Apenas cuelgue la entrada de hoy, me pondré en camino hacia Barcelona,
en donde pasaré las dos próximas semanas. Ojo, no voy a participar en el
segundo concierto de The Boss en el Estadi Olímpic -¡qué más
quisiera yo!- ni tampoco voy a disfrutar del largo puente con el que comienza
el mes de mayo en alguna de las playas de la costa catalana. El objetivo es
dirigir un nuevo taller de liderazgo, semejante a los que tuve en la India en febrero
y en Camerún en marzo, pero esta vez para los claretianos de las provincias de
Europa. Es probable que la lluvia me acompañe durante el trayecto. ¡Ojalá el
último día de abril haga honor al refrán “en abril, aguas mil”!
Antes de
fijarme en algún aspecto de la liturgia de hoy, la mente se me va a dos puntos
geográficos, muy distantes entre sí, donde en las últimas horas algunos de mis
amigos han vivido experiencias singulares que tienen que ver con la fe: por una
parte, la adoración y la alabanza; por otra, la fiesta y el compromiso
solidario. El denominador común es el encuentro entre creyentes y personas de buena
voluntad.
Anoche, en el auditorio de un instituto católico del Bronx
neoyorquino, mi amigo, el sacerdote mexicano Heriberto
García Arias, participó en La Noche Blanca, un evento de música
y adoración que reunió a cantantes, predicadores y un nutrido grupo de cristianos.
A él lo invitó la arquidiócesis de New York. Tuvo que volar desde Roma donde
ahora reside.
No sé cómo habrá resultado el evento, porque hace solo un par de
horas que ha concluido, pero imagino que habrá sido una explosión de entusiasmo
en uno de los barrios más famosos de la Gran Manzana. Conozco el estilo festivo
y sentimental de los católicos hispanos. En Europa no estamos muy acostumbrados
a eventos de este tipo, salvo entre quienes se mueven en ambientes carismáticos.
Alabar al Señor mantiene la fe viva. Cuando cesa la alabanza, la fe se marchita
o se transforma en filantropía.
En un lugar más cercano en el espacio y en el corazón, en mi
pueblo natal, ayer organizaron una “parrillada solidaria” en la plaza mayor con
objeto de recaudar fondos para Manos Unidas y, de paso, propiciar un momento de
encuentro en torno a la comida. Parece una paradoja que se quiera combatir el
hambre a base de comida, pero en este paradójico hecho hay más profundidad de la que
aparece a primera vista. Esta “política de los manteles” (aunque ayer no hubo
manteles) también fue muy usada por Jesús.
Quienes comen juntos se reconocen,
se aceptan y aprenden a con-vivir. La comida es una expresión de vida. Quien
te da de comer quiere que sigas viviendo. La solidaridad sigue teniendo mucho
tirón entre nosotros. ¿No es esta una hermosa expresión de una fe que no solo
es alabanza y adoración, sino también compasión, una fe que se encarna, que
toca suelo, que se hace cargo de las necesidades del mundo?
Hoy, IV
Domingo de Pascua, es el conocido como el domingo del Buen
Pastor. Es verdad que el salmo responsorial habla del Señor como pastor y que la primera parte del fragmento del evangelio de Juan que leemos en la misa (ciclo A), habla de un pastor (Jesús) que “va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz”. Pero el acento recae, más bien, en presentar as Jesús como puerta: “Yo soy la puerta de las ovejas”.
Por si la imagen fuera oscura, el mismo Jesús la aclara: “Yo soy la puerta:
quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos”. Jesús
no es como esos ladrones que entran en el aprisco “para robar y matar y
hacer estragos”. Algunos nos resultan familiares. Jesús ha venido “para
que tengan vida y la tengan abundante”.
Él es una puerta de vida, no de muerte. La fe es, ante todo, vida. Tanto el concierto del Bronx neoyorquino como la parrillada visontina son expresiones de una fe que no se limita a hacer lo de siempre, sino que explora nuevos caminos. Cuando la gente percibe que hay vida (lo que no siempre ocurre en nuestras celebraciones), se siente atraída porque la vida contagia vida. Y donde hay vida siempre está Jesús. Su misión consiste precisamente en regalar vida a manos llenas. ¡Que no pare la fiesta!