He tenido la suerte de nacer en un entorno natural privilegiado. Además de las montañas de Urbión
y del naciente río Duero con su cohorte de afluentes, desde el año 1941 se extiende
por el valle el embalse de la Cuerda del Pozo. Ayer por la mañana pude navegar por él durante un par de horas en la barca de un matrimonio amigo. El
agua de este mar doméstico estaba en calma, al contrario que el agua del lago
de Genesaret en el Evangelio de mañana domingo. Este año el volumen de agua
embalsada alcanza el 80% de la capacidad del embalse debido a las abundantes lluvias de primavera. Desde nuestra
barca contemplábamos las alturas de Urbión y Zorraquín. Internándonos en
algunas de sus numerosas mangas, descubríamos pequeñas playas escondidas al
lado de bosquecillos de pinos y robles. Al aproximarnos a la torre de la
iglesia del pueblo de La Muedra, anegado cuando se construyó el embalse, mi
amigo disminuyó la velocidad. Aprovechando que el silencio era completo, me sorprendió poniendo un
fragmento de la banda sonora de La Misión, la célebre obra del
inolvidable Ennio Morricone, recientemente fallecido. Mientras escuchábamos su
cadencia encantadora por el sistema de sonido de la barca, imaginaba las vidas de quienes vivieron en este pueblo
sumergido del que ahora solo se ve la parte superior de la torre de la iglesia. He conocido a varios de ellos.
Después, a motor
parado, dimos curso a una conversación tranquila. Otros años lo hacemos al caer
la tarde en torno a un tinto de verano. Hablamos -¡cómo no!- de lo que está
significando la pandemia en nuestras vidas, de la gente a la que queremos, del
futuro de la fe en Europa, de la superpoblación mundial… Los temas iban fluyendo
con espontaneidad. Yo me dejaba
embriagar por la belleza de este mar tan familiar y, a la vez, tan ignorado. Agradecí
a Dios el don de la amistad. Mis jóvenes amigos son el eslabón que me permite conocer
mejor la generación que me sigue. Comprobé una vez más que cuando se comparte
una misma fe todos los demás aspectos son secundarios. La fe crea comunión en
la diversidad. Mis jóvenes amigos tienen cuatro hijos, así que no disponen de tiempo
para aburrirse. Están volcados en su educación. Son conscientes de que se educa
más con el ejemplo que con las palabras.
Navegando hacia
el oeste, divisamos la Playa Pita a lo lejos. Era el momento de escuchar Take Me Home de John Denver. A mi amigo le gusta la música country.
La letra de la canción parecía casi escrita en ese lugar. Pensando en los difíciles
momentos vividos en marzo y abril, me parecía casi un sueño estar navegando por
aguas tranquilas cuando veníamos de una fuerte tormenta. Evoqué también las
diversas travesías por el largo de Genesaret. La última fue en noviembre de 2016. La montaña, el lago y el desierto son tres escenarios en los que se
desarrolla la actividad de Jesús. La mayoría de los días me pierdo en la
montaña. Ayer le tocó el turno al lago. Di gracias por la llamada a ser “pescador
de hombres” y por todas las tormentas de mi vida en las que he escuchado la voz
de Jesús: “¡No temas, soy yo!”. Sin esa voz, estoy seguro de que hubiera
naufragado. Por eso me esfuerzo por hacerme de eco de ella por si puede
alcanzar a algunas personas que están atravesando momentos difíciles. No es tanto
cuestión de “resistir” (como hemos repetido hasta la saciedad en los meses del
confinamiento), sino de “creer” (como nos recordará el Evangelio de mañana). Después
de dos horas de navegación serena, atracamos en el pequeño puerto deportivo del
Club Náutico Soriano. Las mascarillas nos recordaron que la vida en
tierra no es tan placentera como en el lago, pero hay que seguir caminando.
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