Hoy me he sentado varias veces al ordenador sin saber de qué escribir. No me suele pasar, pero de
vez en cuando sufro el síndrome de la pantalla en blanco. De repente, hojeando
el libro de poesías de un coetáneo, se me ha encendido la luz. Quiero escribir
sobre la aventura interior de muchos de mi generación. Partiendo de un deseo
noble de cambiar este mundo, han acabado en las riberas de la nada, víctimas de
una desolación y un nihilismo que los convierte casi en muertos en vida. Vivimos
nuestra primera juventud en los años 70, años en los que se daba una curiosa
mezcla del espíritu contestario de la década anterior (movimiento hippy, mayo
francés del 68, primavera de Praga, etc.) y de la crisis de esos años, a la que
en España hay que añadir la famosa transición de la dictadura a la democracia.
Muchos de mis coetáneos se embarcaron en grupos o movimientos de izquierda con
una fuerte carga utópica. Varios de ellos provenían de ambientes cristianos en
los que, siguiendo las orientaciones del Vaticano II, se buscaba un mayor diálogo
con el mundo y un fuerte compromiso social. Algunos se internaron en el mundo
de las drogas y del sexo libre. Se consideraban peajes imprescindibles que había
que pagar para entrar en la nueva sociedad libre, igualitaria y fraterna.
La primitiva inspiración
cristiana se fue evaporando en la mayoría de los casos. O, por lo menos, se desenganchó
de la pertenencia eclesial. Jesús todavía era visto como el utópico por excelencia,
al lado del Che Guevara, Bob Dylan, Bob Marley, Silvio Rodríguez y otros iconos de la
contracultura. Por desgracia, el mundo soñado no acababa de llegar, así que los más
“realistas” (o los más “traidores”, según se mire) fueron abandonando esa senda para buscar su
nicho social: un puesto de trabajo, un buen salario y un estilo de vida pequeñoburgués.
A otros se los llevó el SIDA o la droga. Hubo algunos que fueron dando tumbos
de experiencia en experiencia: un poco de budismo, bastante de pacifismo y
ecologismo, relaciones varias de corta duración (incluyendo algunos divorcios),
lecturas de Michel Foucault o Gianni Vattimo, efímeras incursiones políticas, etc. Hoy tienen entre 60 y 70 años. No
creen en nada ni en nadie. Sus raíces cristianas hace tiempo que se secaron por
falta de cultivo, aunque no pueden negar de dónde vienen. El utopismo se
ha convertido en un nihilismo amargo. Siguen viviendo, pero más por inercia biológica
que por auténticos deseos de vivir. Se podría decir que duran, pero que apenas viven. Experimentan
una incurable soledad. Todas sus relaciones (incluidas las de amistad) se han
roto o han entrado en un bucle insano.
Confieso que no sé
bien cómo afrontar estas situaciones, sobre todo cuando me tocan de cerca. Cualquier
palabra suena banal. El recurso a la fe despierta heridas no curadas. En la mayoría
de los casos, hay una agresividad cuyo origen desconozco. Los debates
intelectuales naufragan porque no hay demasiado interés en buscar una verdad en
la que ya no se cree. Da la impresión de que el único tema serio -como para Albert Camus-
es el suicidio. ¿Qué se puede hacer en estos casos? No es cuestión de dar
marcha atrás para descubrir en qué momento la propia barca perdió el rumbo en este proceloso mar de las últimas décadas. Un
acercamiento de este tipo resulta ofensivo para personas que tienen clara conciencia
de su lucidez intelectual y que, en cierto sentido, se sitúan por encima de lo
que ellos consideran la mediocridad de los borregos. Lo que algunos pueden calificar de fracaso personal o de confusión, ellos lo consideran autenticidad y coraje existencial. Solo hay dos vías que todavía
creo posible explorar: la amistad incondicional y la logoterapia. No hay ser
humano que se resista al poder transformador del amor. Y hay pocos que no
quieran ser escuchados sin ser juzgados. Quizás son los caminos que dan acceso
a las casas donde viven estos “hijos de la nada”, que podrían haber sido excelentes
constructores de una alternativa social (por su pasión inicial por la verdad, su fuerte
motivación ética y su sensibilidad estética) y que han enfilado la vía muerta
del sinsentido. Ser ciudadano de una “tierra de nadie” puede ser motivo de orgullo y hasta de secreta venganza, pero deja jirones en el alma por los que se escapa la alegría de vivir.
Comparto lo que expresa esta reflexión, seguramente por coincidencia generacional y también por mirar la vida desde lugares cercanos (no geográficamente, pero si existencial y espiritualmente). Mucho me pregunto cómo afrontar esas situaciones. Siempre he optado por la amistad incondicional, de la logoterapia no se nada, así que me pondré a investigar un poco, por si puede ser un buen recurso. Gracias Gonzalo
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