Hoy ha amanecido con lluvia constante y suave. Ayer, mientras paseaba por una Málaga nublada y cosmopolita, pensaba en los ucranianos y rusos que están combatiendo a más de 4.000 kilómetros de aquí. Hay un malestar de fondo que no me deja disfrutar con serenidad de esta acogedora ciudad. El solo hecho de saber que algunos centenares de personas están muriendo a causa de las bombas y los disparos me agita por dentro. Hace días que me he descolgado un poco de las noticias porque encuentro en el exceso de información un ápice de impudor. Comprendo el esfuerzo de los medios de comunicación por contar lo que está pasando sobre el terreno, valoro la valentía de los reporteros para contrarrestar con testimonios de primera mano los efectos distorsionadores de la propaganda oficial, pero veo también el riesgo de hacer de la guerra un espectáculo de masas con reportajes cada vez más atrevidos y excitantes. La frontera entre ambos extremos es muy sutil.
Imagino que durante estos días muchos lectores del Rincón se están preguntando lo mismo que yo: ¿Qué podemos hacer? Es la reacción espontánea cuando algo nos preocupa y sentimos que no podemos permanecer indiferentes. En los Hechos de los Apóstoles se nos cuenta que, tras el encendido discurso de Pedro el día de Pentecostés, la gente formuló una pregunta similar: “Al oír esto, se les traspasó el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos?” (Hch 2,37). No nos resignamos a permanecer sentados frente al televisor o la pantalla del ordenador viendo desfilar imágenes de heridos, muertos y refugiados.
A veces, quisiéramos unirnos a las caravanas de voluntarios que se desplazan a Ucrania para llevar víveres y regresan a España y otros países europeos trayendo, sobre todo, mujeres y niños. La mayoría de los hombres se quedan en Ucrania para defender a su país de la invasión rusa. Por todas partes se mueven ONGs, se abren cuentas bancarias, se organizan centros de acogida y se improvisan acciones de todo tipo. Es la reacción admirable de una Europa que, ante la incapacidad o inconveniencia de hacerle frente a Putin y a sus tropas por vía militar, activa sus frentes solidarios.
En esta situación extrema, con cerca de tres millones de personas desplazadas en menos de cuatro semanas, no debemos perder la calma. La pregunta principal no es tanto qué puedo hacer yo, sino qué necesitan ellos. El objetivo no es satisfacer nuestra conciencia para no sentir el remordimiento de la pasividad, sino responder a las verdaderas necesidades de quienes padecen en carne propia las consecuencias de la guerra. Eso pasa por un mínimo de organización y por una confianza grande en las personas que viven en Ucrania y que de múltiples maneras nos hacen llegar sus peticiones. De lo contrario, se pueden producir atascos innecesarios en el suministro de ayuda, desperdicio de alimentos perecederos, manipulación por parte de las mafias locales y corrupción a diversos niveles, como ha sucedido en otras grandes campañas de solidaridad a propósito del terremoto de Haití y de otros desastres naturales.
Estoy viviendo todo esto muy de cerca porque da la casualidad de que la cocinera de la comunidad claretiana de Málaga en la que ahora me encuentro es una mujer ucraniana. Ella nos cuenta de primera mano cómo se están viviendo algunas cosas en su país de origen puesto que está en permanente contacto con sus familiares y amigos. Aunque resulte repetitivo, creo que el acento se debe desplazar del qué debo hacer yo al qué necesitan ellos. No siempre son coincidentes ambas perspectivas. El bien se debe hacer también de manera inteligente y organizada. Las emociones sirven para poner en marcha la solidaridad, pero no para canalizarla eficazmente.
No sabemos los jirones que esta guerra va a dejar en la piel de Europa y del mundo. No sabemos cómo va a evolucionar la geopolítica de los próximos años, pero intuimos que cambiarán muchas cosas. Las guerras no se gestan de un día para otro. Por lo general, son el estallido de tensiones acumuladas e irresueltas a lo largo de muchos años. Cuando no abordamos los conflictos en su raíz y los vamos escondiendo debajo de la alfombra de los propios intereses, preparamos el terreno para que un día nos estallen en las manos.
Cada día veo con más claridad que Occidente no ha sabido relacionarse bien con Rusia desde la caída del comunismo. Ha coqueteado con los oligarcas rusos para atraer inversiones de todo tipo (desde compras de equipos de fútbol hasta grandes operaciones inmobiliarias), ha firmado contratos millonarios para comprar gas y petróleo, ha tolerado algunas mafias de guante blanco, ha abierto mercados para sus grandes compañías, pero ha hecho la vista gorda a muchas vulneraciones de los derechos humanos dentro de Rusia y a sus intervenciones fuera, de manera que Putin ha ido forjándose un imperio “a su medida”, con la oposición perseguida o encarcelada y secretas alianzas con algunos líderes occidentales. Ahora vemos los resultados de esta política ambigua y titubeante. Podíamos haber aprendido algo de experiencias anteriores, pero por lo general los intereses económicos y geoestratégicos pueden más que las enseñanzas de la historia.
¿Qué hacer ahora? Podemos seguir rezando por el don de la paz, podemos canalizar nuestra solidaridad con el pueblo ucraniano a través de organizaciones solventes, podemos apoyar al pueblo ruso que se rebela contra la dictadura de Putin… y podemos hacer todo lo posible por crear una nueva conciencia de ciudadanía global en la que todos nos sintamos corresponsables de la paz mundial sin sacralizar las fronteras nacionales. Desde hace mucho tiempo se va perfilando el concepto de injerencia (o intervención) humanitaria. Cuando se vulneran gravemente los derechos humanos en un determinado país, la comunidad internacional no debe permanecer pasiva. La dignidad humana prevalece sobre la soberanía nacional.
En este contexto es inconcebible que, casi 80 años después, todavía hoy cuatro grandes vencedores de la II Guerra Mundial (Estados Unidos, Reino Unido, Rusia y Francia) tengan, junto a China, poder de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La guerra de Ucrania nos está abriendo los ojos sobre la necesidad de regular los conflictos internacionales de una manera más preventiva, compartida y eficaz.
Os dejo con un fragmento del famoso Va’ pensiero de
la ópera Nabucco de Giuseppe Verdi, interpretado al aire libre por el coro
de la Ópera de Odessa (Ucrania). Es todo un símbolo del ansia de libertad del pueblo ucraniano.
La pregunta que formulas supongo que somos muchos que nos la hacemos ante la impotencia que vivimos frente a demasiados problemas juntos y que nos hace sentir impotentes y perdidos.
ResponderEliminarTanta noticia de Ucrania, con imágenes horrorosas, también puede tener el peligro de “anestesiarnos” y no ser capaces de reaccionar ni frente al gran problema ni en los problemas cotidianos que tenemos a nuestro alrededor.
Nos llevas a una buena reflexión con: “La pregunta principal no es tanto qué puedo hacer yo, sino qué necesitan ellos.” Y esta pregunta puede ser aplicada en todas las situaciones que se precisa ayuda. De lo contrario estaremos proyectando y solucionando nuestras necesidades.
Muchas gracias Gonzalo, por toda la reflexión a la que nos llevas y por el fragmento de ópera con que nos obsequias.