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domingo, 14 de julio de 2019

Es cuestión de verbos

El XV Domingo del Tiempo Ordinario me sorprende en la ciudad de Trujillo, adonde llegué ayer por la noche procedente de Arequipa. He pasado de la altura de los Andes a la bajura del Pacífico, de la montaña al mar, del sur al norte, de la sequedad extrema a la humedad generosa. Trujillo es conocida –al igual que otras ciudades americanas como San José (Costa Rica) o Medellín (Colombia)– como “la ciudad de la eterna primavera”, aunque este fin de semana la temperatura es más bien fresca. No en vano estamos en invierno en el hemisferio sur. El evangelio de este domingo también habla de una fuerte “bajada” de mil metros: los que separan la rocosa Jerusalén de las palmeras de Jericó. Esa bajada física y simbólica es el escenario que Jesús elige para su conocida parábola del buen samaritano. Si nos atenemos al texto de Lucas, en él no se califica a este hombre. No se dice si es bueno o malo. Tampoco se menciona su nombre. Se trataba de un samaritano; es decir, de una persona indeseable (por bastardo y herético) para cualquier judío. Pero antes es preciso encuadrar la parábola para comprender toda su carga de profundidad.

La historia que Jesús cuenta tiene que ver con la pregunta que le dirige un maestro de la ley y que, convenientemente retocada, podríamos formular cualquiera de nosotros. En su tenor original suena así: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar (¡ojo! no se habla de merecer sino de heredar) la vida eterna?”. Nosotros podemos modernizarla un poco: “Maestro, ¿cómo puedo ser feliz? ¿Qué tengo que hacer para vivir una vida plena?”. Jesús remite a la Ley. El rabino responde a la perfección citando el libro del Éxodo (que habla del amor a Dios sobre todas las cosas) y el libro del Levítico (que habla del amor al prójimo). Ambos textos (sobre todo el primero) resultaban familiares para cualquier israelita piadoso. Desde el punto de vista doctrinal, el rabino se merece la máxima calificación. Ha demostrado que conoce las Escrituras. Jesús le invita entonces a poner en práctica lo que sabe. En este paso de la teoría a la práctica es donde comienzan los problemas. Parece que sus estudios lo han preparado para saber quién es Dios (¡tan misterioso!), pero no lo han preparado para saber quién es su prójimo (¡tan cercano!). Es imposible leer hoy estos versículos sin sentirse denunciado. Muchos cristianos –y de modo especial los eclesiásticos– nos manejamos con soltura en el campo de la doctrina, pero fallamos a menudo a la hora de la práctica.

La parábola que cuenta Jesús ha sido analizada hasta en sus más ínfimos detalles. Es como un pozo sin fondo. Junto con la del padre misericordioso y los dos hijos pródigos (cf. Lc 15,11-32), es, sin duda, la que más me gusta, me ilumina y me interpela. En ella Jesús habla de un hombre que “bajaba” de Jerusalén a Jericó. No se dice nada de él: ni su nombre, ni su raza, ni su edad, ni su condición. Era un hombre sin más. Basta. Es cualquier hombre en apuros. Lo que le pasó a manos de unos bandidos se resume en solo tres verbos: “lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon”. Las reacciones ante él son variopintas. Las del sacerdote y el levita se resumen en dos verbos: “dieron un rodeo y pasaron de largo”. Estos dos verbos son como una patada en el estómago. Es el riesgo de quienes ponen (ponemos) el acento en la doctrina. Siempre encontramos argumentos para pasar de largo. Hoy es un día oportuno para explorar las falsas razones que solemos darnos para “pasar de largo” cada vez que se presenta en nuestro camino alguna persona necesitada. Pasamos de largo ante los inmigrantes y refugiados. Damos un rodeo cuando intuimos que alguna persona nos va a complicar la vida. ¡Y siempre lo hacemos movidos por sacrosantas razones!

El samaritano, del que tampoco se menciona el nombre, no se pierde en razonamientos o excusas. Hace lo que le dicta el corazón. Se pone a conjugar “otros verbos”. No son solo tres (como en el caso de los bandidos), o dos (como en el caso del sacerdote y el levita). Son nada menos que siete (u ocho o nueve): “Al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó”. Son los verbos del amor. Si no fuera porque en el mundo hay muchos hombres y mujeres samaritanos (incluyendo algunos eclesiásticos), habría demasiadas personas dejadas al borde del camino. Prójimo es quien practica misericordia. Lo demás es cuento. Jesús invita al maestro de la Ley a sacar las consecuencias: “Anda y haz tú lo mismo”. Admiro a las personas que, como por instinto natural, saben conjugar los verbos del samaritano en la vida cotidiana. Son personas que no se rompen la cabeza con cuestiones doctrinales. Simplemente se ponen a servir en lo que sea necesario. Siempre se puede contar con ellas. El contraste con los “ilustrados” que encontramos siempre excusas para no ensuciarnos las manos es tan evidente que, al final, uno se pregunta si cree de verdad en Dios o es víctima de un espejismo.

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