Un filipino, un esrilanqués, un japonés, un español, un indio y un nigeriano. Todos misioneros. |
Gracia. No he dudado a la hora de escoger esta palabra. Podría haberme inclinado por gozo, gobierno, ganar, garabato o cualquier otra, pero he preferido una esencial. Gracia expresa con claridad que todo lo que soy y tengo es porque lo he recibido (cf.
1 Cor 4,7). Mi vida y mi vocación misionera y sacerdotal son fruto de la gracia
de Dios. Vivo de pura gracia. Nada me es debido. Con el paso del
tiempo, se me van curando las ínfulas de orgullo y autosuficiencia. Soy también consciente de que a quien
mucho se le da, mucho se le pide. A la gracia se responde con la acción de
gracias, con la gratitud. Un año más, siento la necesidad de dar gracias
al Dios de la vida por todo. Y también a mis hermanos y amigos, incluyendo los lectores de este Rincón.
Unión. Aquí sí he dudado un poco. Me venían
otras palabras como unidad, urgir, último… Me he inclinado por unión
porque expresa algo que forma parte de mi vida: la pasión por evitar las
polarizaciones, unir los contrarios, superar el dualismo que tanto caracteriza
a los occidentales. La unión es símbolo de armonía. El dogma central de la fe
cristiana habla de un Dios que, haciéndose hombre, ha unido lo divino y lo
humano, ha reconciliado lo que nosotros habíamos roto. Creo que todo sacerdote
es un pontífice, un hacedor de puentes, una persona que tiene que dar su vida
para unir a los seres humanos entre sí y a todos con Dios. Es obvio que esta unión
la veo especialmente reflejada en mi familia y en mi comunidad, como expresiones
concretas y cercanas.
Nacer. También aquí tuve alguna duda. Podría
haber escogido palabras como nuevo, nieve, narración, navegar… Nacer me parece
un verbo ligado a la vida. De hecho, es el primer verbo que conjugamos: “Yo
nazco”. Nací tal día como hoy hace 63 años. Todos los demás verbos dependen de
este. Ese paso de la oscuridad a la luz, de la dependencia absoluta a la
relativa autonomía, me parece un símbolo de la dinámica vital. Siempre estamos naciendo
a algo nuevo en la medida en que crecemos. Y la muerte será el nacimiento a la
vida definitiva. Lo creo profundamente.
Con un grupo de profesores del Instituto Claret de Temuco, Chile. |
Dios. Aquí no tuve ninguna duda. No encuentro alternativa posible. La letra D podría haberme remitido a dar, danzar, deber, dedicar…, pero se impuso sin ninguna violencia la palabra Dios. En este tiempo de Navidad hemos recordado por tres veces que “a Dios nadie lo vio jamás; el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). Dios no es para mí un ser extraño, lejano o antojadizo. Es mi Padre. Cada año que pasa siento con más hondura su amor y las exigencias que brotan de él. Por eso, me gusta tanto el poemita de mi hermano Pedro Casaldáliga, fallecido el pasado mes de agosto: “Donde tú dices ley, yo digo Dios. / Donde tú dices paz, justicia, amor, / ¡yo digo Dios! / Donde tú dices Dios, / ¡yo digo libertad, justicia, amor!”. Como claretiano, recito a menudo la oración apostólica de san Antonio María Claret: “Señor y Padre mío, / que te conozca y te haga conocer; / que te ame y te haga amar; / que te sirva y te haga servir; / que te alabe y te haga alabar / por todas las criaturas. Amén”. Me parece que expresa lo que yo quiero vivir.
Con un grupo de cristianos en la India |
Iglesia. ¿Qué sería yo fuera de la Iglesia si en ella he recibido el don de la fe, el regalo de los sacramentos (comenzando por el Bautismo recibido el mismo día en que se celebraba la fiesta del Bautismo del Señor en aquel frío enero de 1958), el tesoro de la Palabra de Dios, la devoción a María, la vocación misionera y tantas personas con las cuales he compartido infinidad de experiencias? Es verdad que me duelen mucho los continuos ataques de que es objeto y todavía más las incoherencias de quienes formamos parte de ella, pero yo sé que la Iglesia no es la suma de sus miembros, sino un misterio que está siempre en las manos de Dios. Lleva muriendo desde sus inicios, pero cada día muestra un nuevo vigor porque está animada por el Espíritu de Jesús. Es verdad que muchos de sus hijos e hijas somos pecadores, pero nos salvan los innumerables santos que en las condiciones más ordinarias viven con seriedad su fe. Es verdad que la Iglesia puede parecer a veces “la casa de los líos”, más “comisaría que hogar”, pero, en realidad, es el cuerpo de Cristo del que todos formamos parte, la madre que nos engendra a la fe.
Amigos. Esta palabra se impuso por su propio peso. No entendería la vida sin el don
de la amistad. He sido bendecido con excelentes
amigos desde mi infancia. Otros se han
ido incorporando en distintas fases de la vida. Todos son un don inmerecido. No sería yo sin mis amigos y amigas. Son tantas las historias vividas que es imposible evocarlas. Recuerdo conversaciones que me han marcado, experiencias conjuntas, viajes y diversiones. Me gustaría poner aquí una lista con los nombres de todos, pero sería incompleta y constituiría una indiscreción. No sabría decir en pocas palabras lo que significa para mí la amistad. Es la experiencia de sentirse aceptado y querido por lo que soy, al margen de lo que piense, diga o haga. Me encanta que Jesús haya dicho que ya no nos llama siervos, sino amigos.
