La situación en Colombia se complica de día en día. Se dan todos los ingredientes para la tormenta perfecta. ¡Hasta los claretianos nos hemos visto afectados muy de cerca! En Estados Unidos crece el clamor pidiendo la liberación de las patentes de las vacunas contra el coronavirus. México llora los muertos causados por el derrumbe de un puente. Francia conmemora pero no celebra el bicentenario de la muerte del sorprendentemente católico Napoleón. Madrid digiere los resultados de las elecciones autonómicas. En la India continúa el incremento de infectados y muertos a causa del virus, entre ellos un misionero claretiano de 45 años. En Italia vuelan las vacunaciones y se multiplican las reaperturas. El Manchester City y el Chelsea jugarán en Estambul la final de la Champions. Mourinho se viene como entrenador a Roma. Trump reanuda su actividad digital en una plataforma propia. La crisis alimentaria afecta a 55 países, el peor registro de los últimos cinco años.
En medio de estas y otras muchas noticias, cada uno de nosotros vamos construyendo nuestra propia historia. Cuando Lucas quiere situar a Juan el Bautista y a Jesús en el tiempo y el espacio, comienza su relato así: “En el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanio tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto” (Lc 3,1-12).
¿Cómo comenzaríamos hoy nosotros a contar nuestra propia historia? ¿Qué hechos destacaríamos y cuáles silenciaríamos? Imagino un comienzo parecido a este: “En el año 2021 de la era cristiana, siendo Joe Biden presidente de los Estados Unidos y Felipe VI rey de España [o cualquier otro líder político], bajo el pontificado de Francisco papa de la Iglesia católica…”. O quizá este otro: “En el año de la pandemia de coronavirus, cuando el Perseverance se posó sobre la superficie de Marte ...”.
Mientras los periódicos, radios y televisiones hacen su selección de las noticias y los historiadores realizan sus análisis de fondo, mientras el mundo presta atención a la macrohistoria que después pasará resumida a los libros de texto, nosotros tenemos que vérnoslas con nuestra microhistoria personal. Cuando uno tiene un familiar gravemente enfermo o está a punto de divorciarse, cuando se ha quedado sin trabajo o no sabe cómo afrontar la rebeldía de sus hijos adolescentes, importa poco que el presidente de los Estados Unidos sea Donald Trump o Joe Biden, o que el Real Madrid se haya quedado fuera de la final de Champions. En el fondo, la historia es lo que cada uno de nosotros vivimos como relevante, lo que nos afecta, lo que pone en juego nuestros afectos y convicciones.
Cuando uno está atrapado por una crisis afectiva, económica o de fe, presta poca atención a los telediarios. Bastante tiene con explorar su mundo interior en búsqueda de un poco de serenidad. Lo mismo podría decirse cuando uno está enamorado, metido de lleno en un proyecto laboral o cautivado por un viaje. Las cosas resuenan en nosotros en la medida en que conectan con lo que nosotros estamos viviendo.
Uno de los desafíos de la espiritualidad es precisamente hacer de puente entre la macrohistoria del mundo y la microhistoria de cada uno de nosotros. Por más que nos atrape un enamoramiento o una crisis económica, no podemos sustraernos a lo que pasa en el mundo. Nos afecta que haya vacunas suficientes para todos o no, que suba o baje la factura de la luz, que se consiga una paz justa en Colombia o que se controle la expansión del coronavirus en la India. Si algo hemos aprendido en la sociedad digital, es que todo está conectado. Vivimos dentro de un enorme sistema que nos afecta, aunque no seamos conscientes de ello.
La fe cristiana nos ayuda a descubrir que Dios está presente tanto en la macrohistoria del mundo y del universo como en nuestra microhistoria personal. No es el supermanager de una empresa colosal que se comunica con sus empleados a base de videoconferencias colectivas y anónimas, sino el padre amoroso que sabe nuestro nombre y todos los detalles de nuestra vida, que se interesa por nosotros, que nos hace sentir de mil modos su presencia. Reconocer su rostro en las pequeñas cosas de nuestra vida personal y en los grandes acontecimientos de la humanidad es lo que nos permite vivir una fe sin fisuras.
Creo que un signo de madurez humana y espiritual es precisamente está capacidad de estar muy atento a lo que sucede en el mundo (think globally) y, a la vez, de preocuparnos de los pequeños detalles de la vida cotidiana en el lugar en el que vivimos (act locally). Un extremo no anula al otro, sino que lo complementa y lo enriquece. Puedo, en consecuencia, estar muy preocupado por lo que pasa en Colombia y al mismo tiempo dedicar un tiempo a escuchar a un compañero de mi comunidad que atraviesa por horas bajas. Puedo seguir la evolución del Covid en India mientras colaboro con la Cáritas de mi parroquia. Nada impide que viva el milagro del enamoramiento y que no me olvide de que tengo que cuidar el medio ambiente. La macrohistoria y la microhistoria está unidas por el delgado hilo de la conciencia. Y, en el caso de los creyentes, por la fe en un Dios que ha creado el universo y que al mismo tiempo no permitirá que caiga un solo cabello de nuestra cabeza sin su permiso (cf. Lc 21,18).
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