Aunque para los catalanes el 11 de septiembre está marcado por la Diada y para los chilenos es la fecha del golpe de estado de Pinochet en 1973, en los anales de la historia mundial el 11-S estará siempre asociado a los atentados del 2001 en los Estados Unidos. Es difícil imaginar una masacre tan
meticulosamente pensada y ejecutada. El siglo XXI empezó con la destrucción de
algunos de los grandes símbolos del siglo anterior (las famosas Torres Gemelas
de Nueva York) y, sobre todo, con la matanza de 3.016 personas (incluyendo a
los 19 terroristas y a los 24 desaparecidos). Muchas cosas ya no volvieron a ser como antes del 11-S. La sed de justicia e incluso de venganza envenenó las relaciones internacionales. El miedo puso en marcha muchos mecanismos de control que todavía hoy perduran. Todos sentimos que nuestro mundo se volvía más inseguro y que el mal era casi respirable. ¿Qué nos ha pasado? ¿Por qué hemos llegado hasta aquí?
Recuerdo haber leído hace tiempo las declaraciones de un psiquiatra ateo en las que afirmaba que la única doctrina de la dogmática católica que le parecía “empíricamente verificable” era la del pecado original. Ningún teólogo moderno se hubiera atrevido a tanto. Y, sin embargo, nos topamos a diario con esta inexplicable y dura experiencia. No es que seamos solo débiles (como sostienen quienes se dejan llevar por el optimismo histórico) sino que somos malos. Hacemos lo que no queremos y –como ningún otro animal en el planeta Tierra– somos capaces de infligir daño deliberadamente a otros seres humanos y a la naturaleza misma. San Pablo lo expresó con palabras insuperables: “Lo que realizo no lo entiendo, porque no ejecuto lo que quiero, sino que hago lo que detesto. Pero si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con que la ley es excelente. Ahora bien, no soy yo quien lo ejecuta, sino el pecado que habita en mí. Sé que en mí, es decir, en mi vida instintiva, no habita el bien. Querer lo tengo al alcance, ejecutar el bien no. No hago el bien que quiero, sino que practico el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo ejecuta, sino el pecado que habita en mí. Y me encuentro con esta fatalidad: que deseando hacer el bien, se me pone al alcance el mal” (Rm 7,15-21).
Recuerdo haber leído hace tiempo las declaraciones de un psiquiatra ateo en las que afirmaba que la única doctrina de la dogmática católica que le parecía “empíricamente verificable” era la del pecado original. Ningún teólogo moderno se hubiera atrevido a tanto. Y, sin embargo, nos topamos a diario con esta inexplicable y dura experiencia. No es que seamos solo débiles (como sostienen quienes se dejan llevar por el optimismo histórico) sino que somos malos. Hacemos lo que no queremos y –como ningún otro animal en el planeta Tierra– somos capaces de infligir daño deliberadamente a otros seres humanos y a la naturaleza misma. San Pablo lo expresó con palabras insuperables: “Lo que realizo no lo entiendo, porque no ejecuto lo que quiero, sino que hago lo que detesto. Pero si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con que la ley es excelente. Ahora bien, no soy yo quien lo ejecuta, sino el pecado que habita en mí. Sé que en mí, es decir, en mi vida instintiva, no habita el bien. Querer lo tengo al alcance, ejecutar el bien no. No hago el bien que quiero, sino que practico el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo ejecuta, sino el pecado que habita en mí. Y me encuentro con esta fatalidad: que deseando hacer el bien, se me pone al alcance el mal” (Rm 7,15-21).
Hay realidades
que me dejan sin palabras. No entiendo cómo el ser humano puede caer tan bajo. La única explicación es que su “disco duro” está infectado por un extraño “virus” que
provoca un mal funcionamiento. Es como si naciéramos con un defecto de fábrica, una propensión al mal que es superior a nuestras fuerzas. La fe cristiana sostiene que Dios hizo todo bien, incluyendo a los seres humanos. El pecado ha introducido una distorsión que desdibuja la imagen de Dios en nosotros. Para superarla, necesitamos la fuerza de la gracia. Conceptos como creación, pecado, redención, concupiscencia y gracia parecen remitirnos a otra época, pero, en realidad, ponen palabras a lo que experimentamos en nuestra vida cotidiana. Es probable que necesitemos actualizarlos, pero lo que no podemos es suprimir las realidades a las que hacen referencia.
Hablando del mal que nos inunda, me da rabia que:
- Algunas multinacionales farmacéuticas estén obstaculizando la producción de vacunas contra la malaria o el SIDA para seguir vendiendo masivamente medicamentos antipalúdicos y retrovirales, preocupándose más de sus desorbitadas ganancias que del bien de los seres humanos.
- El comercio de la droga (que lleva a los consumidores al hospital, a la cárcel o al cementerio) haya adquirido tal señorío impúdico y siga habiendo tantas personas (cada vez más jóvenes) enganchadas a ese veneno.
