El martes escribí sobre los santos de la puerta de al lado; o sea, sobre las personas que tenemos cerca y que, sin grandes manifestaciones, viven una vida entregada a Dios y a los demás. A esta categoría pertenece un misionero claretiano que murió tal día como hoy en 1904. Se llamaba Mariano Avellana. Había nacido en Almudévar (Huesca, España) en 1844. Siendo sacerdote diocesano, en 1870 ingresó en el noviciado que entonces los claretianos teníamos en Prades, al sur de Francia, porque fuimos expulsados de España tras la “revolución gloriosa” de 1868. Profesó como Misionero Claretiano un año después en manos del P. José Xifré, que fue superior general de los claretianos durante 40 años. El P. Avellana permaneció dos años en Thuir (Francia).
Después, fue destinado a Chile, a donde habíamos llegado los claretianos en enero de 1870. Él lo hizo en 1873. En el país andino trabajó incansablemente durante más de 30 años. Estuvo en las comunidades de Santiago, La Serena, Valparaíso, Curicó y Coquimbo. Su actividad apostólica resulta asombrosa. Predicó unas 540 misiones populares. Al apostolado de la predicación unió su cercanía a los marginados de la época. Los hospitales y las cárceles fueron como su segunda casa. Cuando falleció el 14 de mayo de 1904, el pueblo chileno ya lo había “canonizado”; lo llamaban el santo Padre Mariano. Juan Pablo II reconoció oficialmente la heroicidad de sus virtudes y le otorgó el título de Venerable el día 23 de octubre de 1987. La causa de beatificación sigue su curso.
En el funeral del padre Mariano Avellana, que se ha convertido en prototipo de misionero valiente, don Luis Santiago Díaz, sacerdote secular, pronunció estas palabras:
“¡Qué triste es, amigos, dar el último adiós al hermano! ¡Compartió con nosotros la vida! Fue un infatigable apóstol en sus treinta años de servicios a Chile. No hubo cárcel que no visitara consolando a los presos, llevándoles ayuda de ropas y alimentos. Visitaba los hospitales consolando a los enfermos y calmando sus dolores. Quizá no haya en Chile otro religioso que conociese mejor que él al pobre y al indigente; sabía identificarse con los débiles y entraba con mayor gusto en el tugurio y la choza del pobre que en las casas de los adinerados…Su potente voz era signo de consuelo para todos”.
Solo quien está
convencido de que todos los seres humanos –independientemente de sus
condiciones personales o sociales– son hijos de Dios, puede entregarse a los
demás, sobre todo a los más necesitados, como lo hizo el P. Avellana. Él mismo
escribió: “Trataré de imitar a Jesucristo que no hacía separación de
personas. Para mí todos y todas serán hijos de Dios; lo mismo el Papa de Roma,
un niño, una muchacha, un mendigo o un preso de la cárcel”.
Necesitamos contarnos historias de genta auténtica para contrarrestar las “fake news” que nos rodean. ¡Ya está bien de mentiras, corrupciones, escándalos y deserciones! Hay mucha gente que ha dado y sigue dando la vida por los demás. Merecen más atención y reconocimiento que quienes ocupan las páginas de los periódicos por sus fechorías. Aunque el mal sea literariamente más resultón, el bien debe brillar como una lámpara puesta encima de la mesa para que alumbre a todos los de la casa (cf. Mt 5,15). He tenido la gracia de orar varias veces ante la tumba del P. Mariano Avellana que se encuentra en la basílica del Corazón de María de Santiago de Chile. De no haber sido por personas como él, la luz del Evangelio no hubiera llegado a miles de hombres y mujeres que la necesitaban para iluminar sus pobres vidas.
El mundo no se cambia desde la soledad de un despacho, sino recorriendo los caminos, encontrando a la gente en los lugares donde vive, haciéndose cargo de sus problemas, compartiendo su suerte. El P. Mariano pudo haberse quedado en la capital de Chile, en una posición más cómoda, pero se internó, a lomos de caballo, por las zonas desérticas del norte del país. Vivió entre mineros, campesinos, enfermos y presos, se acercó a todos porque estaba convencido de que “todos y todas serán hijos de Dios”. Murió, en definitiva, con las botas puestas, como lo que era: un misionero de cuerpo entero.
Escribes: “Necesitamos contarnos historias de gente auténtica”. Pues sí y te lo agradezco… Con sencillez nos acercas a la santidad y, aunque difícil, estás ayudando que nuestra vida espiritual sea más auténtica.
ResponderEliminarNos ayudas a descubrir que, en la vida de los santos, siempre hay un itinerario, en el cual Dios va manifestando a la persona el camino para llegar a Él… un camino muy humano, con sus dificultades, pero con la vista puesta en el horizonte… en la santidad.
También, desde nuestros lugares, sean los que sean, si dejamos las puertas abiertas para todos, podemos llegar a mucha gente con nuestro testimonio… podemos llevar a cabo, como bautizados, nuestra vocación misionera.