelerado de relativismo.

En un contexto así, ¿cómo dar sentido a lo que leemos en el Evangelio de este Jueves Santo? ¿Qué significa que Jesús, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”? Ese “extremo” no se refiere solo a un límite temporal (la muerte), sino a una cota de plenitud (hasta el máximo), a un modo pleno (sin condiciones). No estamos seguros de entender qué significa un amor así. El amor de Jesús no es ni romántico (como el de muchas novelas y películas), ni voluntarista (como el de quienes lo entienden como un deber), ni etéreo (como el de quienes aman sin comprometerse). Si hubiera que buscar una expresión inteligible, podríamos decir que para Jesús amar significa “dar la vida”.


En el contexto del Jueves Santo, hay tres expresiones que simbolizan esta entrega total: el lavatorio de los pies, la Eucaristía y la muerte en cruz. Las tres se iluminan entre ellas porque las tres se refieren al mismo misterio de entrega por amor.
  • Jesús lava los pies de sus discípulos en la cena de despedida porque quiere mostrar que el amor nos hace esclavos de las personas a las que amamos. Lavar los pies era una tarea reservada a los esclavos en aquel tiempo. Pero la esclavitud del amor que Jesús inaugura no es humillante o aniquiladora de nuestra identidad, sino un camino de verdadera liberación. Desde el abajamiento del servicio ayudamos a las personas a ser ellas mismas mientras nosotros alcanzamos nuestra vocación máxima, que no es otra que la de servidores, agentes de esa diakonía que está en la entraña del Reino que Jesús vive y anuncia.
  • La donación del cuerpo y de la sangre (la Eucaristía) simboliza una forma de entender la existencia humana como donación total. Igual que el pan y el vino, nosotros (unidos a Jesús), somos tomados, bendecidos, partidos y repartidos. Celebrar la “cena del Señor” expresa esta dinámica eucarística y nos capacita para vivir un amor que se convierte en alimento para los demás. Por eso, es difícil entender cómo se puede amar “hasta el fin” sin incorporarnos al cuerpo y sangre del Señor, sin “hacer memoria” de lo que él nos dejó como sacramento del amor.
  • La muerte en la cruz expresa la definitiva victoria del bien sobre el mal por la vía paradójica de aceptar libremente ser sus víctimas. Jesús no muere por inconsciencia, desesperación o despecho, sino porque llega a comprender que el único modo de vencer el pecado y todas sus secuelas es perforarlo “desde dentro”. Siendo cordero inmolado y no mesías triunfador, derrota para siempre el mal que corrompe a los seres humanos y desfigura el sueño de Dios para a humanidad. La muerte parece así una victoria del odio sobre el amor, pero, en realidad, es el amor quien sale vencedor.


No es fácil hacernos cargo de un testamento de estas dimensiones. A primera vista, pareciera que todo lo que hace Jesús contradice nuestras inclinaciones. Y, sin embargo, no hay nada que conecte más con nuestro centro personal que su sacrificio. No hay nada más liberador que ese amor que se entrega “hasta el extremo”.

De vuelta a nuestros asuntos cotidianos (afectivos, laborales, económicos o recreativos), caemos en la cuenta de que nunca acabamos de entender a cabalidad la entrega de Jesús. A medida que pasan los años, en conexión con las distintas etapas de la vida, vamos captando diminutos destellos de luz que nos permiten iluminar nuestro camino, pero siempre estamos aprendiendo. 

¿Qué es lo que hemos visto en este Jueves Santo del año 2024? Agradezcámoslo con sencillez y conservémoslo como oro en paño. Es el maná que necesitamos para seguir caminando.



miércoles, 27 de marzo de 2024

¿Entregar o entregarse?


Judas Iscariote ocupa mucho espacio en los primeros días de la Semana Santa. Hoy Miércoles Santo aparece en el evangelio de Mateo como el discípulo que está dispuesto a “entregar” a Jesús. Una vez que se ajustó con los sumos sacerdotes en treinta monedas, “andaba buscando ocasión propicia para entregarlo”. Seis veces aparece el verbo “entregar” en el fragmento de hoy. En todas ellas el verbo “entregar” puede ser intercambiado por “traicionar”. Judas “entrega” a Jesús como si fuera una mercancía. El mismo que criticó a María de Betania por despilfarrar trescientos denarios en un perfume de nardo es capaz ahora de entregar al Maestro por treinta monedas. 

Para María de Betania, Jesús es alguien que merece ser ungido. Para Judas, Jesús es alguien que puede ser entregado/traicionado/vendido. La diferencia es clara. Me impresiona mucho la afirmación de Jesús durante la cena: “Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. Es obvio que la frase va dirigida a quienes estaban compartiendo con él la cena, pero la frase atraviesa la historia. Va dirigida también a quienes participamos en la Eucaristía en distintos tiempos y lugares.


La sola idea de “entregar” a Jesús, de intercambiarlo por otros bienes, me produce escalofríos. Y, sin embargo, es lo que todos nosotros hacemos cuando pecamos, cuando con nuestra tibieza o nuestra cobardía, aseguramos “no conocerlo”, como Pedro. Vivimos una fe demasiado blandengue. A menudo nos dejamos llevar por la pereza, no estamos dispuestos a batirnos por Jesús. Lo vendemos por las “treinta monedas” de la tranquilidad, la aceptación social o el bienestar personal. 