- El teléfono móvil que uso esté fabricado con coltán que algunos niños-esclavos extraen en el Congo y que la ropa barata que visto se haya fabricado en países donde los trabajadores cobran un sueldo miserable para producir las marcas de la vergüenza.
- Supermillonarios que han hecho su fortuna a base de explotar a la gente y de operaciones fraudulentas y criminales sean aplaudidos como si fueran héroes y se codeen con los políticos y artistas.
- La industria armamentística “provoque” continuos conflictos en varios rincones del planeta (siempre lejos de los países productores) para vender sus productos, cada vez más caros y sofisticados, aunque esto suponga segar miles de vidas humanas.
- Las mafias sigan esclavizando y controlando el tráfico de seres humanos desde África a Europa o desde América latina a Estados Unidos, haciendo negocio con la indigencia de los más pobres o perseguidos.
- La economía especulativa haya sustituido a la economía productiva (o real) dejando en la cuneta a millones de trabajadores.
- La robotización proceda a toda velocidad sin prever las consecuencias que tendrá en el mercado laboral y sin acompañar este desarrollo con planes laborales alternativos.
- Nuestros datos personales estén controlados por algunas empresas oligopólicas del mundo de las comunicaciones y puedan ser utilizados para nuestra manipulación u otros fines más perversos.
- Haya dinero para costosísimos proyectos que algunos expertos consideran faraónicos e innecesarios (como, por ejemplo, el acelerador de partículas del CERN de Ginebra o algunas empresas espaciales) y no haya para resolver problemas urgentes como la vivienda de los sintecho o la malnutrición infantil.
- Sigan existiendo formas modernas de esclavitud a través, por ejemplo, de la prostitución, la explotación de menores, etc. y que haya “consumidores” que alimenten este infame y lucrativo negocio.
- Haya grupos y organizaciones que fomenten el nacionalismo excluyente y la xenofobia sabiendo que estos fenómenos son siempre la antesala de grandes enfrentamientos y hasta de conflictos bélicos.
- Se busque la identidad por la vía de la exclusión de quienes son diferentes cuando la identidad auténtica siempre se encuentra por la vía de la relación.
- La afirmación de la propia raza, lengua, cultura, religión, nación, orientación sexual, etc. se coloque por encima de nuestra universal condición de seres humanos, libres, iguales y solidarios.
- Algunos cultivos masivos exijan la deforestación de amplias zonas de selva que son esenciales para el equilibrio ecológico.
- Las multinacionales del petróleo sigan poniendo obstáculos al desarrollo de las energías renovables a sabiendas de los efectos contaminantes de las energías fósiles.
La lista es
interminable. Lo que no entiendo, en definitiva, es por qué los seres humanos
nos empeñamos en hacer el mal, en hacernos la vida imposible unos a otros, en
destruir nuestro hogar. Es probable que seamos los “reyes de la creación”,
pero, en cualquier caso, somos unos reyes despóticos y malvados. Conservar la
fe en la humanidad y seguir abiertos a la esperanza parecen metas imposibles.
Ya sé que, junto a personajes siniestros, abundan más los científicos
preocupados por encontrar soluciones a los problemas que padecemos, artistas que buscan despejar el camino de
la belleza, hombres y mujeres que hacen cada día su trabajo y son personas responsables y de
fiar. Si no fuera así, no duraríamos ni un segundo.
Por eso mismo, porque el bien es más fuerte que el mal, hace un año sentí la
necesidad de escribir una breve apología
de las personas buenas. También ellas están afectadas por el “pecado
original”, pero la gracia es soberana. Han tomado en serio las palabras de Jesús:
“Tratad a los demás como queréis que os
traten a vosotros” (Mt 7,12). Pablo, en su carta a los Romanos, lo expresa
así: “Bendecid a los que os persiguen, bendecid
y no maldigáis” (Rm 12,21). Y más adelante: “No te dejes vencer por el mal, antes vence con el bien el mal” (Mt
12,21). No se trata de echar más leña al fuego de la violencia y de la maldad,
sino de apagarlo con el agua sanadora del bien.
No me he levantado con el pie izquierdo. Para compensar un poco la impresión de que las cosas van muy mal, os dejo un enlace a 70
vídeos con las principales canciones de Joaquín Sabina. Para los
aficionados a este compositor y cantante canalla,
es un buen regalo.
Gracias querido amigo por tu continua promoción del bien pese a que el desánimo y la desesperanza se vaya acomodando en las casas y dentro de los corazones.
ResponderEliminarNo quiero que me ocurra a mí ni a los míos. Ojalá podamos todos los que te leemos proclamar la esperanza de un mundo mejor y de todos. Gracias por tu amor a la humanidad a pesar de lo que pasa.
Gracias, Juan, por tus palabras. Creo que la fe nos impulsa a una mística de "ojos abiertos", pero no solo para percibir las muchas huellass del mal en nuestro mundo, sino sobre todo para cultivar las semillas de vida que el Resucitado ha plantado en nuestro suelo. No es poesía. Es lo más real que tenemos.¡Siempre adelante!
Eliminar