¿Qué tendrán el odio y el resentimiento para producir un placer que conduce a la muerte? Dicen que solo odiamos a fondo, a muerte, a las
personas a las que hemos amado. Se multiplican las historias de odio entre cónyuges
que una vez se prometieron amor eterno, entre hermanos que parecían quererse
antes de disputarse la herencia paterna, entre amigos a los que un negocio les
parte el alma, entre hermanos de comunidad que compartían el mismo pan… A la literatura
y al cine les gusta contar historias de odio. Parece que dan más juego que las historias de personas buenas y entregadas. Hay alguna película que
lleva un título expresivo: “Sin perdón”. El odio permite explorar pliegues de
la condición humana que nos sorprenden por su oscuridad y sordidez. Aunque
podamos decir que no tenemos enemigos, es casi imposible no haber experimentado
alguna vez siquiera una ráfaga de odio o albergar sentimientos de rencor hacia
alguien. Los seres humanos difícilmente escapamos a sus garras.
¿Qué podemos hacer cuando, por una parte, queremos odiar (porque nos parece que es la mejor forma de ajustar las cuentas con nuestros enemigos) y, por otra, sentimos una llamada interior a no hacerlo porque, entre otras cosas, nosotros mismos somos los primeros perjudicados? ¿Cómo se puede “evangelizar” el odio y el deseo de venganza? Esta pregunta se la hacían también los discípulos de Jesús y se la han hecho muchos maestros espirituales a lo largo de la historia. Las lecturas de este XXIV Domingo del Tiempo Ordinario nos ofrecen una respuesta insólita, que va mucho más allá de cualquier criterio ético razonable.
¿Qué podemos hacer cuando, por una parte, queremos odiar (porque nos parece que es la mejor forma de ajustar las cuentas con nuestros enemigos) y, por otra, sentimos una llamada interior a no hacerlo porque, entre otras cosas, nosotros mismos somos los primeros perjudicados? ¿Cómo se puede “evangelizar” el odio y el deseo de venganza? Esta pregunta se la hacían también los discípulos de Jesús y se la han hecho muchos maestros espirituales a lo largo de la historia. Las lecturas de este XXIV Domingo del Tiempo Ordinario nos ofrecen una respuesta insólita, que va mucho más allá de cualquier criterio ético razonable.
El autor del
libro del Eclesiástico (primera lectura) nos aconseja: “Piensa en tu fin, y
cesa en tu enojo; en la muerte y corrupción, y guarda los mandamientos”. Parece
una advertencia muy juiciosa. Cuando pensamos en la muerte, relativizamos muchas
cosas del presente, incluyendo el odio que podemos sentir hacia algunas personas.
La pregunta sería esta: ¿Me gustaría morirme odiando a alguien? Probablemente, la respuesta será no. En uno de los capítulos
de la serie “Élite” a la que me he referido en días pasados, Guzmán, uno de los
chicos del colegio Las Encinas, hermano de la alumna a la que Polo (otro compañero del colegio) ha asesinado,
pronuncia estas palabras ante el cadáver del asesino de su hermana, a quien hasta ese momento odiaba con toda su alma: “Te perdono”. Es como si la
muerte tuviera el poder de borrar todo aquello que constituye un lastre en
nuestras vidas. Lleva razón el sabio autor del libro del Eclesiástico. Pensar en la muerte puede ayudarnos a dejar de odiar.
Pablo, en la carta a los romanos (segunda lectura), nos lleva más lejos: “En la vida y en la muerte somos del Señor”. Cuando tomamos conciencia de que nuestra pertenencia radical es a Dios, nos ahorramos juicios sumarísimos contra los demás y dejamos que Dios sea el juez definitivo. Pero la respuesta más radical nos la ofrece Jesús (evangelio) con una parábola en tres actos que solo Mateo (18, 21-35) nos cuenta. Es una narración tan hiperbólica que, si no fuera por el asunto que trata, nos haría reír. Primer acto: un rey perdona una deuda colosal a uno de sus súbditos. Segundo acto: este súbdito es incapaz de perdonar una pequeña deuda a uno de sus compañeros. Tercer acto: el rey castiga a su súbdito por no haber sabido perdonar después de haber sido perdonado. La enseñanza es tan clara que no necesita ningún comentario especial. Lo que Jesús viene a decirnos es que podemos perdonar “hasta 70 veces 7” (es decir siempre) porque siempre somos perdonados por Dios.
Pablo, en la carta a los romanos (segunda lectura), nos lleva más lejos: “En la vida y en la muerte somos del Señor”. Cuando tomamos conciencia de que nuestra pertenencia radical es a Dios, nos ahorramos juicios sumarísimos contra los demás y dejamos que Dios sea el juez definitivo. Pero la respuesta más radical nos la ofrece Jesús (evangelio) con una parábola en tres actos que solo Mateo (18, 21-35) nos cuenta. Es una narración tan hiperbólica que, si no fuera por el asunto que trata, nos haría reír. Primer acto: un rey perdona una deuda colosal a uno de sus súbditos. Segundo acto: este súbdito es incapaz de perdonar una pequeña deuda a uno de sus compañeros. Tercer acto: el rey castiga a su súbdito por no haber sabido perdonar después de haber sido perdonado. La enseñanza es tan clara que no necesita ningún comentario especial. Lo que Jesús viene a decirnos es que podemos perdonar “hasta 70 veces 7” (es decir siempre) porque siempre somos perdonados por Dios.
Las palabras de
Jesús contrastan tanto con nuestra manera espontánea de proceder en las
relaciones interpersonales que algo nos dice que esto es más que humano, que no se
trata de un precepto ético, sino de un don escatológico. En otras palabras, que
ningún ser humano es capaz de perdonar como Dios perdona si el cielo no llega a
la tierra, si no deja que la gracia de Dios haga en él el milagro de borrar el
odio e instaurar la paz. No hay terapia psicológica ni esfuerzo de voluntad que
pueda provocar un perdón como el que Jesús promete y propone. Tampoco él nos lo pide. En
realidad, lo que nos dice es que, cuando caigamos en la cuenta de que el virus
del odio se ha infiltrado en nuestro corazón, nos abramos al antivirus poderoso del
amor de Dios. Solo quien experimenta en su vida la fuerza del amor puede
contagiarla a los demás. Nuestro orgullo es tan grande, nuestras heridas tan
profundas, que solo cuando nos sentimos queridos en nuestra humillación podemos
perdonar a quienes nos han hecho mal. Pienso en algunas historias de
traiciones, infidelidades, abusos sexuales, etc. Sin la fuerza del amor de Dios
no hay forma humana de restañar tanto sufrimiento y tanto odio. Por eso, el
perdón, más que un precepto ético excesivo, es un milagro que recibimos como
don. Hay que suplicarlo y acogerlo con humildad y gratitud.
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