La “entrega/traición” de Judas, por estigmatizada que esté, no es sino el reflejo de nuestras traiciones miserables. No nos gusta que nos lo recuerden, pero es redentor llamar a las cosas por su nombre. Quizá una forma de fortalecer nuestra fe es no tener miedo a reconocer nuestras cobardías y traiciones sin sentirnos humillados por ello, abiertos a la gracia redentora de Jesús, que perdona y rehabilita, que abre un futuro donde nosotros nos anclamos en el pasado. 


Frente a la “entrega/traición” practicada por Judas y por todos los que nos parecemos a él más de lo que nos gustaría, está la “entrega/donación” del mismo Jesús. Esta entrega no es fruto de la traición sino del amor. Jesús se convierte libremente en hostia viva de esa Eucaristía que es ofrecimiento por toda la humanidad. Por eso, quienes lo seguimos, estamos invitados a no detenernos en la entrega/traición, a hacer de nuestra vida una entrega/donación. 

Es verdad que esta segunda entrega exige morir a nosotros mismos, pero es una muerte que produce fruto, como la del grano de trigo que se siembra en tierra buena. La entrega/traición conduce al fracaso, a la desesperación, a la pérdida de todo. La entrega/donación conduce a la plenitud de la vida, a la alegría sin fin. Este Miércoles Santo nos confronta con estas dos maneras de afrontar la vida. ¿Entregar o entregarse? Mirándonos en el espejo de Judas y de Jesús, podemos elegir libremente cómo queremos vivir nuestra vida.


martes, 26 de marzo de 2024

Todo lo hacemos mal


Llevo años asistiendo con una mezcla de escepticismo e hilaridad a un fenómeno que continúa creciendo. Me refiero a la tendencia de muchos medios de comunicación a decirnos todo lo que hacemos mal, como si fueran el remedo de esa maestra sabelotodo que amargaba nuestra infancia. Me lo ha recordado la edición de ayer del Corriere della Sera. A la infinita lista de cosas que hacemos mal en casi todos los órdenes de la vida, el periódico italiano añadía el lugar equivocado donde guardamos la leche en el frigorífico. Ya no sabe uno si echarse a reír a carcajadas o llorar en una esquina de su cuarto. 

Ahora no dispongo de todos los enlaces a los artículos que he ido leyendo a lo largo de los años, pero puedo recordar algunas cosas de memoria. Nos cepillamos mal los dientes, preparamos de cualquier manera los espaguetis, no sabemos cocinar la tortilla de patatas, estacionamos mal el vehículo, no conducimos bien en las rotondas, pelamos sin criterio las gambas y los kiwis, combinamos desastrosamente las camisas y las corbatas, doblamos mal los pantalones, no sabemos cómo encontrar el inicio de una cinta adhesiva o abrir los envases de plástico y hasta clavamos mal los clavos en la pared. 

Y no digamos nada cuando nos internamos en el mundo de la medicina o del deporte. Ahí lo raro es hacer algo bien. Lo normal es que hagamos estiramientos nocivos, que tomemos remedios caseros que son dañinos y que nos pongamos a correr sin haber hecho no sé cuántos minutos de calentamiento. En pocas palabras: casi nada se debe hacer como aprendimos a hacerlo desde niños.


Esta obsesión por decirnos continuamente cómo debemos hacer las cosas es, con apariencia didáctica, otra forma más de manipulación. Presupone que todos somos ignorantes y que solo unos pocos “expertos” conocen los secretos arcanos, aunque se refieran a algo tan pedestre como barrer el suelo o asearnos. ¡Todavía recuerdo con qué prolijidad infantil nos explicaban cómo teníamos que lavarnos las manos durante la pasada pandemia! En Italia se repite un dicho que viene como anillo al dedo: chi sa fa, chi non sa insegna(quien sabe hace, quien no sabe enseña). 

Como vivimos en la sociedad de la información, todos somos asaeteados a diario con indicaciones acerca de todo: desde cómo debemos ducharnos hasta cómo se debe poner la mesa en Nochebuena, colocar la wifi o recibir la comunión en la mano. Reconozco que, en medio de esta avalancha de consejos (o de tips, como se dice ahora con pasión anglófila) también hay sugerencias útiles que nos ayudan a mejorar nuestros hábitos. YouTube, por ejemplo, está lleno de tutoriales sobre las cosas más insólitas. Uno puede aprender a tocar y afinar la guitarra, hablar chino, preparar una paella, plantar un manzano, doblar una camisa o fabricar un explosivo. Pero llega un momento en que nos cansamos de seguir tantas normas (o tantos tips). Al final, cada uno nos apañamos como buenamente sabemos y podemos.


El paroxismo se alcanza en el terreno de los medicamentos. La industria farmacéutica tiene productos para todas las enfermedades habidas y por haber. Los publicita y los cobra a buen precio. Aprovecha la existencia de un buen número de hipocondríacos. Al final, los que entienden dicen que estamos convirtiéndonos en una sociedad intoxicada. ¡No hace falta ser un experto para caer en la cuenta de que, si castigamos el organismo con muchos ingredientes químicos, al final arruinamos la salud! 

