Estamos acercándonos al final del año litúrgico. Este XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario nos ofrece un mensaje de serenidad, unidad y esperanza. Para comprenderlo mejor podemos partir de lo que estamos viviendo hoy. La pandemia ha incrementado los miedos que nos acompañaban desde comienzos del milenio. Los anuncios catastrofistas que en el pasado estaban en la boca encendida de algunos líderes de sectas religiosas hoy provienen de muchos científicos. Por todas partes se nos dice que el fin del mundo está cada vez más próximo porque, debido al calentamiento global, estamos acabando con nuestro planeta. Desde hace décadas se piensa en la posible emigración a otros planetas de nuestro sistema solar para asegurar la supervivencia de la especie humana.
Este temor a la desaparición es recurrente a lo largo de la historia. Se ve que a los seres humanos nos gusta fantasear con la hecatombe final y rodearla de signos dramáticos y espectaculares. La única diferencia es que hoy reviste tintes científicos. Jesús nos cura de toda tendencia a calcular el fin: “El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre” (Mc 13,32). No sirve de nada romperse la cabeza con aquello que escapa a nuestro control. La historia está en manos de Dios.
Aunque hay novelas y películas que se sirven del género apocalíptico, surgido en Israel un par de siglos antes de Cristo (recordemos el fragmento del profeta Daniel que se lee en la primera lectura), la mayoría de nosotros no estamos acostumbrados a utilizar y descifrar este género extraño. Nos sentimos muy perdidos. Por eso, nos cuesta tanto entender el Evangelio de hoy. Sin embargo, con un mínimo de formación, su mensaje es claro:
- “El sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán”. Jesús no está hablando de un cataclismo cósmico, sino de la superación de toda idolatría. En el mundo pagano, el sol, la luna y las estrellas eran adorados como dioses. Su caída significa que el único soberano es Dios, que la fe vence siempre a las idolatrías antiguas y modernas. Jesús invita a sus discípulos de todos los tiempos a la serenidad y la confianza. Dios es siempre vencedor. No hay ningún poder (político, económico, mediático o de cualquier signo) que pueda derrotarlo.
- “Enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte”. En tiempos de crisis y persecuciones, corremos siempre el riesgo de la división y la dispersión. Cada uno buscamos una salida por nuestra cuenta. Hacemos del “sálvese quien pueda” la consigna de nuestra vida. Jesús nos invita a perseverar en la unidad. Dentro de la comunidad cristiana habrá algunos “ángeles” (es decir, discípulos que actúan en nombre de Señor) que se ocuparán de reunir a todos y de combatir todo cisma.
- “Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta”. Por muy duras que sean las circunstancias históricas que nos toque vivir, lo que importa siempre es prestar atención a las yemas que brotan, a los signos de vida. Son manifestación de la presencia del Señor en medio de nosotros. Jesús nos invita a vivir en esperanza, conscientes de que a Dios nunca se le escapa la historia de las manos y que la primavera sigue siempre al invierno.
Por desgracia, con mucha frecuencia damos más crédito a
nuestros temores que a la palabra de Jesús, olvidando que “el cielo y la
tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Creo que el Evangelio de este
domingo constituye una fuerte invitación a dejarnos guiar por la Palabra de
Dios y no tanto por las innumerables palabras humanas que a menudo nos
desorientan y entristecen.
En su mensaje con motivo de la V Jornada Mundial de los Pobres que se celebra hoy, el papa Francisco nos recuerda que “el rostro de Dios que Él revela, de hecho, es el de un Padre para los pobres y cercano a los pobres. Toda la obra de Jesús afirma que la pobreza no es fruto de la fatalidad, sino un signo concreto de su presencia entre nosotros. No lo encontramos cuando y donde quisiéramos, sino que lo reconocemos en la vida de los pobres, en su sufrimiento e indigencia, en las condiciones a veces inhumanas en las que se ven obligados a vivir. No me canso de repetir que los pobres son verdaderos evangelizadores porque fueron los primeros en ser evangelizados y llamados a compartir la bienaventuranza del Señor y su Reino (cf. Mt 5,3)”.
¿Cómo vamos a vivir con esperanza si no somos capaces de ver en los pobres los “signos de vida” que nos despiertan de nuestro letargo? Quien está volcado en compartir la suerte de los pobres, no tiene tiempo ni humor para perderse en especulaciones apocalípticas. Cuando se vive desde el amor, uno ya vive el final de los tiempos porque el amor será la palabra definitiva, el punto final de la historia. No tiene nada que temer. Así pues, serenidad, unidad y esperanza. Nos sobran el nerviosismo, la división y el temor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.