Todos los años, cuando llega esta fecha, recuerdo la canonización de san Antonio María Claret acaecida tal día como hoy en 1950. El año pasado glosé el significado de este acontecimiento. Hoy prefiero fijarme en otro aniversario más modesto. Se cumplen dos años apenas desde la publicación de la carta apostólica Vos estis lux mundi (Vosotros sois la luz del mundo) en la que el papa Francisco ofrece algunas orientaciones y normas a los obispos y superiores mayores sobre cómo afrontar los casos de abusos sexuales a menores y personas vulnerables. En su carta, el Papa dice que “debemos seguir aprendiendo de las amargas lecciones del pasado, para mirar hacia el futuro con esperanza”.
Este es un asunto que ha arruinado la vida de algunas (demasiadas) personas, ha procurado dolor a muchas otras y ha sido causa de escándalo para cristianos y no creyentes. Estoy convencido de que para muchos es también un verdadero escollo a la hora de confiar en la Iglesia en general y en los sacerdotes y religiosos en particular. Lo he notado en varios ambientes y, sobre todo, en los medios de comunicación social.
Aunque se han dado pasos significativos en la línea de la denuncia, la reparación y la prevención, queda mucho por hacer. Algunas diócesis e institutos religiosos todavía no se han puesto las pilas. Es como si el asunto no fuera con ellos. O como si no tuvieran el valor de afrontarlo. Es de justicia remediar hasta donde sea posible los casos del pasado, pero es también urgente promover una “cultura del cuidado” que impida que se puedan dar casos de abusos en las familias y en las comunidades cristianas de cualquier tipo. La cultura que hoy vivimos es ambigua. Por una parte, es muy permisiva en materia sexual; por otra, es hipersensible a los derechos de todos.
En este contexto, no es fácil cultivar una “ética del cuidado” que implica respeto exquisito a los demás (sobre todo, a los más vulnerables), autocontrol, vigilancia, corrección fraterna y, en casos extremos, denuncia. En su carta, el Papa dice que “para que estos casos, en todas sus formas, no ocurran más, se necesita una continua y profunda conversión de los corazones, acompañada de acciones concretas y eficaces que involucren a todos en la Iglesia, de modo que la santidad personal y el compromiso moral contribuyan a promover la plena credibilidad del anuncio evangélico y la eficacia de la misión de la Iglesia”.
Cada vez que reflexiono sobre el asunto de los abusos sexuales o, más en general, sobre el lado siniestro de la condición humana, pienso algo parecido a lo que el otro día dijo el sacerdote italiano Marco Pozza en la Universidad Comillas de Madrid: “No hay ningún hombre que sea solo vicio o solo virtud”. En cada uno de nosotros crecen al mismo tiempo el trigo y la cizaña, somos luminosos y oscuros, podemos amar y odiar, respetar y agredir, bendecir y maldecir… A veces, basta que se den algunas circunstancias para que salga lo peor de nosotros mismos. He visto a algunas personas de gran reputación pública tener comportamientos miserables. ¿Cómo vivir siempre en estado de vigilancia, de manera que la fuerza de la virtud pueda debilitar la pulsión de los vicios? ¿Cómo vivir una cultura de la autenticidad y la transparencia que ayude a poner nombre a lo que nos pasa para que podamos abordarlo oportunamente?
Las personas y sociedades muy perfeccionistas y rígidas (la Iglesia lo ha sido en el pasado y sigue siéndolo hoy en algunos ámbitos) favorecen indirectamente la hipocresía porque no saben afrontar el lado oscuro de la condición humana sin juzgarlo. Antes de emitir un dictamen ético sobre cualquier persona o experiencia, hay que comprender sus raíces (por qué se produce algo) y su significado existencial (qué sentido tiene). De no hacerlo, se bloquea prematuramente cualquier proceso de sanación. La mera represión no resuelve los problemas. También en este campo queda mucho por hacer con ayuda de la ciencia y, sobre todo, con una actitud evangélica que busque ante todo la salvación de las personas, no su condena.
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