No sé cuál es la moraleja de la entrada de hoy, pero creo que lo que nos permite vivir con serenidad sin que se nos ponga cara de estúpidos es mirar todas estas propuestas con un poco de sorna, tomar algunas más prácticas y seguir el dictado de la experiencia, que nos va diciendo en cada caso lo que conviene hacer o no hacer y el modo mejor de ejecutar las cosas. Aprendemos también de nuestros errores. Conviene que nos equivoquemos de vez en cuando, aunque haya un tutorial en internet que nos explique paso a paso lo que debemos hacer para no cometer errores.


lunes, 25 de marzo de 2024

El refugio de los amigos


Existe el viernes negro (Black Friday) al día siguiente del jueves de acción de gracias. El lunes triste (Blue Monday) se celebra el tercer lunes de enero. Hay otros días de la semana que reciben distintos calificativos: lunes de pascua, martes de carnaval, miércoles de ceniza, jueves lardero, viernes de doloresdomingo sangriento, etc. Pero solo en la Semana Santa todos los días (de lunes a sábado) se califican de “santos”. Hoy es el primero de ellos. Otros años he escrito sobre el significado del Lunes Santo, que bien podría llamarse también el “lunes de los amigos”. Antes de sufrir la pasión, Jesús se refugia en Betania junto a sus amigos Lázaro, Marta y María. 

Hoy quisiera reflexionar sobre “el refugio de los amigos”. Quizá la expresión suene un poco reductiva (los amigos son mucho más que un refugio en momentos de crisis), pero vale la pena explorar este aspecto de la amistad en tiempos tan individualistas como los que corremos.


Tengo la impresión -quizá no es más que un sentimiento superficial- de que nos hemos vueltos muy celosos de nuestra privacidad, de que no queremos que nos molesten (ni siquiera las personas queridas) y de que tampoco nos gusta invadir el espacio de los demás. En vez de llamar por teléfono y pasar un rato charlando, optamos por enviar mensajes de texto o pequeños audios. Solemos decir que de esta manera no invadimos el tiempo y el espacio de la otra persona, pero, en el fondo, es una huida del desafío que supone toda conversación. Con muchas personas repetimos el mantra “a ver si nos vemos”, pero nunca concretamos el lugar y la fecha. Prodigamos el “puedes contar conmigo para lo que necesites”, pero nos sabe mal que alteren nuestra agenda con peticiones inoportunas. 

En la lista más o menos larga de amigos y conocidos no es fácil señalar con cuántos podemos contar “a tiempo y a destiempo”. En caso de apuro, ¿qué números de teléfono marcaríamos con la seguridad de que al otro lado vamos a encontrar siempre comprensión y ayuda y no simplemente frases corteses y respuestas evasivas? En la adolescencia y juventud, los amigos son sagrados. Recurrimos a ellos antes incluso que a nuestra familia. En esas edades se establece una complicidad que va más allá de la cortesía y el derecho a la privacidad. De adultos, un poco escarmentados por experiencias negativas, medimos más las distancias, nos protegemos más, nos volvemos más calculadores.


Jesús no tenía que medir ninguna distancia con Lázaro, María y Marta porque con ellos se sentía en casa. No se trataba de una relación profesional, ni siquiera discipular. Entre ellos se respiraba la fragancia del nardo de la amistad. Por eso, Betania era un refugio para Jesús en la fatiga del camino, pero también un trampolín que lo lanzó a asumir el final que lo aguardaba en la vecina Jerusalén. Cuando encontramos amigos así, que nos cobijan y nos lanzan, que nos quieren y nos estimulan, que nos perdonan y nos corrigen, que ríen y lloran con nosotros, podemos afrontar la batalla de la vida con la seguridad de que no vamos a terminar derrotados. 

Hoy no es fácil ser y encontrar amigos con estos rasgos. La atmósfera cultural nos ha ido volviendo cada vez más celosos de nuestro espacio personal, menos pacientes, más herméticos. Los mismos que exhiben una identidad impúdica en internet son los que temen una conversación cara a cara. La vulnerabilidad se maquilla con los filtros que nos proporciona la sociedad de la apariencia. El resultado es que pocas personas nos molestan, pero, a la postre, pocas nos quieren. Disminuyen los lugares donde refugiarnos con seguridad. El propio yo acaba convirtiéndose en una caverna inaccesible.

domingo, 24 de marzo de 2024

¡Tú eres el Hijo de Dios!


El atentado de Moscú, aparte de ser una salvajada que clama al cielo, va a echar más leña al fuego de la guerra en Ucrania. Ha sido el preludio trágico a una Semana Santa que comienza hoy con el Domingo de la Pasión del Señor o Domingo de Ramos. Todavía luce el sol. Parece que mañana nos visitará la lluvia y, en cotas altas, la nieve. Cuando, dentro de unos minutos presida la procesión y la posterior Eucaristía, el pensamiento se me irá a los cristianos que siguen sufriendo restricciones en Israel y, sobre todo, a las muchas víctimas de Gaza. Es inevitable no pensar en Tierra Santa como espacio marcado por la sangre, como si esa intersección entre Asia, África y Europa acotara para siempre el territorio de la violencia y de la guerra. 

