El comienzo del Tiempo Ordinario, tras las celebraciones navideñas, nos ayuda a valorar el encanto de lo cotidiano. Es verdad que hay una cotidianidad rutinaria, aburrida,
asesina. Es la de quienes todos los días hacen lo mismo sin encontrar sentido
a sus acciones y sin experimentar placer en ellas. Muchos trabajadores que están en
cadenas de producción viven esta forma moderna de esclavitud. Hacer todos los días
las mismas cosas, con las mismas personas y del mismo modo puede ser un
infierno. Pero hay también una cotidianidad que nos reconcilia con el ritmo de
la vida. Muchos ancianos, curados ya de los deseos juveniles de hacer siempre
cosas nuevas, viven con gratitud y sencillez los ritos de cada día:
despertarse, abrir la ventana, respirar el aire fresco matutino, asearse, prepararse
con calma un buen desayuno, arreglar la casa, hacer la compra, preparar la
comida, saborear un plato apetecido, leer un libro, dar un paseo, hacer una llamada
telefónica, visitar una iglesia, ver una serie de televisión, etc. Las personas
que han aprendido a dar sentido a cada cosa no se hacen problema con la
repetición. Disfrutan de la cotidianidad. Lo mismo les sucede a los
contemplativos que repiten las mismas oraciones todos los días a lo largo de su vida.
Esta cotidianidad reconciliada es un antídoto contra la cultura del frenesí,
que necesita estar continuamente cambiando y nunca encuentra la quietud que, en
el fondo, anhela.
Hay un himno litúrgico
que me acompaña desde mis tiempos juveniles y que pone palabras justas y
hermosas a esta experiencia al comenzar la jornada:
Comienzan los
relojes
a maquinar sus
prisas;
y miramos el
mundo.
Comienza un nuevo
día.
Comienzan las
preguntas,
la intensidad, la
vida;
se cruzan los
horarios.
Qué red, qué
algarabía.
Mas tú, Señor,
ahora.
eres calma
infinita.
Todo el tiempo
está en ti
como en una
gavilla.
Rezamos, te
alabamos,
porque existes,
avisas;
porque anoche en
el aire
tus astros se
movían.
Y ahora toda la
luz
se posó en
nuestra orilla. Amén.
En medio de la
algarabía diaria, de las prisas y las preguntas, el himno presenta a Dios como “calma
infinita”. No es que Dios sea un ser inerte. Quien ama está siempre henchido de
pasión. Lo que ocurre es que no está sometido a los vaivenes de nuestros
relojes y nuestras ansias porque “todo el tiempo está en ti / como en una gavilla”. Cuando entramos
en contacto con Él a través de la oración, entonces participamos de esa calma
divina. Reconocemos con alegría que “ahora
toda la luz / se posó en nuestra orilla”. A veces, en medio de las prisas
modernas, lo mejor que podemos ofrecer a las personas enfebrecidas es un poco
de calma. Hay personas que actúan como pulmones verdes en el caos de la ciudad.
Acercarse a ellas es sentir que las cosas pueden ser de otra manera, discurrir
con otro ritmo, que es posible hacer mucho y de manera eficaz sin ser
prisioneros de la prisa. El largo Tiempo Ordinario (dura 34 semanas) es una buena
oportunidad para entrenarnos en un ritmo de vida más saludable que se parece
más al que siguen las plantas en los campos que al de las máquinas de nuestras ciudades.
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