Agosto es un mes en el que se celebran las fiestas patronales de muchos pueblos y ciudades de España. Este
año la pandemia ha provocado su cancelación. Pero, como no es fácil eliminar de
un plumazo tradiciones inveteradas, ya hay algunos que se las ingenian para
celebrar a su modo las “no fiestas”. Hubo ya “no fiestas” de San Juan en Soria el pasado mes de junio y “no fiestas” de san Fermín en Pamplona en julio, por citar solo un par de ejemplos. Por una parte, casi todo el mundo entiende
que es razonable cancelar las fiestas. De esta forma se evitan las
aglomeraciones que pueden ser difusoras del virus. Pero, por otra, muchas personas
echan de menos estos días en los que la gente que no se ve desde hace tiempo tiene la oportunidad de encontrarse y divertirse. Y más este año después de haber vivido varios meses de encierro. También Vinuesa, mi pueblo
natal, ha suprimido sus fiestas patronales del 14 al 18 de agosto. Eso no significa que no celebremos litúrgicamente
la fiesta de la Asunción de la Virgen María el próximo día 15. Para evitar que
todo el mundo se concentre en una única misa multitudinaria, se han
programado tres, de modo que los fieles puedan repartirse de forma más o menos
proporcional. No sé cómo resultará la propuesta, pero es un ejemplo más de lo
que la pandemia nos está obligando a cambiar o ajustar.
Aunque hay un
buen número de personas a las que no les gustan las fiestas (incluyendo
la Navidad y la Semana Santa), en todas las culturas los seres humanos señalamos algunos días en
rojo para mostrar que el ocio es tan importante o más que el negocio. Se ha escrito mucho
sobre la fenomenología de la fiesta en los grupos humanos. El cristianismo ha
contribuido mucho al calendario festivo de Europa, América y África, no tanto
de Asia. Cuando era niño, las personas mayores calculaban los períodos del año
en referencia a las diversas fiestas. Las naranjas, por ejemplo, eran muy
buenas desde la Purísima (8 de diciembre) hasta san José (19 de marzo). Los
cerdos se mataban en torno a san Martín (11 de noviembre), tiempo en el que, en
mitad del otoño, se producía el famoso veranillo homónimo. El período más caluroso
del año iba de Santiago (25 de julio) a la Virgen (15 de agosto). El más frío, desde
Todos los Santos (1 de noviembre) hasta Navidad (25 de diciembre). De hecho,
hay un refrán que lo confirma: “Entre Todos los Santos y Navidad, es invierno
de verdad”. Hay otro que dice: “Por los Santos, la nieve en los altos; por San Andrés
(30 de noviembre), la nieve en los pies”. Hay otros muchos refranes que aluden
a los santos y al tiempo: “El día de Santa Lucía (13 de diciembre) mengua la
noche y crece el día”; “El día de San Bernabé (11 de junio) dijo el sol: aquí
estaré” (porque en esta época suele comenzar a hacer bueno); “Hasta San Antón
(17 de enero), Pascuas son”; “Lluvia por San Miguel (29 de septiembre), poco
tiempo la has de ver”; “Para San Blas (3 de febrero), una hora más”; “Por San
Juan (24 de junio), brevas comerás”; “Si llueve el día de la Ascensión, cuarenta
días de lluvia son”. Es evidente que el famoso cambio climático y, sobre todo,
la secularización de nuestra sociedad, han convertido muchos de estos refranes
en piezas de museo lingüístico. No obstante, está tan arraigado el ciclo
festivo en nuestra sociedad que este año, a pesar de las cancelaciones, viviremos una forma insólita de celebración.
Cuando, sobre todo, los
jóvenes proponen celebrar a su modo las “no fiestas” no están desafiando a las
autoridades (aunque me temo que en algunos casos sí), sino que reivindican la
importancia de la fiesta en el ciclo de la vida humana. La pandemia ha destruido
muchos trabajos; ahora quiere acabar también con las fiestas. Celebrar las “no
fiestas” es un grito de protesta, un canto a la libertad en tiempos de
restricciones, confinamientos, distanciamiento social, temor e incertidumbre. Esperemos
que no sea también una ocasión para que se multipliquen los contagios porque
entonces no sería la fiesta de los humanos, sino el triunfo del virus. Por desgracia, muchos de los rebrotes se están originando en estas fiestas improvisadas que corren el riesgo de ser más peligrosas que las fiestas tradicionales. En fin, que no ganamos para sustos.
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