Jesús fue víctima de esa extraña conjura. Lo recordaremos hoy, una vez más, cuando escuchemos el relato de la pasión según san Marcos. Como es bien sabido, los cuatro evangelistas dedican un gran espacio a narrar la pasión y muerte de Jesús. Cuentan los mismos hechos, pero desde perspectivas diversas y con diferentes objetivos. Cada evangelista selecciona o destaca aquello que puede resultar significativo para las comunidades a las que dirige su evangelio.


Este año 2024 seguimos el ciclo B. Prestemos atención a algunos acentos de la narración de Marcos que pueden ayudarnos a comprender mejor su profundidad y actualidad:

1) El evangelista nos muestra a un Jesús manso y desarmado, que se entrega en manos de sus enemigos sin reaccionar. Marcos subraya este hecho para sostener la fe de los cristianos de sus comunidades, duramente probados por las persecuciones. Si el Padre no ha librado a su Hijo de las injusticias, las traiciones y los sufrimientos, los discípulos tampoco nos veremos libres de tener que afrontar en nuestra vida la falsedad, la hipocresía, el disimulo y la violencia.

2) Marcos subraya más que ningún otro evangelista la soledad de Cristo durante la Pasión. En los otros evangelios, siempre encontramos a alguien que está junto a Jesús como una presencia amiga. En el evangelio de Marcos no hay nadie: Jesús es traicionado por la multitud que prefiere a Barrabás; es insultado, golpeado y humillado por los soldados; es ultrajado por los transeúntes y por los jefes del pueblo presentes en el momento de la crucifixión. Solo al final, después de haber narrado su muerte, Marcos hace esta acotación: “Estaban allí, mirando a distancia, unas mujeres” (Mc 15,40-41).

3) El momento culminante de todo el relato de la Pasión de Jesús según Marcos es la profesión de fe del centurión al pie de la cruz: “El centurión que estaba enfrente, al ver cómo expiró, dijo: «Realmente este hombre era Hijo de Dios»” (Mc 15,39). El secreto se mantiene hasta el final porque solo después de su muerte y resurrección será posible comprender quién es Él de verdad. Lo que más sorprende es que la proclamación de Jesús como “Hijo de Dios” no ha venido de uno de los apóstoles o discípulos, sino de un pagano.

4) Solo Marcos, refiriendo la oración de Jesús al Padre, destaca el apelativo arameo que ha usado: “Abbá, Padre” (Mc 15,36). Abbá corresponde a uno de tantos términos que, también entre nosotros, usan los niños para dirigirse a su progenitor. Jesús lo emplea en el momento más dramático de su vida, cuando, después de haber pedido al Padre que lo librara de aquella prueba tan difícil, se abandona confiadamente en sus manos.


Oración:

No quiero que estés solo, Jesús, en tu pasión y muerte. Aunque no sea digno, yo quiero estar contigo. Soy tan cobarde como Pedro, tan traidor como Judas y tan huidizo como todos los demás, pero quiero estar contigo porque tú siempre estás conmigo cuando me visita la noche del dolor o la duda. Es probable que pase del hosanna al crucifícalo, pero ni siquiera en medio de la traición puedo huir de tu mirada. Te quiero, Jesús. Te necesito. Te acompaño. Amén.

sábado, 23 de marzo de 2024

Caigo contigo para que te levantes conmigo


A la hora de empezar el Viacrucis nocturno por las calles de Vinuesa hacía una temperatura suave, de primavera aún tierna. A la luna le faltaba poco para ser llena, lo que conseguirá el próximo lunes. Niños, adolescentes, jóvenes, cofrades y personas mayores recorrimos las calles del casco antiguo durante una hora. Nos detuvimos ante cada una de las catorce estaciones situadas en algunas casas de la villa. La buena megafonía ayudaba a oír con nitidez las oraciones, cantos y meditaciones. 

Me sorprendió la belleza y actualidad de los textos. Luego supe que algunos se habían usado en la JMJ de Lisboa el pasado verano. Los jóvenes que los leían estaban poniendo carne a muchas de sus experiencias. En el bosque de palabras, me llegó al corazón la frase que encabeza la entrada de hoy y que un joven leyó en la novena estación. Para darle su justo sentido hay que ponerla en labios de Jesús: “Caigo contigo para que te levantes conmigo”. Me pareció grandiosa.


Jesús -el de las tres caídas del Viacrucis- cae con nosotros cada vez que caemos. Cae cuando reincidimos en nuestras adicciones. Cae cuando incumplimos nuestros compromisos. Cae cuando nos cansamos de creer. Cae cuando mentimos, calumniamos o insultamos. Cae, en definitiva, cuando nos venimos abajo por nuestra fragilidad. Me gusta creer en un Jesús que no contempla nuestras caídas desde lejos, aunque sea con un corazón compasivo, sino que prueba en sus carnes el dolor de caer con nosotros. 

