Voy a empezar con una anécdota antes de entrar en harina. Ayer fui a la basílica de santa María la Mayor (mi favorita entre las cuatro basílicas mayores de Roma) para participar en la
misa de las 10 de la mañana. Me gustó la disposición de los bancos unipersonales para cumplir las
medidas impuestas por las autoridades sanitarias. Todo discurrió con la solemnidad acostumbrada. Bueno,
todo no. Durante el ofertorio y antes de la comunión un varón de unos cuarenta
años, que estaba situado en la parte anterior de la nave izquierda, muy cerca
de la capilla de la Salus Populi Romani, comenzó a gritar como un
energúmeno. Blandiendo un crucifijo en la mano derecha, increpaba al presidente
de la celebración para exigirle que no usara ni mascarilla ni gel porque eso
suponía una falta de fe en Dios. Según su proclama apocalíptica, la pandemia es un castigo divino por nuestros
pecados. Lo que cuenta es la fe y el agua bendita. Nada de sucumbir a los
dictados de las autoridades. Aunque se expresaba en italiano, su acento y
algunas palabras me dieron a entender que podría ser brasileño. Parecía una
persona trastornada. El personal de la basílica lo trató con delicadeza para
controlar sus exabruptos. Más que negacionista (de hecho, reconocía que sí había
pandemia), lo que él buscaba era una especie de ordalía. No es el
único. A medida que la pandemia se alarga y las autoridades vacilan en sus
decisiones o toman algunas equivocadas, crece también el número de quienes se rebelan con toda clase de argumentos especiosos. Mientras tanto, las muertes se multiplican.
Lo que viví ayer
fue una anécdota. Llegado a casa, en mi repaso habitual por algunos periódicos
digitales, me topé con el artículo semanal de John Carlin en La Vanguardia.
El de ayer se titulaba El
contagioso idiotavirus. Partiendo de un par de historias recientes,
hace una reflexión irónica sobre la cultura de la estupidez que se está
imponiendo en Estados Unidos y el Reino Unido. Su conclusión no tiene
desperdicio: “El problema es que el idiotavirus es contagioso, que las modas
anglosajonas suelen llegar tarde o temprano al resto de lo que llamamos
Occidente. Mi esperanza es que, al menos durante los años que me quedan,
resistamos aquí en España a opinar como si fuera normal que blanco es negro,
negro es blanco, gordo es flaco y robar no es un crimen sino una expresión de
amor por la humanidad”. Resistirse a la estupidez no es fácil. Nos la meten
por los ojos todos los días. Hay programas televisivos que son un monumento a
la estupidez humana y que, sin embargo, gozan de gran audiencia. La estupidez
nos viene de influencers y youtubers, de falsos filósofos, de políticos
con ganas de medrar, de series de televisión infumables, de los neoinquisidores de la industria cinematográfica, de artistas erigidos
en gurús, de empresarios que trafican con las bajezas humanas, y hasta de eclesiásticos
que se apuntan a cuanta moda estúpida sale al mercado para estar à la page. Bajo apariencia de
progreso y evolución, nos venden ideas y pautas de conducta que no hacen sino
deshumanizarnos y ponernos a los pies de los caballos de manipuladores y
extorsionadores.
Podría decir que
el arma más poderosa para afrontar la batalla contra la estupidez es la fe,
pero prefiero quedarme un peldaño antes. Me conformo con la filosofía, con la capacidad
de razonar, de tener un pensamiento crítico para no sucumbir a modas (empezando
por las lingüísticas) que, despreciando la tradición, nos venden solo humo. ¿Será
posible que acaben conquistándonos? A la fe y a la filosofía añado otra arma
que a mí me da muy buen resultado. Cuando estoy harto de tanta estupidez (esto
sucede con frecuencia), me pongo a hablar con gente de pueblo, con
personas que no han tenido muchas oportunidades de formación, pero que
milagrosamente conservan un gran sentido común porque están atadas a la
realidad de la vida y no consumen productos culturales tóxicos. Confieso que en la mayoría de los casos experimento una liberación. Su amistad es una bocanada de aire fresco en medio de tanta contaminación mental. No sé si es cuestión de edad (como dice Carlin en su artículo) o es fruto de las
muchas experiencias vividas, pero nadie hace más daño al verdadero progreso de
la humanidad que los cantamañanas que se erigen en líderes cuando carecen de la
mínima capacidad intelectual e idoneidad moral para hacerlo. Pero quizá lo más preocupante
no es que existan élites de este tipo, sino que muchos seres humanos caigamos
en sus sofismas y los sigamos como papanatas. Aunque ser estúpido esté de moda,
confío en que seamos capaces de caer en la cuenta y reaccionemos con humor, inteligencia
y firmeza. Nunca es tarde.
Precisamente hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de la Cruz. Lo que para muchos es una estupidez, para los cristianos se ha convertido en signo del amor supremo. Por eso, la cruz constituye siempre la crítica más radical a cualquier propuesta que pretenda llevarnos por otro camino que no sea el del amor y la entrega de la propia vida.
Precisamente hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de la Cruz. Lo que para muchos es una estupidez, para los cristianos se ha convertido en signo del amor supremo. Por eso, la cruz constituye siempre la crítica más radical a cualquier propuesta que pretenda llevarnos por otro camino que no sea el del amor y la entrega de la propia vida.
Creo que se irán multiplicando los casos de personas trastornadas… Hay mucha ansiedad y ésta va en aumento, sobretodo en estos días del comienzo del curso escolar…
ResponderEliminarHay muchas personas “tocadas” psicológicamente… Tanta ansiedad y depresión, muchas veces careciendo de lo necesario, es una presión fuerte que no siempre se sabe canalizar.
Es saludable saber salir del círculo y respirar “aire puro”.
Gracias Gonzalo.
La estupidez! qué razón tienes. A mi me falta mucho humor para paliar la irritación que me producen tantas cosas hoy día. Gracias por este blog tan realista y esperanzado a la vez.
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