Quizá no sea el
mejor modo de regresar al Rincón después de una semana de retiro, pero
la frase del título me la proporciona la lectura
del Qohelet que se propone en la liturgia de hoy. Durante los días
pasados he podido comprender mejor que “todo tiene su tiempo y sazón, todas
las tareas bajo el sol: tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar,
tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de derruir, tiempo
de construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo
de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recoger piedras; tiempo de
abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de
guardar, tiempo de desechar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de
callar, tiempo de hablar; tiempo de amar, tiempo de odiar; tiempo de guerra,
tiempo de paz” (Eclo 3,1-9). ¿Quién de nosotros no experimenta esta sucesión
de verbos en su personal gramática? No hay vida humana que consista solo en
nacer, plantar, sanar, construir, reír, bailar, abrazar… Creo que tampoco hay
ninguna que se reduzca a morir, arrancar, matar, derruir, llorar, hacer duelo, perder y rasgar. Todos alternamos ambos polos como si la vida fuera un columpio
en el que pasamos de una situación a otra sin saber muy bien cómo y por qué.
Personajes que hoy son famosos pasan al olvido en cuanto surgen otros
personajes que traen un aire nuevo. Quienes han tenido millones de seguidores,
cuando mueren quedan reducidos a unos segundos en el telediario. No es de extrañar
que, ante esta experiencia de lo efímero del tiempo y de la vida, muchos, tras
dedicar un tiempo
a pensar, saquen la misma conclusión que el sabio que escribió el
Qohélet: “Todo es vanidad”. La incertidumbre en la que nos ha colocado
la pandemia refuerza este sentimiento de provisionalidad y desconfianza. Hace
solo tres días falleció en Madrid un nuevo claretiano de Covid-19 y otros están
gravemente enfermos en Brasil. La tentación de la desconfianza se cierne sobre nosotros, pero no es nunca la última palabra.
Durante los días
del retiro he comprendido mejor que hay una realidad que no pasa de moda y a la
que siempre podemos abrazarnos como a un ancla segura en tiempos de tormenta.
Es la cruz de Jesús. Resiste el paso del tiempo y conserva siempre su lozanía
porque no hay símbolo que exprese mejor el verdadero misterio de la vida humana:
nacemos para morir y morimos para vivir. No se trata solo de un fenómeno
biológico más o menos explicable por la ciencia, sino de la dinámica de una
auténtica vida. Morir y vivir son los verbos del amor. Cuando morimos a nosotros
mismos, generamos vida en los demás. Por eso, los cristianos no vemos en la cruz
el signo de una derrota, sino la expresión de un amor que se ha entregado hasta
el final. Cuando se nos concede comprender que aquí, en el misterio de la cruz,
está el secreto de la existencia, todo cobra una nueva dimensión. No es extraño,
pues, que Jesús nos invite a cargar con la cruz diaria. No es una mera invitación
a asumir con paciencia el peso de la vida (esto podría decirlo cualquier
persona sabia), sino a entrar en la dinámica del amor. Cuando sintamos que la
vida ha perdido su encanto, cuando se nos quiten las ganas de todo, cuando el
suicidio nos parezca la opción más razonable, no emprendamos un camino de huida
hacia ninguna parte, no nos refugiemos en experiencias placenteras. Hagamos un último
esfuerzo por salir de nosotros mismos para ponernos al servicio de alguien que
esté necesitando una sonrisa, una palabra de aliento, un poco de apoyo. Notaremos
enseguida que la vida se abre paso como el sol cuando aparece cada mañana
derrotando las sombras de la noche. Esta es la sabiduría escondida de la cruz, escándalo para los judíos y necedad para los griegos.
La casa Domus Aurea
y el parque que la rodea tienen rincones que me han hablado durante estos días. La naturaleza y el arte saben decir las cosas de un modo que llega al corazón. Sin decir nada, lo han dicho todo. No hay palabra más elocuente que el silencio
que atraviesa algunas realidades que nos rodean. He tenido mucho tiempo para pasear, contemplar, interpretar y agradecer. Os dejo con algunas fotos que tomé ayer y una
breve oración a propósito de cada una de ellas. Buen fin de semana.
Gracias, Señor, por permitir que un viejo árbol
me explique Quién eres sin proferir una sola palabra.
Sentado a su sombra,
he comprendido que Tú eres la Vida.
Nada existiría si Tú no lo hubieras creado.
Se nota la mano del hombre
en estas hileras rectilíneas de cipreses enhiestos.
Nunca la naturaleza traza líneas así.
No permitas que la búsqueda obsesiva del orden y el control
me impida ver tu mano providente
en el caótico y hermoso libro de la vida.
Como el "poverello" de Asís,
también yo quisiera alzar mis manos
para darte gracias por el milagro de la vida
y encomendarte a las muchas personas que la ven amenazada
por esta pandemia que nos aflige.
Haznos instrumentos de tu paz y consolación.
Te veo ahí,
silente en el sagrario, abierto en la cruz,
siendo luz para nuestras oscuridades,
alimento para nuestra hambre infinita,
compañía en nuestra soledad,
esperanza siempre.
Gracias por subrayar la lectura del Qohelet. Me gusta y resulta muy gráfico, en estos momentos, cuando escribes: “Todos alternamos ambos polos como si la vida fuera un columpio en el que pasamos de una situación a otra sin saber muy bien cómo y por qué”…
ResponderEliminarLa tentación de la desconfianza, cada día se percibe más, va en aumento y cuesta confiar en que, en la vida, también hoy, se encuentran situaciones positivas… Yo digo que es como si el tiempo amaneciera siempre nublado y cuando hay nubes y sobretodo niebla cuesta ver que tras ello está el sol, como mucho, a veces se intuye.
Gracias por ayudarnos, con tus experiencias, a poder dar el paso de sentir que Dios está por encima de todo e invitarnos a salir de nosotros mismos para ponernos al servicio de los demás…
Gracias por las oraciones que compartes. Estas junto con las meditaciones de los ejercicios nos abren todo un abanico de encuentros con Dios.