Jesús se hace por un momento adicto al alcohol, a las drogas, a la pornografía y a las redes sociales. Se mete en la piel de quien no puede más y cede a la tentación de la ganancia fácil, la corrupción y la mentira. Desciende ante el foso de nuestras traiciones e incoherencias. Sabe, en definitiva, qué sentimos los humanos cuando, después de haber soñado una vida distinta, caemos en las mismas trampas de siempre y a menudo tiramos la toalla.


Pero hay una segunda parte que no tiene precio. El mismo que se rebaja hasta la hondura de nuestra miseria es el que nos da la mano o carga con nosotros en el viaje de ascenso. Jesús no se queda prisionero de nuestras caídas, sino que nos ayuda a levantarnos antes de que la humillación deteriore nuestra dignidad. Él no ve nuestro pasado, sino nuestro futuro. No ve lo que hemos sido, sino lo que podemos llegar a ser con su gracia. El juego del “contigo” (en la caída) y “conmigo” (en el ascenso) me parece una hermosa manera de expresar la dinámica cristiana. Anoche lo vi con mucha claridad. 

De regreso a casa, contemplando la luna casi llena, caí en la cuenta del poder que tienen las palabras. Por eso, necesitamos pensarlas bien, cincelarlas, regalarlas. Con ellas podemos destruir a una persona o levantarla de su postración. Un sencillo Viacrucis popular me resultó más elocuente que muchas homilías.

viernes, 22 de marzo de 2024

Se les escabulló de las manos


Me gusta mucho el verbo “escabullirse”. Según el diccionario de la RAE, las tres primeras acepciones son: 1) salir de un encierro, de una enfermedad o de un peligro; 2) dicho de una cosa: irse o escaparse de entre las manos; 3) dicho de una persona: apartarse, sin que de momento se note, de la compañía en que estaba. Es el verbo que usa el Evangelio de hoy para hablar de Jesús: “Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos”. 

En este Viernes de Dolores, en vísperas de la Semana Santa, me parece que a menudo también a nosotros se nos escabulle Jesús. Tenemos la impresión de que creemos en él “por defecto”, como si alguien hubiera instalado en nuestro disco duro la aplicación de la fe. Pero esa aplicación se vuelve pronto obsoleta. Necesitamos actualizarla continuamente para que funcione bien en la vida cotidiana. Si no, se bloquea. Entonces, ese Jesús que teníamos al alcance la mano, como algo adquirido para siempre, se nos escabulle casi sin darnos cuenta.


Hoy millones de personas se han puesto en camino hacia los pueblos y ciudades donde pasarán la Semana Santa. En muchos lugares se tienen las primeras procesiones nocturnas. Hay cofrades que llevan todo el año soñando estos días. Lo que más temen es que el mal tiempo arruine sus sueños y no puedan procesionar. 

¿Por qué la Semana Santa sigue teniendo tanto tirón si hace tiempo que hemos conseguido el título de sociedad secularizada y los más ilustrados se empeñan en decir que se trata solo de residuos culturales o de ritos atávicos que tienen poco que ver con Jesús y su Evangelio? 

Confieso que, más de una vez, en medio de una celebración de Semana Santa exquisitamente preparada, o en el silencio emocionante de una procesión callejera, he sentido que Jesús se escabullía discretamente mientras nosotros poníamos alma, vida y corazón en ejecutar estas acciones con orden y belleza. Jesús es siempre un insumiso que se ofrece con libertad, pero no se deja capturar. Se escapa cada vez que queremos apropiarnos de su persona y su mensaje.


Por eso, me parece que solo podemos vivir con verdad la Semana Santa cuando tomamos distancia de nuestros ritos y tradiciones y nos dejamos sorprender por los modos que Jesús emplea para llegar a los seres humanos. A veces, coinciden con los que nosotros consideramos tradicionales, sagrados, pero muy a menudo sus caminos no son los nuestros. Él se escabulle de todo encasillamiento y se manifiesta donde un ser humano sufre, busca o se arrepiente. Hay “semanas santas” que no caben en un cartel turístico o en el tablón de anuncios de una iglesia porque se producen en el corazón de las personas, allí donde se libra la batalla entre creer o desconfiar, amar u odiar, conformarse o buscar, aislarse o donarse. 

Cuando nuestra vida sintoniza con estas “semanas santas” a pie de calle, entonces las otras (la litúrgica y la devocional) se cargan de sentido. Nos sirven para actualizar el misterio del Cristo que sigue muriendo y resucitando, para honrar su memoria con sentimiento y belleza, para afinar el corazón y los ojos de manera que podamos reconocerlo en las costuras de la vida, allí donde él se refugia cuando se escabulle de nuestros montajes demasiado interesados.

jueves, 21 de marzo de 2024

¿Más perros que niños?


Apenas veo carritos de bebés por las calles de mi barrio. Veo -eso sí- decenas de niños y adolescentes porque hay varios colegios en la zona. A uno de ellos acudo cada mañana. Me alegra observar a los más pequeños descendiendo del autobús escolar con sus mochilitas a la espalda. Pero lo que veo a cualquier hora (sobre todo, por la mañana y al final de la tarde) es a muchas personas que pasean a sus perros. Hay canes de todas clases, desde pequeños chihuahuas hasta enhiestos pastores alemanes, pasando por peludos pekineses. Sus dueños pueden ser jóvenes o de mediana edad, pero predomina la gente mayor. 

