A lo largo de todo el mes de mayo hemos estado orando por el final de la pandemia desde diversos santuarios marianos de todo el mundo: algunos muy conocidos (como Fátima, Montserrat o Guadalupe) y otros casi desconocidos (como la Virgen de Nagasaki en Japón o el Santuario de la Madre de Dios en Ucrania).
Ha pasado más de un año desde que nos invadió esta pesadilla. Lo que empezó siendo un asunto sanitario se fue convirtiendo, poco a poco, en problema psicológico, económico, social… y espiritual. Aunque personalmente nos hayamos visto libres del Covid-19, es muy probable que a nuestro alrededor (entre nuestros familiares, amigos y conocidos) haya habido personas infectadas e incluso fallecidas. Llevamos ya casi 170 millones de infectados en todo el mundo y más de 3 millones y medio de muertos. En realidad, las cifras oficiales no reflejan bien la magnitud de la tragedia. Millones de familias se han visto afectadas de múltiples maneras. No sabemos todavía qué consecuencias tendrá la pandemia en los próximos meses y años.
Tras el sobresalto, el temor y la incertidumbre de
la primera hora y del tiempo del confinamiento, hemos entrado desde hace meses
en lo que algunos llaman “el estado de languidez”. ¿Estaremos en condiciones de hacer un primer
balance de la experiencia vivida? ¿Qué hemos experimentado y aprendido en este
tiempo? ¿Cómo vivir espiritualmente la crisis?
Comparto a vuelapluma 10 lecciones que, en realidad, son solo
pistas para que cada uno podamos hacer nuestro balance personal. Sé que es un atrevimiento, pero es bueno que haya metas volantes a lo largo de la carrera.
1. La
vida tiene más de sorpresa que de programa
Vivimos en la cultura de la programación. La sociedad digital no es sino una inmensa programación social basada en el principio binario. Programamos el futuro para
poder producir más y mejor con la esperanza de que así podremos corregir muchos defectos personales y sociales y, en consecuencia, ser más felices. También la cultura de la programación ha entrado desde hace décadas en la
Iglesia y en la vida consagrada. Nos pasamos la vida haciendo planes y proyectos, evaluándolos, actualizándolos... y a veces poniéndolos en práctica. Si algo nos ha enseñado la pandemia es que la vida −en su
belleza y en su miseria− escapa a todo control porque es una realidad compleja, no solo complicada. No se trata, pues, de querer controlarlo todo,
sino de desarrollar una actitud “estratégica” que nos ayude a sacar partido
de lo que sucede: lo programado y lo imprevisto. En una sociedad líquida
como la nuestra, necesitamos una mentalidad flexible que sepa adaptarse a las
circunstancias cambiantes.
2. Todos
somos frágiles y vulnerables
El virus no distingue entre ricos y pobres,
creyentes y ateos, laicos y religiosos. En la enfermedad y en la muerte todos
nos igualamos. Hay un “ecumenismo” de la fragilidad que nos une más que el
éxito. En la historia humana no todo es progreso. De vez en cuando, hay reveses
naturales o sociales que nos ponen contra las cuerdas y nos recuerdan que no
somos omnipotentes. Es una oportunidad única para redescubrir el significado de
la humildad.
3.
Formamos parte de un ecosistema herido
Aunque todavía se desconoce el origen del virus, parece
claro que el desorden ecológico que hemos creado durante las décadas de la revolución
industrial nos está pasando factura. No podemos estar sanos en un planeta
enfermo. Ser espiritual significa saberse parte de un ecosistema en el que
todos los seres estamos interrelacionados.
