Aunque la semana pasada estuve enfrascado en el curso sobre liderazgo, tuve ocasión de leer por encima algunos periódicos digitales. Me impresionó la noticia del trágico desenlace de las dos niñas desaparecidas en Santa Cruz de Tenerife (Islas Canarias) a finales de abril. Olivia tenía seis años y Anna uno. Eran hijas de la pareja formada por Tomás Gimeno (el presunto autor de los hechos) y su exesposa Beatriz Zimmermann. Los servicios de rescate han encontrado el cadáver de Olivia dentro de una bolsa en el fondo del mar. Ahora siguen buscando el de su hermana pequeña. La noticia ha conmocionado a España.
¿Cómo es posible que un padre sea capaz de hacer algo así para vengarse de su exesposa y hacer que viva amargada el resto de su vida? Se multiplican los análisis, pero resulta casi imposible comprender un comportamiento como este. El caso de Olivia y Anna se une al de miles de niños desaparecidos, al de mujeres maltratadas, al de menores abusados sexualmente, al de chicos y chicas ridiculizados por sus compañeros de escuela, al de adolescentes que se suicidan porque no se sienten aceptados y comprendidos, al de ancianos que son abandonados a su suerte… Cada vez que nos acercamos a la otra cara de los seres humanos, caemos en la cuenta de que, por muy positivos que seamos, tenemos que convivir con el mal. No podemos vivir como si no existiera.
¿Por qué los seres humanos llegamos a estos extremos? ¿Por qué la violencia echa a veces raíces en nosotros? ¿Por qué somos capaces de herir a quien decimos querer? ¿Por qué jugamos con la vida? No tengo una respuesta nítida. Hay muchas cosas que no entiendo. Pero hay algo que podemos hacer: defender la “cultura de la vida”. Jesús nos recuerda que ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (cf. Jn 10,10). Cuando nosotros dejamos de considerar la vida un valor sagrado (aunque no absoluto), entonces todo es posible. Podemos practicar abortos por motivos varios, podemos ridiculizar a quien creemos inferior, podemos vengarnos de otras personas usando todo tipo de medios, podemos explotar a otros para conseguir dinero o placer, podemos eliminar las vidas de quienes nos estorban (incluyendo enfermos terminales y ancianos en situación de dependencia), podemos, en definitiva, convertirnos en dueños de la vida y de la muerte. Cada vez me parece más urgente propiciar una educación que muestre un exquisito respeto por la vida humana, por toda vida y en toda circunstancia.
En este lunes de junio, lleno de luz y calor, todo invita a disfrutar de la vida. Me asomo por la ventana de mi despacho y veo el jardín recién segado. Miro hacia arriba y veo un cielo azulísimo. Leo el periódico y me entero que hoy mi región, el Lazio, entra en “zona bianca” (o sea, que se elimina el toque de queda nocturno)… La proximidad del verano dispara las expectativas. El máximo de luz solar crea una especie de euforia colectiva. A medida que vemos el final de la pandemia, vamos recuperando las ganas de disfrutar de los pequeños placeres de la vida que durante meses han estado secuestrados. ¿Cómo vivir esta fiesta personal y colectiva sin herir los sentimientos de quienes se ven sometidos a pruebas tan duras como la madre de las pequeñas Olivia y Anna? ¿Cómo hacernos cargo de quienes, cerca o lejos de nosotros, viven dramas que no siempre pueden compartir con otras personas?
El fin de la pandemia parece cercano, pero eso no significa que todos los que han perdido el trabajo puedan recuperarlo con facilidad. O que quienes han vivido de cerca la enfermedad y la muerte se olviden de todo y empiecen una segunda vida. El mal siempre deja cicatrices. Solo en la experiencia del amor de Dios podemos encontrar sentido y consuelo ante las muchas cosas que no entendemos. Me pregunto cómo afrontan estas crisis quienes no viven el don de la fe, cuáles son sus agarraderos, dónde encuentran fuerza para seguir adelante cuando experimentan los zarpazos del mal. Reconozco que la noticia sobre el asesinato de las niñas canarias me ha removido por dentro. No puedo entender una espiritualidad que pase como gato sobre ascuas sobre las experiencias de dolor que nos rodean. Es verdad que el dolor y la muerte no son la última palabra, pero sí la penúltima; por eso, debemos también aprender a pronunciarla.
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