Aunque algunos van provistos de bolsitas de plástico para recoger los excrementos (en caso de que sus canes se pongan a defecar en plena calle, lo cual suele ser muy común), no faltan residuos malolientes y olvidados (sobre todo, en los alcorques de los árboles) que algunos viandantes pisan sin darse cuenta con el justificable enfado. No entro ya en la costumbre más frecuente de orinar junto a las puertas de los edificios o en las esquinas. Sé que, al abordar este controvertido asunto, me meto en un charco, pero creo que no va a llegar la sangre al río. 


Hace tiempo que tenía pensado escribir sobre esta proliferación de perros urbanos y sobre la desidia de muchos de sus dueños, pero me he contenido un poco porque algunos de mis amigos profesan tal amor a sus canes que podrían darse por aludidos y, en consecuencia, sentirse ofendidos. No es mi intención. 

Desde niño he visto perros a mi alrededor. Y digo bien (a mi alrededor) porque nunca tuve la experiencia de tener un perro dentro de casa. Mi abuelo materno siempre se hacía acompañar por un pastor alemán que solía llamarse Popy y que disponía de su propia caseta para pernoctar en tiempo de invierno.  Cuando venía  a visitarnos (cosa que hacía casi todas las noches), el perro lo esperaba a la puerta. Jamás osaba cruzar el umbral. En aquella época los espacios estaban bien delimitados. Quizá por esa distancia profiláctica carezco de la sensibilidad que observo en muchas personas de hoy, para las cuales los perros son como miembros de la familia con muchos derechos y escasos deberes. 

Varios amigos me han dicho que la compañía de los perros puede llegar a ser más satisfactoria que la de los humanos. Proporcionan un cariño incondicional sin demasiados altibajos emocionales, exigen muy poco a cambio de atención y, sobre todo, a diferencia de los humanos, no te enredan en madejas afectivas. Ya escribía el jesuita Carlos González Vallés en uno de sus libros que un compañero suyo solía decir irónicamente: “Si quieres cariño en la Compañía de Jesús, cómprate un perro”. 

De nuevo confieso mi ignorancia. Pido perdón por mi falta de tacto y de finura a quienes han desarrollado una exquisita sensibilidad hacia los perros. A pesar de estas observaciones críticas, también yo disfruto con la belleza, inteligencia y fidelidad de estos animales. Y comprendo que la relación con ellos ha ido evolucionando a lo largo del tiempo. Quizás hemos pasado de una relación utilitarista (guardianes de la casa o del ganado) a otra más convivencial. Es probable que tengamos que cambiar el punto de vista.

Pero, dicho esto, me atrevo también a expresar algunas reservas y perplejidades. He aludido ya, de manera suave, a la suciedad urbana que provocan, aunque los humanos no nos quedamos atrás. Todas las mañanas veo al portero de una finca contigua a mi casa fregando con jabón y lejía las huellas mingitorias caninas que indefectiblemente decoran los bajos de la fachada. También mi comunidad hace algo parecido de vez en cuando, pero no hay fregonas suficientes para aplicar el mismo procedimiento al resto de la calle. [Por cierto, si los perros se han humanizado tanto, ¿no sería conveniente educarlos para que hicieran sus necesidades en un lugar apropiado de la propia casa y no en la calle de todos?].


Aunque esta falta de conciencia cívica me molesta porque degrada la convivencia, mi preocupación va más allá de la limpieza. ¿Qué significa, en el fondo, esta proliferación de perros domésticos y urbanos? ¿Se han convertido en sustitutivos de los niños (en el caso de las familias jóvenes), de los compañeros (en el caso de los hombres y mujeres de mediana edad) o de los cuidadores (en el caso de los ancianos)? ¿Proporcionan más satisfacciones que los humanos sin exigir especiales sacrificios, salvo el de alimentarlos bien y pasearlos un par de veces al día (lo que, por otra parte, es saludable para sus dueños)? ¿Estamos viviendo una “epidemia de soledad” porque ya no estamos dispuestos a cargar con la fatiga y la responsabilidad que suponen las relaciones entre humanos y preferimos la compañía de los perros? 

He oído opiniones para todos los gustos. Como en tantos otros asuntos, tengo más preguntas que respuestas. Pero, a pesar de todas las comodidades de que gozan hoy, no estoy seguro de que me gustara ser un perro humanizado entre algodones, cubierto con un abriguito de lana, cuando genéticamente estoy hecho para correr, saltar, enfrentarme a los elementos y, si llega el caso, morder con autoridad. 

Ayer vi un vídeo en el que una personalidad muy conocida, cuyo nombre prefiero ocultar, consideraba que la proliferación de perros urbanos como “compañeros de fatigas” es un síntoma elocuente de la decadencia europea. Mientras reducimos a índices bajísimos la natalidad, que es un signo de vigor y de esperanza (el factor principal para asegurar el futuro), multiplicamos el número de perros. No está mal pensar dos veces este asunto. Mientras tanto, hagamos cursillos acelerados de control de esfínteres.

