Ayer fue un día especial. Combiné los encuentros personales con algunas visitas turísticas. Antes de entrevistarme a mediodía con el arzobispo de Arequipa, monseñor Javier del Río Alba, pude recorrer a pie parte del centro histórico de Arequipa, declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad en el año 2000. Comencé por la espaciosa y bella Plaza de Armas. Caía el sol del plano. Los turistas buscábamos la sombra de los soportales porticados o de las palmeras. En el palacio de la municipalidad lucían muchas banderas peruanas, lo cual es una novedad porque Arequipa siempre se ha distinguido por sus ansias independentistas. Se ve que los éxitos recientes de la selección peruana de fútbol (subcampeona de la Copa América) y la inminencia de las fiestas patrias han aumentado algo el fervor patriótico.
La catedral la recorrí con detenimiento, acompañado por un guía local que daba las explicaciones en español y en inglés. La construcción comenzó en 1540. En 1844 fue destruida por un incendio. Fue reconstruida 24 años más tarde por el arquitecto arequipeño Lucas Poblete. El terremoto del 2001 afectó gravemente a sus torres. Hoy luce reconstruida. No me gusta mucho el estilo neoclásico del interior. Me impresionaron las enormes campanas. Subí hasta el tejado para tocarlas con mis manos y contemplar desde allí una hermosa vista de la ciudad de Arequipa y, sobre todo, del impresionante volcán Misti. Es difícil describir la sensación que produce contemplar desde el techo de la catedral unos cuantos picos de casi 6.000 metros de altitud coronados por manchas de nieve y prontos a enfurecerse y escupir fuego.
Por la tarde,
poco después del almuerzo, recorrí el Monasterio de Santa Catalina. No imaginaba lo que vi. Acostumbrado a
los monasterios europeos construidos en torno a un claustro, me sorprendió encontrarme
con una ciudadela de 20.000 metros cuadrados enclavada en el corazón de la
ciudad y protegida por muros de cuatro metros de alto. ¿A quién se le ocurrió construir este conjunto? No es el resultado de un plan urbanístico pensado en todos sus detalles, sino el fruto desordenado de la historia. Quizás por eso resulta atractivo y diferente. El interior es como un
pueblo con calles que llevan nombres de ciudades españolas (Sevilla, Córdoba,
Toledo) y con patios, claustros, jardines y fuentes. Las diversas celdas, pintadas por fuera en ocre rojizo o en azul añil, son como casitas rústicas dotadas de cocina, sala-comedor y
dormitorio. Encima de la puerta de cada una de ellas figura el nombre de la
monja que la habitó. En algún momento del siglo XVIII llegó a haber más de 300
personas, entre las monjas y sus “criadas”. Incluso hubo alguna santa, aunque parezca increíble, dado el tipo de vida que llevaban.
El conjunto, restaurado tras los
daños causados por incendios y terremotos, tiene un aire deliciosamente
decadente. Quizá es el modo mejor de expresar un estilo de vida religiosa
igualmente decadente, contra el que combatió Teresa de Jesús en el siglo XVI. Aunque en el
centro de esta ciudadela monástica se yergue el actual monasterio de las Monjas
Dominicas, las celdas antiguas permanecen vacías, como si fueran un museo de algo que fue pero ya no es. Constituyen un reclamo para
los turistas, que expresan su admiración en el libro de visitantes, y quizás
provocan más de una pregunta, a caballo entre la ignorancia, la curiosidad y la
confusión. Curioseé durante un par de minutos los mensajes escritos por visitantes gringos, holandeses, coreanos, españoles, argentinos, alemanes... Abundaban expresiones como amazing, increíble, etc.
Tras un paso
fugaz por La Mansión del Fundador,
celebré la Eucaristía vespertina con los representantes de los casi 40 grupos
de la Parroquia Corazón de María. Después me reuní con ellos para conversar
sobre la situación de la parroquia y los desafíos más inmediatos. Casi me sentí
abrumado por la cantidad de grupos y actividades. Les hice una pregunta un poco
maliciosa: “¿Se trata de una parroquia- supermercado (en la que uno puede
encontrar todo tipo de “productos espirituales” sin especial relación entre
ellos), o se trata, más bien, de una parroquia-cuerpo (en la que todos los
miembros están bien articulados y contribuyen a la vida del conjunto)?”. Uno
puede intuir la respuesta. A la hora de los desafíos, el más urgente es sintonizar
con los jóvenes. Hay grupos juveniles, pero representan una exigua minoría en
relación con los muchos jóvenes del territorio. No parece que las formas
tradicionales estén dando buenos resultados. Por el momento, no se ven
perspectivas nuevas, pero la vida sigue adelante. Hay flores hermosas incluso en invierno.
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