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jueves, 6 de agosto de 2020

Subir, estar, bajar

Todos los años, cuando llega el 6 de agosto, experimentamos un contraste entre la fiesta litúrgica de la Transfiguración del Señor y el aniversario del bombardeo atómico sobre Hiroshima en 1945. Este año, en medio de la pandemia de coronavirus, se cumplen 75 años de aquella masacre. Y, casi como un pequeño recordatorio, hemos vivido hace un par de días la terrible explosión de Beirut que ha causado decenas de muertos y miles de heridos. Se podría decir que nuestra humanidad está siempre en estado de alerta. No nos hemos recuperado de una tragedia cuando viene otra más fuerte. Necesitamos subir al monte Tabor para ver que las cosas pueden ser de otro modo. Me parece que este es el sentido de la fe. Creer en Jesús no nos libra de los embates de la naturaleza o de nuestras propias miserias, pero nos permite vislumbrar cómo es la realidad que Dios quiere. Solo desde esa contemplación del Misterio podemos regresar a la vida cotidiana con serenidad y esperanza. Para un cristiano, el Bautismo es una experiencia de transfiguración. He escrito varias veces en el blog sobre el sentido de esta experiencia cristiana. Este año quisiera acercarme a ella desde la incertidumbre y la angustia que nos está causando la interminable pandemia de la Covid 19.

Imagino a cada uno de nosotros con nuestra mochila cargada de preocupaciones subiendo trabajosamente a la cima de una montaña en la que no sabemos lo que va a suceder. Es cierto que Jesús camina con nosotros, pero, como los discípulos de Emaús, no siempre somos capaces de reconocer su presencia. Se nos han pegado a los ojos las escamas del cansancio, la apatía y el escepticismo.  Con todo, seguimos caminando, confiados en que hay un guía que sabe a dónde vamos y conoce los vericuetos del sendero. Esta confianza inicial, aunque débil, es suficiente para no volvernos atrás. Lo que sucede en la cumbre no se puede describir con palabras humanas porque se trata de la experiencia de la fe. Llega un momento en que caemos en la cuenta de que Dios es Dios y nosotros somos sus hijos.  Por un momento encajan las piezas sueltas del puzle de la historia. Se nos hace claro que la historia no se le escapa a Dios de las manos, a pesar de las bombas atómicas, las explosiones y las pandemias. Comprendemos que este universo complejo y maravilloso es solo un pálido reflejo de la grandeza de Dios. Aceptamos nuestras contradicciones humanas sin perder la esperanza porque sabemos que al final “todo acabará bien”. A veces no es fácil distinguir entre una experiencia de fe y una alucinación. No hay ningún laboratorio que tenga una prueba fiable para este tipo de experiencias.

En realidad, la verdadera prueba se produce cuando descendemos con nuestra mochila aligerada al valle de la vida cotidiana. Si, a pesar de los problemas, mantenemos la esperanza; si, en medio de las miserias y egoísmos humanos, nos esforzamos por querer a la gente; si, cuando nos asalta la apatía, continuamos con serenidad nuestro trabajo; si, en el seno de una sociedad consumista, optamos por un estilo de vida sobrio; si vemos que crece nuestra capacidad de compasión hacia las personas que lo están pasando mal; entonces podemos intuir que la experiencia de la cumbre ha sido una verdadera transfiguración, no una alucinación producida por algún producto alucinógeno. Caemos en la cuenta de que nuestra vida transcurre normalmente en el valle, pero sentimos nostalgia de la cumbre y anhelamos el día en que podamos plantar nuestra tienda definitivamente en ese lugar donde la presencia de Dios es radiante. Mientras tanto, Jesús hace con nosotros el viaje de bajada, pero de incógnito. Está sin estar. Nos deja su Espíritu para que no desfallezcamos y para que mantenga viva la llama del encuentro en la cumbre. Y se queda en la Eucaristía para que podamos nutrirnos a lo largo del camino.


1 comentario:

  1. Gracias Gonzalo por esta reflexión en la que nos podemos sentir reflejados… Realmente necesitamos subir al Tabor de vez en cuando y a pesar de los intentos de subir, muchas veces se nos hace difícil vislumbrar cuál es la realidad que Dios quiere. Esta subida requiere un tiempo de subida y un tiempo de permanecer para poder volver al día a día con serenidad, en estos tiempos en que los cambios se producen con una rapidez increíble y poder salir de la inseguridad en que vivimos. Camino al que será bueno invitar, acompañar y dejarnos acompañar por otros.
    Hay momentos, en los que si sabemos discernir, la vida misma nos lleva al dilema de que o subimos o sucumbimos.

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