Como era de prever, la marcha del rey emérito Juan Carlos ha provocado una cascada de comentarios. ¿Hubiera sido posible una actuación como la suya fuera de un contexto en el que la
corrupción se ve casi como normal y en el que muchos han mirado para otro lado? ¿Hubiera durado tanto tiempo en el cargo si
no hubiéramos sido víctimas culturales de esa hipócrita división entre virtudes
públicas y vicios privados? Uno de los “dogmas” de la cultura secularizada es
que los servidores públicos deben ser rigurosos en el ejercicio de sus
funciones (casi como si fueran luteranos del Norte), pero pueden hacer lo que
quieran en su vida privada (casi como si fueran católicos del Sur). Nunca he
estado de acuerdo con esta estúpida división entre el ámbito de lo público y lo privado. Las virtudes y los vicios son actitudes de las personas que van más allá del contexto, sin inútiles dualismos. No puedo
concebir que uno sea honrado en el ejercicio de su cargo público y un sinvergüenza
en su hogar o en tiempo de ocio. Si así fuera, su supuesta honradez pública no sería una virtud en el
sentido ético del término, sino solo una actuación de cara a la galería, una performance, como a veces se dice. La
virtud -según el diccionario de la RAE- es una “disposición de la persona
para obrar de acuerdo con determinados proyectos ideales como el bien, la
verdad, la justicia y la belleza”. Esta disposición es estable y duradera. No
se puede ser virtuoso de 8 de la mañana a 5 de la tarde y ser un vicioso el
resto del día. No puedes prometer fidelidad a la Constitución de un país, por ejemplo, si no eres capaz de ser fiel a tu propia esposa.
Reconozco que una
vida virtuosa así entendida no está de moda. Se carga el acento en la llamada “vida
pública” y se exonera por completo el ámbito privado. Dicho en plata: uno debe
comportarse bien mientras está en su lugar de trabajo, pero luego no hay ningún
problema en que le sea infiel a su esposa o a su marido, se emborrache,
coquetee con las drogas o se gaste el dinero sin control. Lo que importa es que
cada mañana acuda a su lugar de trabajo y cumpla con sus tareas de acuerdo con
las normas de la empresa o del organismo público. Esta “esquizofrenia” existencial,
comúnmente aceptada, está en el origen de los muchos problemas que estamos
padeciendo. Algo parecido ocurre cuando un político accede al gobierno sin
haber tenido ninguna experiencia previa de gestionar siquiera un pequeño
ayuntamiento o de haber trabajado en el sector público o privado. La política
se convierte de este modo en un coto reservado a unos pocos que necesariamente piensan
más en sus intereses y en el de los partidos en los que han crecido que en el
bien común. La razón es sencilla: les va en ello su propio futuro. Quien no sabe gobernar su propia casa, será incapaz de gobernar la casa común que es una ciudad o un país.
Es verdad que hay
que cambiar leyes, imaginar nuevos mecanismos de transparencia y de control,
pero todo será inútil sin un fuerte empeño ético individual y colectivo. Sin
ciudadanos virtuosos, no cabe esperar nada de un país. Por desgracia, en los países
del sur de Europa la virtud ha sido sustituida por la picaresca, los inteligentes
son suplantados por los espabilaos y muchos prefieren ser personas subsidiadas antes que trabajadores honrados y competentes. En este magma, no es extraño que un
rey se aproveche para enriquecerse y permitirse toda suerte de privilegios, que
los partidos políticos se financien fraudulentamente, que las empresas sobornen
para conseguir contratas, que haya un continuo tráfico de influencias, que se
pongan de moda las puertas giratorias y que proliferen los expertos en ingeniería
fiscal y en todo tipo de trampas “legales” para evitar contribuir al bien común.
El primer impulso es el de salir corriendo en busca de lugares mejores, pero no siempre es la opción correcta. Por difícil que parezca, hay que seguir luchando por hacer de la virtud el motor de nuestras actuaciones. ¿De qué ha servido un legado cristiano multisecular y la aportación de la Ilustración si, en muchos aspectos, seguimos siendo los mismos pícaros que describían Quevedo, Cervantes y otros escritos del siglo de oro? Dan ganas de tirar la toalla, pero no podemos permitirnos ese lujo. La polis es cosa de todos.
El primer impulso es el de salir corriendo en busca de lugares mejores, pero no siempre es la opción correcta. Por difícil que parezca, hay que seguir luchando por hacer de la virtud el motor de nuestras actuaciones. ¿De qué ha servido un legado cristiano multisecular y la aportación de la Ilustración si, en muchos aspectos, seguimos siendo los mismos pícaros que describían Quevedo, Cervantes y otros escritos del siglo de oro? Dan ganas de tirar la toalla, pero no podemos permitirnos ese lujo. La polis es cosa de todos.
Vayas donde vayas la corrupcion, en mayor o menor grado, existe... Y a veces en los lugares que menos te esperas.
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