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martes, 2 de diciembre de 2025

Hay que estar


Llueve y hace frío. Mi despacho apenas alcanza los 16 grados a primera hora de la mañana. Espero que la calefacción consiga alzar la temperatura hasta los 21. Diciembre ha comenzado como debe ser: enseñando sus garras preinvernales. En mi comunidad no hay agua caliente. La ducha es un ejercicio de valentía al que no todos están dispuestos. Una vez más se aplica la ley de Murphy. ¡Menos mal que el Adviento litúrgico aporta el calor de la esperanza en medio del frío ambiental! 

Hoy el papa León XIV regresa a Roma tras su intenso viaje apostólico a Turquía y Líbano. No es fácil medir el impacto de estas visitas, pero las minorías cristianas de ambos países las agradecen. Necesitan sentir que allí donde florecieron las primeras comunidades cristianas puede seguir brotando una vida pujante. Recuerdo que en mis viajes a Tierra Santa en la década de los 90 era frecuente que algunos cristianos palestinos se quejaran de que muchos turistas y peregrinos occidentales viajaban a la tierra de Jesús, se emocionaban viendo las piedras de los antiguos monumentos, pero no entraban en contacto con las “piedras vivas” que formaban las comunidades cristianas del lugar. Al papa León XIV le interesan más estas “piedras vivas” que, por ejemplo, los restos arqueológicos de la basílica de Nicea donde se celebró el famoso concilio hace 1.700 años.


Entre las noticias del día, me llama la atención la que habla de que está aumentando el número de suicidios entre los adolescentes y jóvenes. Me produce escalofríos esta realidad. Va en la línea de lo que comentaban los pastoralistas de juventud del Reino Unido en el encuentro que tuve con ellos en Londres hace apenas un mes. Allí hablaban de la preocupación por las enfermedades mentales de los jóvenes. ¿Qué significa esto? ¿De qué es síntoma esta realidad? ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo que no anima a vivir? 

No soy un experto en el tema. Carezco de los datos suficientes para emitir una opinión ponderada. Expreso simplemente mi zozobra y mi cercanía con las personas que sufren más de cerca sus efectos. Es verdad que la adolescencia es una etapa de altibajos emocionales, de confusión y de incertidumbre, pero eso no significa que tenga que desembocar en el suicidio. Quizás hay algo más cultural que tiene que ver con la falta de entrenamiento para afrontar las dificultades de la vida, las frustraciones y los desengaños. Muchos niños crecen en un ambiente sobreprotegido o, por el contrario, falto de cariño, que no los prepara para navegar en solitario. Cuando tienen que afrontar problemas escolares, relaciones difíciles o soledades no queridas, se vienen abajo. No tienen un asidero que los mantenga a flote mientras dura la tormenta.


Cuando el nihilismo se cuela en nuestras vidas como la única explicación del misterio que somos resulta difícil vivir la vida con sentido, atravesar los túneles existenciales con la certeza de que al final siempre hay una luz, sentir que no caminamos solos, aprender a pedir ayuda, esperar contra toda esperanza. Los cristianos tenemos el enorme desafío de acompañar a las personas cuya pantalla vital se ha fundido a negro. El hecho de saber que hay alguien ahí puede marcar la diferencia entre quitarse la vida o seguir caminando. 

En situaciones de este tipo, siempre me vienen a la memoria las palabras del evangelio de Juan: stabat mater iuxta crucem. La madre de Jesús estaba de pie junto a la cruz. Ese “estar de pie”, sin decir nada, compartiendo en silencio el dolor, puede ser el principio de la salvación. Hay que estar. Por desgracia, algunos padres y educadores no están. Su ausencia hace que los niños y adolescentes se sientan en tierra de nadie. La sociedad digital rellena esos vacíos afectivos con infinidad de propuestas de entretenimiento y hasta con consejos psicológicos de una IA que aspira a sustituir a las figuras primordiales. Debemos pensar.

lunes, 1 de diciembre de 2025

El Director


Un compañero me regaló hace unos días El Director, un libro escrito por el periodista David Jiménez en 2019. Como indica el subtítulo, el libro trata sobre “secretos e intrigas de la prensa narrados por el exdirector de El Mundo”. Supongo que en su momento provocaría escándalo en el mundo de los medios de comunicación social, pero entonces yo vivía en Roma, así que no pude seguirlo de cerca. Estoy seguro de que mi compañero me regaló el libro teniendo en cuenta que ahora yo soy un pequeño director de una pequeña publicación llamada Vida Religiosa. Ni esta revista tiene que ver nada con El Mundo, ni yo tengo la trayectoria de David Jiménez, pero siempre se puede aprender algo. 

Confieso que me he devorado el libro en pocas horas. Está escrito con orden y agilidad. El texto de hace casi siete años conserva toda su vigencia. Quizás incluso es ahora más actual que entonces. Lo que David Jiménez cuenta, tras su experiencia de un año como director de uno de los principales periódicos españoles, es el ambiente de “secretos e intrigas” que rodea a los medios de comunicación social. Entre sus directores, las empresas que los patrocinan, los empresarios del IBEX y los políticos de turno hay un permanente correveidile de presiones, halagos, chantajes y amenazas. No es que el libro revele nada que no se supiera o intuyera, pero el relato cobra vida cuando va acompañado de nombres, fechas, reuniones y acontecimientos.


Es casi imposible ser un periodista “independiente”. Y no digamos si se trata de un periódico, una radio o una televisión. Todos estos medios viven en buena medida de la publicidad institucional o privada porque los usuarios no estamos dispuestos a pagar demasiado por su uso. Y quien paga la publicidad pone condiciones, exige privilegios, compra su imagen pública. 

Entre las anécdotas curiosas figuran las de algunos personajes famosos que llamaban airados al director del periódico para quejarse de que, en esa minisección en la que se colocan algunas fotos y nombres con una flecha hacia arriba (para indicar aceptación o aplauso) o hacia abajo (para indicar rechazo o crítica), ellos figuraban con la flecha hacia abajo. El impacto era mínimo porque los personajes de ese día eran sustituidos por los del día siguiente, pero su ego no se resignaba a que el director del periódico, como si fuera un césar redivivo, hubiera orientado su pulgar hacia abajo. Su autoestima quedaba por los suelos.

Estas miserias y otras de más calado nos ayudan a caer en la cuenta de que estamos vendidos. Para conocer la realidad dependemos de los medios de comunicación, pero a menudo estos nos ofrecen una visión que está vendida a los intereses corporativos o de aquellos que pagan, presionan o amenazan.


La irrupción de internet ha hecho que los medios tradicionales pierdan peso en beneficio de las redes sociales. Hoy cualquiera puede convertirse en informador u opinador. Basta crearse una cuenta en YouTube, Facebook, X, Instagram o en cualquier otra red social. La ventaja es que la información puede llegar directa al usuario, sin los filtros de las corporaciones. El gran riesgo es que se abre la veda para que las noticias verdaderas se pongan al mismo nivel que los bulos. A menudo es muy difícil distinguir la verdad de la mentira, la opinión ponderada del chisme o la calumnia. 

No sé si hemos avanzado o retrocedido con respecto al mundillo descrito por David Jiménez en El Director, pero por lo menos nos hemos vuelto más críticos y precavidos ante los riesgos de manipulación. Ya no se puede decir alegremente eso de que “lo he leído en el periódico, lo he oído en la radio o lo he visto en televisión” como prueba irrefutable de autenticidad. Nos vemos obligados a contrastar fuentes y a extraer nuestra propia conclusión. Tenemos que ser adultos a la fuerza.