El XV Domingo del Tiempo Ordinario me sorprende en la ciudad de Trujillo, adonde llegué ayer por la noche procedente de Arequipa. He pasado de la altura de los Andes a la bajura del
Pacífico, de la montaña al mar, del sur al norte, de la sequedad extrema a la
humedad generosa. Trujillo es conocida –al igual que otras ciudades americanas
como San José (Costa Rica) o Medellín (Colombia)– como “la ciudad de la eterna
primavera”, aunque este fin de semana la temperatura es más bien fresca. No en
vano estamos en invierno en el hemisferio sur. El evangelio de este domingo
también habla de una fuerte “bajada” de mil metros: los que separan la rocosa
Jerusalén de las palmeras de Jericó. Esa bajada física y simbólica es el
escenario que Jesús elige para su conocida parábola del buen samaritano. Si nos atenemos al texto de Lucas, en él no se califica a este hombre. No se dice si es bueno o malo. Tampoco se menciona su nombre. Se trataba de un samaritano; es decir, de una
persona indeseable (por bastardo y herético) para cualquier judío. Pero antes es
preciso encuadrar la parábola para comprender toda su carga de profundidad.
La historia que
Jesús cuenta tiene que ver con la pregunta que le dirige un maestro de la ley y
que, convenientemente retocada, podríamos formular cualquiera de nosotros. En
su tenor original suena así: “Maestro,
¿qué tengo que hacer para heredar (¡ojo! no se habla de merecer sino de heredar)
la vida eterna?”. Nosotros podemos modernizarla un poco: “Maestro, ¿cómo puedo ser feliz? ¿Qué tengo
que hacer para vivir una vida plena?”. Jesús remite a la Ley. El rabino
responde a la perfección citando el libro del Éxodo (que habla del amor a Dios
sobre todas las cosas) y el libro del Levítico (que habla del amor al prójimo).
Ambos textos (sobre todo el primero) resultaban familiares para cualquier israelita
piadoso. Desde el punto de vista doctrinal, el rabino se merece la máxima calificación.
Ha demostrado que conoce las Escrituras. Jesús le invita entonces a poner en
práctica lo que sabe. En este paso de la teoría a la práctica es donde
comienzan los problemas. Parece que sus estudios lo han preparado para saber
quién es Dios (¡tan misterioso!), pero no lo han preparado para saber quién es
su prójimo (¡tan cercano!). Es imposible leer hoy estos versículos sin sentirse
denunciado. Muchos cristianos –y de modo especial los eclesiásticos– nos
manejamos con soltura en el campo de la doctrina, pero fallamos a menudo a la hora de la
práctica.
La parábola que
cuenta Jesús ha sido analizada hasta en sus más ínfimos detalles. Es como un
pozo sin fondo. Junto con la del padre misericordioso y los dos hijos pródigos
(cf. Lc 15,11-32), es, sin duda, la que más me gusta, me ilumina y me interpela. En ella Jesús
habla de un hombre que “bajaba” de Jerusalén a Jericó. No se dice nada de él:
ni su nombre, ni su raza, ni su edad, ni su condición. Era un hombre sin más.
Basta. Es cualquier hombre en apuros. Lo que le pasó a manos de unos bandidos
se resume en solo tres verbos: “lo
desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon”. Las reacciones ante él son
variopintas. Las del sacerdote y el levita se resumen en dos verbos: “dieron un rodeo y pasaron de largo”. Estos
dos verbos son como una patada en el estómago. Es el riesgo de quienes ponen
(ponemos) el acento en la doctrina. Siempre encontramos argumentos para pasar
de largo. Hoy es un día oportuno para explorar las falsas razones que solemos
darnos para “pasar de largo” cada vez que se presenta en nuestro camino alguna
persona necesitada. Pasamos de largo ante los inmigrantes y refugiados. Damos
un rodeo cuando intuimos que alguna persona nos va a complicar la vida. ¡Y
siempre lo hacemos movidos por sacrosantas razones!
El samaritano,
del que tampoco se menciona el nombre, no se pierde en razonamientos o excusas.
Hace lo que le dicta el corazón. Se pone a conjugar “otros verbos”. No son solo
tres (como en el caso de los bandidos), o dos (como en el caso del sacerdote y
el levita). Son nada menos que siete (u ocho o nueve): “Al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas,
echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a
una posada y lo cuidó”. Son los verbos del amor. Si no fuera porque en el mundo hay muchos hombres y mujeres samaritanos (incluyendo
algunos eclesiásticos), habría demasiadas personas dejadas al borde del camino.
Prójimo es quien practica misericordia. Lo demás es cuento. Jesús invita al maestro de la Ley a sacar
las consecuencias: “Anda y haz tú lo
mismo”. Admiro a las personas que, como por instinto natural, saben
conjugar los verbos del samaritano en la vida cotidiana. Son personas que no se
rompen la cabeza con cuestiones doctrinales. Simplemente se ponen a servir en
lo que sea necesario. Siempre se puede contar con ellas. El contraste con los “ilustrados”
que encontramos siempre excusas para no ensuciarnos las manos es tan evidente
que, al final, uno se pregunta si cree de verdad en Dios o es víctima de un
espejismo.
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