Lápiz. Quizá la L hubiera exigido palabras más
sonoras y rotundas como libertad, luz o liturgia, pero he escogido la humilde “lápiz”
porque con este instrumento aprendí a escribir y dibujar siendo un niño. Luego
he escrito miles de páginas con bolígrafo, pluma u ordenador, pero el lápiz
sigue siendo el símbolo de esa hermosa capacidad que tenemos los seres humanos
de dibujar pensamientos para poder comunicarlos a otros. En el fondo, este blog
no es sino un ejercicio diario de dibujo mental. No lo escribo a mano, pero el
procedimiento es parecido. Con lápiz sigo dibujando infinitos planos, bocetos y
partituras en mis horas de aburrimiento. Este último año pandémico ha sido especialmente
fecundo.
Con mi compañero de gobierno y amigo Henry en un lugar de Sumatra, Indonesia. |
Vinuesa. Podría haber reservado la V para vida, visión, vocación o virtud, pero la palabra que ha llamado a mis puertas ha sido el nombre de mi pueblo natal, así que no he tenido más remedio que abrirlas de par en par. No me considero un abertzale del lugar en el que nací, ni pienso que sea el mejor pueblo del mundo. De hecho, he vivido establemente en, al menos, siete u ocho pueblos y ciudades. Como misionero, no como turista, he podido visitar cerca de 60 países de todo el mundo, desde los grandes (Rusia, China, Brasil, India y Estados Unidos) hasta los pequeños (Andorra, Belice o San Marino). Sin embargo, no hay ningún lugar que me produzca la emoción que me produce Vinuesa, ni siquiera esta hermosísima Roma en la que vivo. Con el paso del tiempo, he aprendido a valorar el hermoso entorno natural de mi pueblo serrano, su historia milenaria y sus gentes recias. Mi madre, mi hermano menor y su familia, algunos de mis parientes y amigos siguen viviendo allí. A ese rincón montañoso vuelvo cuando puedo, al menos una vez al año. Las raíces de lo que he sido en la vida se hunden en esa tierra nutricia. Por eso, me he convertido en un embajador discreto.
Utopía. Este término me entusiasmaba hace 30 o 40
años. Ahora no tanto, tal vez porque me parece más propio de los movimientos sociales
de izquierda que de los cristianos. Los seguidores de Jesús no somos utópicos
en sentido estricto, no soñamos con un “no-lugar” como motor de nuestra lucha,
caminamos hacia una patria prometida y real. El reino de Dios no es la versión
cristiana de la utopía comunista, socialista o científica. El reino de Dios es
Jesús, un hombre de carne y hueso, cuyo nacimiento acabamos de celebrar. Por eso,
cuando hablo de utopía cristiana me refiero al “sueño de Jesús”, al Evangelio que
inspira mi vida, por más que su realización se quede siempre a medias.
Salvación. Esta S final es un poco problemática en
un contexto en el que muchas personas no sienten la necesidad de ser salvadas
de nada, a no ser de este Covid-19 que nos amarga la vida desde hace
meses. Y, sin embargo, a medida que pasan los años, me he vuelto más consciente
de la enorme distancia que hay entre preguntas y respuestas, deseos y
realizaciones. Hay un virus más insidioso que el Covid-19 que nos impide ser lo
que estamos llamados a ser. La tradición cristiana lo llama “pecado”. Lo
experimento a diario, hago lo que no quiero. Por eso, deseo la salvación y
llamó a Jesús mi Salvador.
Tomando notas junto al lago Toba, en Sumatra, Indonesia. |
El hecho de haberme ajustado al acróstico GUNDISALVUS ha dejado fuera palabras que son esenciales en mi vida: padre, madre, abuelos, María, fe, música, justicia, etc., pero no me arrepiento del ejercicio. Siempre hay tiempo para la gratitud. Hoy, sin duda, es un día adecuado.
Felicidades. Vas sumando peldaños. Un abrazo y que pases un gran día. Abrazos
ResponderEliminar¡¡Preciosa reflexión!! Me uno a tu acción de gracias por el don de la vida y por todo lo que nos aportas. Un abrazo. ¡Feliz cumpleaños!
ResponderEliminarUn original y rico recorrido vital. Gracias por compartirlo en este día. Feliz Cumpleaños!!.
ResponderEliminarFeliz cumpleaños Gonzalo y gracias por todo lo que nos has compartido. Un abrazo en el Dios de la Vida
ResponderEliminarAprovecho todas las ocasiones para desearte que pases un feliz día… Muchas gracias por tu reflexión compartida que nos ayuda a hacerla nuestra también… Doy gracias al Señor de tu vida y también le doy gracias del momento que hizo que nuestras vidas se cruzaran. Gracias por todo lo que nos aportas y, de una manera concreta, a través del Blog de Gundisalvus. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas felicidades y muchas gracias por tu labor.
ResponderEliminarLa entrada de hoy ha sido muy original y preciosa