Prometo escribir otra entrada sobre la entrañable complicidad que puede llegar a establecerse entre un humano y un perro para mostrar que no tengo nada contra la especie. Lo crítico no quita lo cortés.

miércoles, 20 de marzo de 2024

Ya es primavera en el Rincón


No es normal que mi despacho esté a 23 grados. Es verdad que el cambio de ventanas ha ayudado mucho al aislamiento térmico, pero la razón fundamental de esta agradable temperatura es que fuera ha empezado ya la primavera. Este año casi se dan la mano la nueva estación y la Semana Santa. Cuando llegue la Pascua dentro de once días, muchos árboles estarán ya vestidos de hojas nuevas. Me cuesta mucho imaginar este tiempo litúrgico en el hemisferio sur. Hemos asociado tanto el triunfo de Jesús sobre la muerte a esa victoria de la primavera sobre el invierno que no acierto a situar la Pascua en el otoño. 

En fin, dejando de lado estos contrastes, para muchas personas la primavera significa un estallido de vitalidad. Incumpliendo el refrán que aconseja que “hasta el cuarenta de mayo no nos quitemos el sayo”, esta mañana he visto ya por la calle a muchas personas en manga corta, como si hubieran estado deseando con toda su alma que llegase este día. A mí me parece un poco excesivo. Cada uno es deudor de su termostato.


No quiero ponerme demasiado lírico, pero los poetas siempre nos echan una mano. Antonio Machado da un brochazo verde para colorear la estampa: “La primavera besaba / suavemente la arboleda, / y el verde nuevo brotaba / como una verde humareda”. Pablo Neruda completa la paleta de colores añadiendo un toque azulado, amarillento y rojizo: “Todo ha florecido en / estos campos, manzanos, / azules titubeantes, malezas amarillas, / y entre la hierba verde viven las amapolas”. 

Octavio Paz añade al cuadro un toque aéreo: “El día abre los ojos y penetra / en una primavera anticipada. / Todo lo que mis manos tocan, vuela. / Está lleno de pájaros el mundo”. Adela Zamudio, poetisa boliviana del XIX, subraya que con la primavera vuelve la vida: “Después de la aridez y la tristeza / y del invierno pálido, inclemente / hoy que ya vuelves, primavera ausente, / todo a tu aliento a revivir empieza”.


Muchos otros poetas dan un paso más. No se limitan a cantar lo que sucede fuera, sino que se zambullen en su interior y le asignan a la primavera significados ocultos. El cubano José Martí describe tres regalos de este tiempo: “Con la primavera / viene la canción, / la tristeza dulce / y el galante amor”. Por un camino parecido transita el granadino Federico García Lorca: “Voy camino de la tarde, / entre flores de la huerta, / dejando sobre el camino / el agua de mi tristeza”. 

El onubense Juan Ramón Jiménez echa mano de tres símbolos (rosa, brisa y lumbre) para poner música a este cambio de ciclo: “Eres la primavera verdadera; / rosa de los caminos interiores, / brisa de los secretos corredores, / lumbre de la recóndita ladera”. La chilena Gabriela Mistral le da un suave toque irónico: “Doña Primavera / de aliento fecundo, / se ríe de todas / las penas del mundo”.


Me gusta mucho el poema del mexicano Jaime Torres Bodet porque habla de las estaciones interiores: “En primavera da flor el clavel. / Pero ¿en qué tiempo da dicha el amor? / En el recuerdo… / En primavera da aroma el rosal. / Pero ¿en qué tiempo da fuerza el dolor? / En el silencio…”. El recuerdo y el silencio son los tiempos del amor y del dolor, quizá también los tiempos de la primavera y, por lo tanto, de la Semana Santa. 

En el dolor de la entrega, Jesús nos muestra su amor hasta el extremo. En el silencio de la contemplación “recordamos” la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Pero no se trata de un recuerdo puramente emotivo, sino de una verdadera actualización del sacrificio redentor del Señor. 

martes, 19 de marzo de 2024

Un hombre contracultural


He escrito tantas veces sobre san José en este Rincón, que hoy me cuesta encontrar un enfoque nuevo. Partiendo de los textos reportados por Mateo en el llamado “evangelio de la infancia”, quizá lo que más me llama la atención es la presentación de José como el hombre dispuesto a llevar a la práctica lo que ha descubierto como voluntad de Dios. Encadeno tres textos muy significativos: “Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer” (Mt 1,24); “José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto” (Mt 2,14); “Se levantó, tomó al niño y a su madre y volvió a la tierra de Israel” (Mt 2,21). 

Es probable que este año me haya fijado en estos versículos porque vivimos tiempos en los que hablamos mucho y hacemos poco. José pertenece a la categoría de los que hablan poco y hacen mucho. Es un hombre contracultural. No lo encontraríamos nunca en las innumerables tertulias radiofónicas y televisivas, ni siquiera entre el grupo de los influencers. José se sentiría muy a gusto entre quienes preguntan qué hay que hacer y a continuación se arremangan para ponerse manos a la obra.


