Este año, el tiempo litúrgico de Navidad, que concluye hoy, ha sido excepcionalmente largo: 20 días. Las lecturas (segunda opción de las dos propuestas) del domingo en el que celebramos la
fiesta del Bautismo del Señor parecen una síntesis apretada de la preparación
del Adviento y de la celebración de la Navidad. El capítulo 40 de Isaías
(primera lectura) abre el llamado “libro de la consolación”. Dios invita a
consolar al pueblo y a preparar una vía que lleve de regreso a casa, a Jerusalén.
La carta a Tito (segunda lectura) evoca un pasaje ya leído en la misa de
medianoche de Navidad: “Se ha manifestado
la gracia salvadora de Dios a todos los hombres”. Finalmente, el Evangelio el Lucas consta de
dos partes bien diferenciadas: el testimonio de Juan el Bautista sobre Jesús y la
experiencia de Jesús tras su bautismo, “junto
a todo el pueblo” en el río Jordán, “mientras
estaba orando”. A Lucas le gusta situar las principales acciones de la vida
de Jesús en un contexto de oración. El relato está cargado de elementos simbólicos que Fernando Armellini explica bien en el enlace que he puesto al principio. No es necesario detenerse en ellos ahora.
Me llama mucho la
atención el comienzo mismo del relato lucano: “El pueblo estaba a la expectativa”. Me pregunto si hoy también
estamos esperando algo o si ya hemos desistido dadas las frustraciones que
vamos acumulando en la vida. ¿Qué espera la gente de nuestro entorno? ¿Qué esperamos nosotros? Me da la impresión de que quienes en
los últimos tiempos están votando a partidos
populistas y de extrema derecha en varios países del mundo se comportan en cierta medida como los discípulos
de Juan el Bautista. Esperan que venga un líder fuerte (léase Trump, Bolsonaro, Putin, Duterte, Salvini, Orban, Abascal, etc.) que acabe con la
corrupción de la actual clase política (“la casta” como la denominaba el Movimiento 5 Estrellas en Italia antes
de acceder al poder, o Podemos en
España), ponga coto a la inmigración abusiva, controle el orden público y restaure las esencias de los
viejos tiempos. Es normal que estas expectativas se acentúen en tiempos de
crisis y confusión. No tendríamos que extrañarnos de esto. Es un ciclo que se repite en ciertos momentos de la historia. La grandeza moral de Juan el Bautista consistió en no
aprovecharse de las expectativas del pueblo para sus intereses personales, sino
en remitir todo a Jesús, el que no bautiza con el agua de la penitencia, “sino con el Espíritu Santo y fuego”.
¿Cómo responde Jesús
a las expectativas de la gente? No lo hace empuñando el látigo de la cólera y
la venganza, como habían vaticinado algunos profetas del Antiguo Testamento, sino introduciéndonos en la experiencia de hijos de Dios, la
verdadera fuente de toda renovación. Lucas no nos habla del lugar en el que se
produjo el bautismo de Jesús, pero la tradición de la iglesia local de
Palestina, siguiendo las indicaciones del evangelio de Juan, lo sitúa en un
lugar del Jordán llamado Betábara. Según los geólogos, este es el punto más
bajo de la tierra (unos 400 metros bajo el nivel del mar). Jesús, venido del
cielo, ha querido comenzar su misión descendiendo al lugar más bajo de la
tierra, mezclándose con la gente, para mostrar que quiere abrazar a todos,
empezando por los que están situados más abajo, por todos los despreciados y
marginados de este mundo. Abrazado a ellos, puesto en la fila de los pecadores junto a ellos, nos revela a todos nuestra
verdadera identidad: somos hijos de Dios. Somos –por decirlo con una expresión
paulina– “hijos en el Hijo”. A través del
Bautismo, Dios Padre pronuncia sobre
cada uno de nosotros las mismas palabras que pronuncia sobre Jesús: “Tú eres mi hijo amado”. Solo cuando
tomamos conciencia de la
importancia de ser hijos estamos en condiciones de cambiar nuestro
mundo. El cambio no lo hacen quienes son esclavos del pecado en todas sus
múltiples formas (corrupción, violencia, odio, etc.), sino quienes viven con la dignidad de hijos de Dios. No hay
nada más revolucionario y transformador que ser y saberse hijos e hijas de Dios por la fuerza del Espíritu
Santo.
Leo en un
periódico dominical un artículo sobre Una
crisis vaticana en cuatro actos. Aborda, entre otras cosas, el
descenso de la popularidad del papa Francisco en todo el mundo, sobre todo en
los Estados Unidos. Este momento, tarde o temprano, tenía que llegar. Muchos creyentes
y no creyentes habían alumbrado muchas expectativas que, a su juicio, el Papa
no está satisfaciendo. Una vez más, se produce lo que tantas veces en la
historia: quien hoy te aplaude, mañana te envía el patíbulo con el mismo
entusiasmo irreflexivo. ¿No será que, también una vez más, nos estamos comportando como
discípulos de Juan el Bautista y no como seguidores de Jesús? ¿No será que, en
vez de revivir nuestra experiencia de hijos y sacar de ellas todas las
consecuencias, soñamos con que venga un líder (en este caso, el papa Francisco)
que nos resuelva todos nuestros problemas a base de medidas drásticas (tolerancia
cero en los casos de pederastia, reforma de la curia, etc.)? La fiesta de hoy
tiene más miga de lo que a simple vista parece.
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