Me gustan las mañanas de junio. Abro de par en par la ventana de mi despacho para que entre el aire fresco. Como da al oeste, me libro del implacable sol matutino, aunque tengo que combatir el vespertino bajando la persiana y, en casos extremos, conectando el aire acondicionado. A esta hora me llegan amortiguados los ruidos de los coches y el gorjeo de algunos pajarillos que buscan refugio entre los árboles y arbustos del jardín. El hecho de ser una persona diurna me ayuda a encontrarme en plenitud de facultades al comienzo de la mañana. Me parece que todo es nuevo. Disfruto con la oración silenciosa, la Eucaristía comunitaria y el desayuno vegetariano.
Un poco antes de las 8 estoy ya en mi despacho dispuesto a comenzar el trabajo de la jornada. Repaso la agenda, escribo la entrada del blog y organizo el resto de las tareas. Como muchos de mis compañeros, me he especializado en “gestor de momentos”. A lo largo del día irán pasando por mi despacho algunas personas que me dirán: “¿Tienes un momento?”. Yo les diré que sí, que ¡faltaría más! Esos “momentos” que algunos me demandan no son tiempo robado a mi trabajo, sino parte esencial del mismo. El curso sobre liderazgo me ha ayudado a comprenderlo mejor. Cuando ponemos el acento en llevar a cabo tareas, las conversaciones con otras personas nos parecen interrupciones o estorbos. Cuando, por el contrario, comprendemos que lo esencial del liderazgo es acompañar a las personas, cada encuentro es una oportunidad única, un regalo inmerecido.
A veces ese “momento” consiste en resolver una duda informática a alguien que sabe un poco menos que yo; otras, en dialogar sobre algún proyecto conjunto, repasar un texto o fijar algo en la agenda. Con frecuencia, ese “momento” no programado implica saludar a una persona que viene a casa, a una visita que cruza el pasillo de las oficinas. Es normal que quien entre sea un compañero que quiere intercambiar unas cuantas frases para descansar del trabajo que está haciendo o simplemente para contar un chiste. De la sabia gestión de estos “momentos” no incluidos en la agenda depende que la jornada tenga un sentido pleno.
Para esto se requiere un cambio de mentalidad: pasar del trabajo entendido como realización imperiosa de tareas a descubrir que el arma fundamental de todo trabajo directivo es la conversación. Escuchar y hablar no constituyen una pérdida de tiempo, sino la mejor manera de acompañar a las personas, conocer sus necesidades, estimular sus capacidades y vincularlas lo más posible a un proyecto común. Hay personas que tienen un perfil psicológico que facilita las relaciones personales. Otras pueden desarrollar actitudes y destrezas. Lo importante es colocar a la persona en el centro y no concebirla solo como fuerza de trabajo, sino, ante todo, como un sujeto que necesita ser tratado con respeto.
Una buena parte de mi trabajo matutino se me va en responder correos y atender a diversas peticiones que llegan desde varios lugares del mundo. Tampoco esto es tiempo robado a mi misión, sino una parte esencial de ella. Estas prácticas que pueden parecer burocráticas me conectan con la vida real, con las necesidades de las personas. Si no, se corre el riesgo de naufragar en el mar del pensamiento. Cuando me parece oportuno, pongo un poco de música. Solo si necesito terminar algo que exige concentración abandono el despacho y me encierro en el estudio de mi habitación personal. A primera hora de la tarde son frecuentes las videoconferencias. Coincide con la mañana americana y con la tarde-noche asiática. Esto permite mantener conversaciones con personas de diversas latitudes. Los meses de la pandemia han multiplicado por diez esta herramienta comunicativa. Procuro que nunca superemos los 90 minutos. Estamos ahorrando tiempo y dinero.
De vez en cuando,
entre una actividad y otra, entre un “momento” y otro, me detengo unos segundos
para preguntarme qué estoy haciendo, cómo lo estoy haciendo, por qué lo hago y,
sobre todo, por quién lo hago. Es un mini examen que me ayuda a no ser víctima de
mí mismo, de mis ansiedades e intereses, de mis prisas y de mis automatismos. Todo puede ser “misión” si responde a
una llamada. Lo que importa no es lo que nosotros hacemos por nuestra cuenta,
sino la respuesta que damos a las llamadas que Dios nos hace a través de múltiples
mediaciones. Esto da una gran unidad de fondo en medio de una tremenda
dispersión de actividades.
El ruido de los
coches ahora más fuerte y continuo que el gorjeo de los pájaros. Roma ha
entrado ya en su ritmo normal. Mañana será otro día.
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