4. Dios
no juega con los virus
La pandemia no es un castigo divino, una especie
de moderna “plaga bíblica” para poner de rodillas al mundo por sus pecados, aun
cuando nuestro pecado personal y social sea el responsable de muchos de los
desórdenes que padecemos. Dios está sufriendo con nosotros que sufrimos. Nos da
fuerza para resistir y combatir. Nos acoge cuando caemos. Nuestra imagen de un
Dios “intervencionista” se ha visto cuestionada por su aparente “pasividad”. Si
es misericordioso y se compadece de los seres humanos, ¿por qué no elimina de
un plumazo un virus tan dañino? De nuevo hemos tenido que desempolvar viejos
conceptos como trascendencia divina, providencia, autonomía de las realidades
creadas, libertad y responsabilidad humanas, etc. La mera teodicea no es
suficiente.
5. No podemos abandonar a los enfermos y a los ancianos
Hemos sido crueles con los ancianos que vivían
solos en sus casas o en residencias. Nos ha faltado previsión y quizás también
sensibilidad. Muchos han muerto casi abandonados o han estado muchos meses
aislados, sin visitas y casi sin compañía. Tenemos una sanidad que todavía no ha
desarrollado suficientemente la atención humana, aunque se han dado pasos. La
grandeza de una sociedad se mide por la atención que presta a los más débiles.
6. La
muerte nos confronta con el misterio de la vida
La muerte, tan escondida y maquillada en las
sociedades modernas occidentales, con el Covid ha saltado al primer plano. Todos conservamos imágenes que han herido nuestras retinas. Las
generaciones más jóvenes se han encontrado una realidad que casi ignoraban. Muchos
nos hemos preguntado por el destino del ser humano. ¿Es la muerte la última
palabra? ¿Todo termina cuando se entierra o se incinera un cadáver? ¿Qué
significa creer en la vida eterna? ¿Cómo me preparo para el encuentro
definitivo con Dios?
7. Nunca
nos salvamos solos
En momentos de crisis existe la tentación de aferrarse
al “sálvese quien pueda”. La pandemia nos ha demostrado que solos no podemos
sobrevivir. Nos necesitamos unos a otros en muchos niveles de la existencia. También
la vacunación está siendo un “asunto público” porque tanto la salud como la
enfermedad individual repercuten en todos. Estamos llamados, pues, a desarrollar
una espiritualidad más comunitaria y cívica.
8.
Tenemos que cuidarnos más para cuidar a otros mejor
Aunque el Covid puede afectar a cualquiera,
es obvio que hay personas de riesgo que son más vulnerables. Llevar una vida
sana (alimentación, ejercicio, higiene, descanso, hábitos saludables) asegura nuestro
propio bienestar, refuerza nuestro sistema inmunológico, disminuye las cargas
de los demás y nos permite cuidar a quienes más lo necesitan. La pandemia nos
ha ayudado también a redescubrir la “ética del cuidado”, la preocupación por
los otros. En los primeros meses del confinamiento se multiplicaron las
iniciativas de ayuda a todos los niveles. No podemos olvidar aquel aprendizaje.
9. La
oración y la vida comunitaria nos sostienen
Muchas personas han dispuesto de más tiempo para
el silencio y la oración; sobre todo, en los primeros meses de confinamiento estricto.
Liberados de las cargas de trabajos, viajes y reuniones, han podido desarrollar
una “espiritualidad de la adoración”, de la escucha silenciosa de Dios. También
la pandemia nos ha hecho redescubrir la importancia de la vida familiar y comunitaria,
los tiempos sosegados y la importancia del diálogo, aunque no ha faltado la
tentación del individualismo y el aislamiento.
10. Hay
una espiritualidad digital
Por último, la pandemia nos ha empujado a un mayor consumo digital: series, documentales, películas, videoconferencias, encuentros
virtuales. Lo que empezó siendo casi una novedad se ha vuelto ya normal e
incluso está provocando saturación. Al mismo tiempo, se ha ido abriendo paso
una pastoral digital a través de encuentros formativos, de oración, transmisión
de actos litúrgicos, etc. Internet ensancha el espacio de nuestra tienda:
acorta distancia y nos permite un nuevo tipo de relación.
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