Cuando el
evangelista Mateo escribe el pasaje que leemos en este XXVI Domingo del Tiempo Ordinario habían pasado unos cincuenta años desde la muerte y resurrección de Jesús. Su
profecía se había realizado ya: las comunidades cristianas estaban compuestas
sobre todo por personas provenientes del paganismo, mientras que la mayoría de
los hijos de Abrahán no habían reconocido en Jesús al Mesías de Dios, no habían
querido entrar en la viña. Si la parábola del domingo pasado nos dejaba un poco
descolocados ante la imagen de un Dios
provocador, la de este domingo no se queda atrás. Jesús habla de un
padre y dos hijos. Ya este lenguaje resulta incómodo porque Israel se
consideraba el hijo elegido, el único. Hablar de dos introduce un punto de
desequilibrio que no deja a nadie indiferente. Como las parábolas de Jesús,
aunque muy ambientadas en las condiciones de su tiempo y espacio, son intemporales,
podemos aplicarnos el cuento sin dar muchos rodeos.
El padre es Dios. De eso no
hay duda. Luego − como sucede en la famosa parábola de Lucas
conocida como “el hijo pródigo” – hay dos hijos a
los que el padre (o sea, Dios) les pide que vayan a trabajar a su viña. Conviene
decir que para un israelita tener una buena viña e invitar a sus amigos a beber
su vino era uno de esos placeres que no se pagan con dinero. Pues bien, el primer hijo (o sea, los pecadores de Israel y los paganos) dice de entrada que no, pero acaba yendo a la viña. El segundo hijo (o sea, los “buenos” de Israel) dice que sí, pero no va al trabajo.
La historieta parece muy bucólica, pero
lleva dinamita dentro. No me extraña que algunos de los oyentes se enojaran.
Tengo amigos y conocidos
que tipifican bien a cada uno de los hijos. En Oriente es muy normal que las personas
respondan siempre “yes, father” a cualquier petición que un sacerdote exprese, pero
eso no significa que vayan a hacer lo que se les pide. Todo dependerá de si
encaja o no en sus planes. El “yes, father” no indica un compromiso formal, sino solo una
fórmula de cortesía. Si uno la toma al pie de la letra, se sentirá innecesariamente
frustrado. El caso contrario es menos frecuente, pero también se da. Tengo un
conocido en España que, cuando le pido algo, siempre comienza diciendo que no... porque le sobrepasa el encargo, no tiene tiempo para hacerlo, etc. Como
lo conozco, insisto un poco, consciente de que siempre acaba haciendo – y con mucho
esmero – lo que, de entrada, no quería hacer. En realidad, ese “no” inicial
tampoco indica una decisión firme; es solo una maniobra de aproximación, una especie
de regateo que sirve para justipreciar el trabajo que se piensa hacer,
aunque verbalmente se diga lo contrario.
¿No pasa algo parecido con nuestra
manera de vivir la relación con Dios? A veces, se nos va la fuerza por la boca,
pero luego las obras se quedan muy atrás. Nos confesamos cristianos, presumimos
de participar en la vida de la Iglesia, asumimos compromisos, pero luego, a la
hora de la verdad, nos conducimos como cualquier otra persona. En caso de
conflicto, anteponemos casi siempre nuestros intereses y caprichos a nuestras
convicciones. Hay personas poco o nada religiosas, formalmente hablando, que,
llegada la hora de la verdad, ponen toda la carne en el asador; es decir, se
puede contar con ellas cuando se las necesita. ¿Qué tipo de fe es preferible?
Reconozco que la pregunta es capciosa. En realidad, ninguno de los dos tipos anteriores
es el ideal. A la parábola de Jesús le falta un “tercer hijo” para completar el
cuadro de una familia numerosa. Naturalmente, el “tercer hijo” que dice sí y
realiza lo que dice es Jesús mismo. Es el único que lleva a cabo el salmo 39/40:
“Aquí estoy, Señor,
para hacer tu voluntad”. Es lo que leemos en la carta a los
Hebreos: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad” (Heb 10,9). Seamos discípulos
de Jesús provenientes de familias cristianas tradicionales o nos hayamos encontrado
con él avanzado el camino de nuestra vida, todos estamos invitados a hacer de
nuestra vida un “sí” como el de Jesús y como el de María: “He aquí la
esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).
El “sí” a Dios
no implica tanto el cumplimento minucioso de sus mandatos, cuanto la entrega incondicional
de nuestra vida a él. Lo primero puede ser difícil, pero es más evaluable. Lo
segundo nos introduce en el misterio de una relación de amor. ¿Quién puede
evaluar el amor? Amor con amor se paga. Todos estamos llamados a ser el “tercer
hijo” de la parábola, por más que nos resulte más fácil identificarnos con el
primero o con el segundo, según las circunstancias. ¿Puede haber algo más
hermoso que ser invitados por el Padre Dios a trabajar en su viña? ¿Hay alguna
otra cosa que se le pueda comparar?
Hoy se celebra la 106 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. Este es el mensaje que el papa Francisco nos dirige.
Tu reflexión me ha llevado al recuerdo de lo que dijo Pablo: “… No hago lo bueno que quiero hacer, sino lo malo que no quiero…”
ResponderEliminarResulta fácil decir SI, “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”, pero es mucho más difícil llevarlo a cabo por estas fuerzas contrarias que experimentamos. Muchísimas gracias Gonzalo.