Necesitamos que el “principio josefino” coloree más la vida de nuestras familias y comunidades. Está bien escuchar y guardar en el corazón (principio mariano), moverse y predicar (principio paulino), organizar y liderar (principio petrino), contemplar y amar (principio juaneo), pero necesitamos también subrayar la importancia de la prontitud a la hora de poner en práctica lo que percibimos como voluntad de Dios. Quizás, por eso, san José es tan popular y tan invocado. Se lo ve como un santo atado a la realidad, práctico, resolutivo, que no se pierde en la verborrea e indefinición que a menudo caracterizan nuestros estilos eclesiales. 

No es que “del dicho al hecho haya un trecho” -como reza el refrán popular-, sino que a veces hay una distancia astronómica. He sido testigo de reuniones, asambleas y capítulos en los que se discute hasta la saciedad un concepto y un vocablo sabiendo que después la vida seguirá su curso sin tener en cuenta los resultados de esa discusión. Hay personas y culturas a las que les encanta hablar, discutir y programar, pero bastante menos hacer y revisar. Por el contrario, hay personas y culturas que hablan poco y concentran su energía en realizar bien y cuanto antes lo acordado.


José de Nazaret
pertenece a la categoría de personas que hablan con sus obras, que practican un silencio elocuente. Es muy probable que, debido a la escasez de datos sobre su figura, proyectemos sobre ella nuestros prejuicios, expectativas, sueños y temores. Conscientes de este riesgo, debemos atarnos lo más posible a los datos -ciertamente teologizados- que nos ofrecen las Escrituras. Y, en cualquier caso, acercarnos a él como intercesor. 

Son innumerables los colectivos e instituciones que lo invocan como patrono. Es patrono de la Iglesia católica, de países (como Austria, Bélgica, Canadá, Costa Rica, Corea del Sur, Italia, México, Nueva Caledonia, Panamá, Perú, Vietnam), de colectivos (padres de familia, carpinteros, artesanos, trabajadores, emigrantes, viajeros, administradores, seminaristas y niños por nacer). Es igualmente “patrono de la buena muerte” por considerar que murió en brazos de Jesús y María. 

En este año 2024 le pido que cuide de manera especial a la Iglesia (en un momento de fuerte tensión interna) y a los emigrantes (que en muchos lugares del mundo arriesgan su vida buscando un futuro mejor).

lunes, 18 de marzo de 2024

Vete y no peques más


Desde niño me ha impresionado el relato del encuentro entre Jesús y la mujer adúltera que leemos en el Evangelio de este lunes (cf. Jn 8,1-11). De no haber sido auténtico, la Iglesia no se hubiera atrevido nunca a incluirlo en sus escritos primitivos. Lo que todavía no sabemos bien es por qué un texto que encajaría muy bien al final del capítulo 21 de Lucas ha ido a parar al capítulo 8 de Juan. Ni el estilo literario, ni el enfoque teológico están en línea con el cuarto evangelio. Todo apunta al evangelio de Lucas, el de la misericordia. En cualquier caso, la historia es una joya imperdible que nos ayuda a entender el poder transformador del perdón. 

Una de las explicaciones más socorridas es vincular este relato a la referencia al juicio que se hace en Juan 8,15: “Yo no juzgo a nadie”. Sea como fuere, la actitud de Jesús nos desconcierta. Lo que le dice a la mujer –“Tampoco yo te condeno”– es una revelación de la actitud de Dios hacia los pecadores. El perdón no tiene límite. Nadie de los presentes resiste tanta autenticidad y tanta audacia. Todos se van retirando, comenzando por los “presbíteros” (es decir, por los de más edad).


La historia es demasiado nueva para quienes son deudores de una concepción equilibrista de la justicia: “tanto has hecho, tanto mereces”. Jesús no tolera el adulterio. Considera que es una afrenta al amor. Pero sabe también que el mejor modo de ayudar a la mujer adúltera a superar su pecado no es la condena –como querían los biempensantes de su tiempo– sino el perdón que abre las puertas del futuro. 

Por otra parte, en el relato no aparece por ninguna parte el varón. El peso de la ley suele recaer siempre sobre los que menos cuentan; en este caso, la mujer “sorprendida en flagrante adulterio”. Muchos comentaristas y predicadores insisten en que, después de perdonarla, Jesús le pide a la mujer adúltera que no peque más. Temen que el perdón sea una especie de puerta abierta para volver a las andadas.


Podemos entender las cosas de otra manera. Creo que el sentido más profundo es este: “En adelante, con el regalo del perdón recibido, tendrás fuerza para no volver a pecar”. El perdón inaugura un modo nuevo de percibirnos y de relacionarnos con los demás. Cuando somos perdonados de verdad, entonces algo dentro de nosotros se renueva. El perdón nos capacita para ser personas nuevas que viven desde el amor y para el amor. 

Por eso, lo mejor que podemos hacer para ayudar a las personas a cambiar es ofrecerles un perdón gratuito, el mismo que hemos recibido nosotros y que nos ayuda a levantarnos de nuestras caídas y proseguir el camino con Jesús.