Existe vida más
allá de las elecciones presidenciales norteamericanas. No entiendo por qué los
medios de comunicación se vuelcan tanto en ellas. Nos quejamos del colonialismo
estadounidense y no hacemos más que alimentarlo de múltiples maneras. No creo que nuestra vida cambie
sustancialmente si repite Donald Trump o si Joe Biden se alza con la victoria. Quieren
hacernos creer que sí, que lo que pase en América (arrogante forma de
apropiarse del nombre del entero continente) repercutirá en todo el mundo, condicionará la vida del planeta. En
buena medida, depende de lo que cada uno de nosotros nos dejemos influir. Ya sé
que hay muchos influjos subconscientes que escapan a nuestro control, pero, al
menos, podemos cultivar una actitud de resistencia y libertad.
En Roma ha
amanecido un día soleado de otoño. Da gusto salir a pasear a las 7 de la mañana. Hoy lo he hecho porque me encuentro en un lugar que me lo permite. Con el cambio de horario que se produjo el último domingo de octubre, a esa hora es ya de día. ¡Cómo cambia nuestro equlibrio personal cuando sabemos y podemos llevar un horario armónico!
Me ha llamado la
atención una entrevista
al cardenal Omella - con el que, por cierto, compartí vuelo de Roma a
Barcelona hace unos días – que publica hoy un periódico español. El cardenal subraya que necesitamos unos
horarios más razonables que permitan conciliar mejor la vida laboral y la
familiar. Considera que los horarios que se llevan en España no son saludables.
Por eso, cree que “adaptarlos a estándares europeos nos podría servir para
ganar tiempo de calidad y para mejorar nuestra salud y nuestro bienestar.
Estamos acostumbrados a un ritmo de vida ajetreado y estresado. Difícilmente
hay espacios de sosiego durante la semana y todo ello incide en nuestras
relaciones familiares, de amistad, etc. Además, esta falta de tiempo para el
recogimiento interior y la serenidad afecta a nuestra relación con nosotros
mismos y, evidentemente, dificulta nuestra relación con Dios”. Estoy de
acuerdo con esta apreciación, aunque se podrían introducir algunos matices. Desde
hace muchos años, me cuesta entender por qué en España se termina la jornada laboral
tan tarde, se cena tan tarde (normalmente después de las 9 de la noche) y se va
a la cama tan tarde (muchos en torno a la medianoche, después de ver programas de televisión que terminan también muy tarde). Sé por experiencia que
es muy difícil cambiar costumbres inveteradas… hasta que uno experimenta en carne propia sus
ventajas y deja de invocar el peso de las tradiciones.
Si no aseguramos
que las familias tengan tiempo para relacionarse, que los niños tengan tiempo
para jugar y descansar y que todos dispongamos de tiempo para actividades deportivas y sociales
(incluyendo las parroquiales), acabaremos estresados y nos preguntaremos cuál
es el sentido de trabajar tanto tiempo. Algo no funciona bien en este sistema.
No es normal que muchos padres lleguen a casa cuando es la hora de acostar a
sus hijos, a los que solo ven con calma el fin de semana. No es normal que muchas
personas duerman solo seis horas diarias y se levanten agotadas. No es normal que un creyente no
tenga tiempo para orar porque llega a casa derrotado por una jornada extenuante
(incluyendo los desplazamientos) y - lo que es peor - no necesariamente productiva y provechosa. En vez de buscar alternativas más eficientes,
nos empeñamos en apuntalar un ritmo que es potencialmente neurotizante. El asunto del horario no es algo superficial. Condiciona más de lo que solemos imaginar nuestro equilibrio personal, la relación con los demás e incluso la productividad laboral. Por eso, en los antiguos monasterios se buscaba tanto el equilibrio. Hoy, que conocemos con más detalle profundidad los mecanismos que regulan nuestros procesos, es cuando más los quebrantamos. Estamos pagando un precio muy alto en forma de estrés, soledad, agresividad y falta de rendimiento.
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