Cuando se quiere dar una noticia, es importante usar el verbo correcto. Hoy todos los periódicos
de España hablan de la gran noticia que se produjo ayer. Me he detenido a
examinar los verbos que utilizan. Un medio habla de que el rey emérito Juan Carlos
abandona
España. Otro evita el verbo y se limita a decir que el rey emérito está fuera
de España. El más monárquico de todos se atreve a decir que ya
está en República Dominicana. Un diario catalán que yo sigo
regularmente matiza que Juan Carlos se
instala provisionalmente en República Dominicana. El francés Le
Figaro dice que el exrey español deja
España y aduce el motivo de la corrupción. También se apunta a un verbo neutro (salir)
la edición en inglés de The New York Times. El británico The Guardian
prefiere decir que se
exilia. En esta misma
línea informa el italiano Corriere della Sera. Es evidente que Gabriel Rufián y yo no leemos
los mismos periódicos porque, según uno de sus tuits, toda la prensa extranjera
dice que el rey emérito ha huido del país. No quiero entrar ahora en el
significado de este hecho, sino en el tratamiento diverso que recibe por parte
de políticos, medios de comunicación social y ciudadanos. Las palabras que
usamos configuran el mundo en el que vivimos. Es obvio que no significa lo
mismo abandonar que dejar, exiliarse o huir.
No sé cómo
terminará esta historia, pero, de entrada, parece un maleficio histórico. ¿Por
qué es tan difícil que un rey acabe bien su reinado? Dejando a un lado las responsabilidades
de cada uno, quizá porque no hay sistemas de equilibrio y de control que eviten los excesos.
Un buen rey no debe rodearse nunca de una camarilla de aduladores, sino de un
grupo de gente honrada, inteligente, leal y crítica. Siempre me ha llamado la atención
el modo como los jesuitas gestionan la economía de sus comunidades desde los
tiempos de san Ignacio de Loyola. Uno lleva la contabilidad, otro tiene la caja y un tercero dispone de la llave. Todo pasa por la intervención de tres personas, jamás de
una sola, como suele ser práctica común en otras órdenes y congregaciones. Lo ideal
sería que todos fuéramos honrados y responsables, pero, como la experiencia nos
ha enseñado sobradamente que la naturaleza humana es muy frágil y quebradiza,
es mejor establecer mecanismos objetivos que favorezcan la transparencia y el
control. Lo sucedido con el rey Juan Carlos nos abre los ojos acerca de cómo
gestionar mejor los asuntos públicos, sobre todo en un país en el que del rey
para abajo la corrupción parece casi una seña de identidad colectiva.
Imagino que estos
días correrán ríos de tinta acerca de la persona de don Juan Carlos y del
balance de su largo reinado. Como siempre, habrá quien lo defienda a muerte y
quien -como ya ha hecho el sector podemita del gobierno- lo critique sin piedad
presumiendo de una integridad moral que es más que cuestionable. Es lógico que
se den estas oscilaciones a la hora de juzgar a un personaje público. Reflejan
la gran pluralidad de la ciudadanía española y los distintos modos de concebir
la jefatura del Estado. También yo tengo mi opinión, que no considero prudente
compartirla en este blog. Más allá de las legítimas opiniones, hay algo que
he aprendido del Evangelio de Jesús: ni las críticas ni los halagos deben ser
nunca excesivos. La objetividad y la moderación deberían guiar siempre nuestros juicios
porque -como Jesús dijo en el contexto de la lapidación de la mujer adúltera- “el
que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Es lógico que cada vez que se
dé un comportamiento irregular o criminal actúe la justicia con la máxima imparcialidad
posible, pero para mí es igualmente importante aprender de las experiencias
vividas para ir perfeccionando nuestros sistemas de convivencia. De lo contrario,
tropezaremos una y otra vez en la misma piedra. Hoy se trata de un rey emérito,
mañana puede ser un presidente del gobierno, un ministro, un presidente autonómico o cualquier otra
persona con responsabilidades en la gestión de la cosa pública.
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