Me quedo embelesado
viendo las hojas amarillas caídas por tierra. Es una de esas meditaciones que
no exigen esfuerzo. Basta abrir los ojos y contemplar. Las mismas hojas que en primavera
lucían verdes y frescas, ahora yacen amarillas por el suelo. Anteayer me dediqué a contemplarlas en el jardín del Claretianum. Algunas se desplomaban con un soplo. Salpicadas
sobre el manto de hierba verde, me parecían incluso más hermosas que cuando
pendían de las ramas de los tilos. Hay mucha belleza en la etapa postrera de la vida. A
algunas las arrastran las ráfagas de viento, pero la mayoría caen suavemente,
sin hacer ruido. Si nadie las recoge, acaban pudriéndose en la tierra que las
abraza. Se hacen uno con ella. Los poetas las cantan, los barrenderos las odian
y algunos alérgicos las padecen. Yo me limito a contemplarlas. Me hablan
de las etapas de la vida sin decir una sola palabra. Son maestras en el arte de
irse una vez cumplida su misión. No protestan ni se enojan. Se desprenden del
árbol que las ha nutrido y se preparan para un nuevo ciclo vital. Saben que
viven para morir y que mueren para vivir. Las hojas no son metafísicas engreídas, sino humildes criaturas que se dejan llevar.
Sé que los seres
humanos no somos hojas. La nuestra no es una vida vegetativa. Estamos llamados
a otro tipo de existencia que llamamos humana. Y, sin embargo, si no nos
dejamos obcecar por un orgullo infatuado, podemos aprender mucho de estas hojas
caducas. Como ellas, también nosotros comenzamos siendo brotes diminutos. Nos
volvemos luego hojas pequeñas, de un verde primavera. Aguantamos el sol del
estío con toda la fuerza de nuestra madurez. Y luego, sin violencia, empezamos
a amarillear y a secarnos. Un día cualquiera, a veces sin previo aviso, nos
desprendemos del árbol de la vida y damos con nuestros huesos en el santuario
de la tierra. La primera impresión es que nuestro cuerpo se descompone y se
pudre como la hoja que se pierde en la tierra que la acoge. Pero nada se
pierde. También nosotros vivimos para morir y morimos para vivir. No repetimos
indefinidamente el ciclo vida-muerte en sucesivas reencarnaciones como defiende
el hinduismo. Entramos en la vida definitiva.
Los hombres y mujeres que tienen el privilegio de vivir en medio de la naturaleza aprenden estas lecciones vitales sin necesidad de leer ningún libro. O mejor, leyendo el libro más hermoso y primordial de todos. Cuando, año tras año, esperamos la primavera, disfrutamos del verano, nos recogemos en otoño y morimos en invierno, nos vamos educando en el arte de vivir. Sabemos que ninguna etapa es definitiva. Dejamos que la vida fluya con suavidad. Disfrutamos siendo bebés acariciados, niños curiosos, adolescentes contradictorios, jóvenes ilusionados, adultos comprometidos, mayores serenos y ancianos esperanzados. Sabemos que cada edad tiene su tentación y su promesa, su lucha y su victoria. No pretendemos ser eternamente niños o jóvenes. Vivimos con intensidad cada etapa del camino. Y, cuando llega el otoño e intuimos que se acerca el final, nos preparamos para ser acogidos por la tierra nutricia de Dios. Ni cortamos la hoja antes de tiempo ni la mantenemos atada al árbol cuando le ha llegado la hora de desprenderse. Dejamos que cada año, cada mes, cada día, cada hora, cada minuto y cada segundo tengan su historia. Porque vivimos con serenidad el presente, sabemos esperar con paz el futuro.
No sé si estas
cosas las he aprendido contemplando las hojas caídas en el jardín, las he leído
en un libro o forman parte de mi experiencia. No lo sé ni quiero saberlo. Dejo
que la belleza del otoño me lleve en sus alas.
Muchas gracias Gonzalo, por la belleza con que describes las hojas en otoño… Gracias por abrirnos el corazón, porque se nota que lo vives, diría que has sacado una parte de ti, de poeta… Con tu descripción consigues que nos metamos dentro y entendamos perfectamente lo que nos quieres comunicar.
ResponderEliminarOjalá podamos vivir conscientes de este “…También nosotros vivimos para morir y morimos para vivir… Entramos en la vida definitiva…”
Entiendo que nos invitas a aprender a leer “el libro de la naturaleza”.
Gracias por ayudarnos a vivir, conscientemente, las etapas de la vida y a ser conscientes de nuestro final: “… nos preparamos para ser acogidos por la tierra nutricia de Dios…”
Y nos invitas a “vivir con serenidad el presente, porque así sabemos esperar con paz el futuro…”
Estoy segura que todo lo que escribes forma parte de tu experiencia de la vida que vives en profundidad… Muchas gracias por compartirlo.