Escribo en la estación del tren de Antequera. Son las 9,45 de la mañana. El cielo está cubierto. Se percibe también el polvillo del desierto del Sahara suspendido en el aire. No hace frío, pero la humedad hace que la sensación térmica sea inferior a los 12 grados que marca el termómetro. Viajo de Málaga a Granada. Ayer tuvimos un día pasado por agua. Había planeado disfrutar de la ciudad con un matrimonio amigo, pero nos contentamos con visitar la catedral y tomar un té y unos dulces en un tranquilo local árabe. El resto del día lo pasé en casa resguardándome de la borrasca Celia y preparando las próximas actividades.
Me sorprendió mucho La Manquita, que así es como llaman popularmente a la catedral malagueña por tener la torre derecha incompleta. Hacía muchos años que no la visitaba. Con ayuda de una web a la que se accede desde el código QR del billete de entrada es posible hacer del teléfono móvil una audioguía. Como sucede en la mayoría de las catedrales españolas, el coro canonical se convierte en un obstáculo -hermosísimo, eso sí- que rompe la linealidad de la nave central. En aquellos tiempos, el pueblo de Dios pesaba menos que el grupo de los canónigos. En una de las capillas laterales hay una placa que recuerda que el cardenal claretiano Fernando Sebastián está enterrado en la cripta de la catedral. Todo el conjunto me pareció majestuoso, aunque con esa incurable tendencia al sincretismo del catolicismo hispano.
Hay pocas personas en esta estación fantasma de Antequera-Santa Ana, en la que hago transbordo para Granada. Algunos son turistas ingleses y alemanes. Veo también un pequeño grupo de chinos. Los demás parecemos nacionales. El trato del personal de la estación ha sido exquisito. Mientras aguardo mi tren, doy vueltas a algunas conversaciones y experiencias de los últimos días. Ayer, por ejemplo, me ofrecí para presidir una misa funeral en nuestra parroquia del Carmen. Viví lo que muchos párrocos viven casi a diario. Antes de la misa saludé a la familia para saber algo de la persona por la que íbamos a orar. [La misa, por cierto, no es un homenaje a ningún difunto, como a veces se dice].
Me sorprendí de que casi nadie de los participantes supiera responder a las invitaciones del sacerdote. Era evidente que se encontraban allí para cumplir un cierto deber social, pero que no eran asiduos participantes en la liturgia cristiana. Sentí una gran tristeza interior, pero no me dejé llevar por ella. Intenté hacerme cargo de su extrañeza y procuré ayudarles a comprender lo que estábamos celebrando. No sé hasta dónde llegamos. Fue un ejemplo más de ese catolicismo sociológico que mantiene algunos ritos de pasaje (bautizos, comuniones, funerales), pero que no sabe bien por qué lo hace y para qué sirve. ¿Hasta cuándo podemos seguir así?
Este “para qué sirve” conecta con algunas conversaciones que tuvieron que ver con los problemas matrimoniales y, más en general, con la manera de vivir la sexualidad desde una perspectiva cristiana. ¿Sirve la fe para asegurar la estabilidad de un matrimonio? ¿Cómo se explica que muchos cristianos, incluso bien formados, no sepan afrontar sus crisis y opten por la separación o el divorcio? ¿Se puede educar la sexualidad o lo más humano y saludable es dejarse llevar por los impulsos “con tal de no perjudicar a nadie” (este parece ser el criterio moral vigente en nuestra sociedad)? Están cambiando tantas cosas y de manera tan acelerada que no me extraña nada que muchos cristianos no sepan a qué atenerse. Pocas parejas de novios, por ejemplo, comprenden que haya que abstenerse de las relaciones sexuales antes del matrimonio o que para un cristiano el matrimonio sea un sacramento y no un mero contrato civil. La mentalidad social imperante ha sido más eficaz que la catequesis cristiana. El abismo parece insalvable.
En este contexto, tenemos que aceptar de buen grado que somos una minoría y prepararnos para vivir con serenidad y lucidez esta nueva manera de ser cristianos. Esto no significa renunciar a compartir el Evangelio con otros, a evangelizar con entusiasmo, sino aceptar que la fe no va a llegar por mera tradición social o impregnación cultural, sino como fruto de una opción personal y tras un catecumenado adecuado a los tiempos que vivimos.
Tengo la impresión de que no estamos preparados para estas transformaciones, sino que las sufrimos pasivamente. La realidad nos irá haciendo reaccionar. No se trata de mirar a un pasado que no volverá, sino a un futuro que hay que construir.
Gracias… Tienes la habilidad de tratar diferentes temas en una misma entrada.
ResponderEliminarSe agradece que por un lado nos vayas dando a conocer un poco la geografía y la historia de los lugares donde te mueves, con ello vamos ampliando nuestra cultura.
Nos hablas de la misa-funeral, de la poca participación que hay…
Te preguntas ¿Hasta cuándo podemos seguir así?... Estamos yendo en declive… Los que piden misa-funeral, supongo que todavía tienen alguna semilla dentro que podría fructificar y es positivo que sean acogidos y como tú hiciste, ayudarles a vivir y comprender lo que se está haciendo… Por lo menos, en momentos difíciles, se sienten acompañados.
Actualmente abundan las celebraciones-homenaje que se realizan en el mismo edificio donde se ha velado al difunto y se han recibido a los familiares y amigos. Suelen ser celebraciones laicas… a no ser que haya una petición explícita y se pueda preparar desde una vivencia espiritual.
Otro tema del que comentas y haces una pregunta: ¿Sirve la fe para asegurar la estabilidad de un matrimonio? Creo que puede servir si los dos vibran al unísono, aunque no vivan el mismo tipo de espiritualidad, pero que se respeten y cada cual sea fiel a su manera de vivir la fe.
Gracias Gonzalo por invitarnos a “mirar a un futuro que hay que construir”. Ello nos puede dar sentido a nuestras vidas.