Ayer seguí por Internet la retransmisión del funeral de Pedro Casaldáliga. Comenzó a las 3 de
la tarde (8 de la tarde en España). Duró algo menos de dos horas. Se celebró en un polideportivo del Colegio Claretiano de Batatais (Brasil). Todo había sido preparado siguiendo
las normas sanitarias de seguridad. Los participantes estaban en sillas de plástico
blancas convenientemente distanciadas. Y, por supuesto, llevaban mascarillas de
protección. El cadáver de Pedro yacía en un sencillo ataúd abierto, tapado con un lienzo blanco. Reposaba sobre una estructura de palés de madera.
Estaba rodeado por símbolos de su Araguaia campesina, desde el sombrero sertanejo que hacía las veces de mitra hasta cestos de mimbre, telas artesanales y una red de pescadores del Araguaia. Presidió la celebración Monseñor
Moacir Silva, arzobispo de Ribeirão Preto, acompañado por otros dos obispos y alrededor de una veintena de sacerdotes claretianos y diocesanos.
Todo discurrió con sobriedad y emoción contenida, incluyendo los testimonios y mensajes finales. Yo experimenté un sentimiento doble: de enorme gratitud a mis hermanos claretianos y de una cierta perplejidad. Por una parte, reconocí el gran esfuerzo hecho por los claretianos de Brasil para proporcionarle atención sanitaria de calidad en los últimos momentos de su vida y organizar el primero de los varios funerales que tendrán lugar en estos días en diversos lugares. Por otra, me parecía que Pedro Casaldáliga, en ese pabellón polideportivo, estaba como “exiliado” del ambiente en el que siempre quiso vivir y morir. Aunque las condiciones eran muy distintas, no pude menos de recordar a san Antonio María Claret, que también murió fuera de su patria hace exactamente 150 años. ¡Menos mal que el cuerpo de Pedro regresará a su lugar, a su querido São Félix do Araguaia, a casi 2.000 kilómetros de distancia de Batatais, para ser enterrado en el cementerio popular donde yacen muchos campesinos asesinados y donde él quiso ser enterrado! Ayer las redes sociales estaban llenas de comentarios sobre su figura. Varias personas amigas me enviaron mensajes personales de condolencia por considerarlo un miembro de mi familia carismática. El tiempo nos permitirá valorar con serenidad el alcance de una vida profética admirada por muchísimos, criticada por algunos, seguida por muy pocos.
Todo discurrió con sobriedad y emoción contenida, incluyendo los testimonios y mensajes finales. Yo experimenté un sentimiento doble: de enorme gratitud a mis hermanos claretianos y de una cierta perplejidad. Por una parte, reconocí el gran esfuerzo hecho por los claretianos de Brasil para proporcionarle atención sanitaria de calidad en los últimos momentos de su vida y organizar el primero de los varios funerales que tendrán lugar en estos días en diversos lugares. Por otra, me parecía que Pedro Casaldáliga, en ese pabellón polideportivo, estaba como “exiliado” del ambiente en el que siempre quiso vivir y morir. Aunque las condiciones eran muy distintas, no pude menos de recordar a san Antonio María Claret, que también murió fuera de su patria hace exactamente 150 años. ¡Menos mal que el cuerpo de Pedro regresará a su lugar, a su querido São Félix do Araguaia, a casi 2.000 kilómetros de distancia de Batatais, para ser enterrado en el cementerio popular donde yacen muchos campesinos asesinados y donde él quiso ser enterrado! Ayer las redes sociales estaban llenas de comentarios sobre su figura. Varias personas amigas me enviaron mensajes personales de condolencia por considerarlo un miembro de mi familia carismática. El tiempo nos permitirá valorar con serenidad el alcance de una vida profética admirada por muchísimos, criticada por algunos, seguida por muy pocos.
Pero ayer hubo
otra noticia que me afecta de cerca. El semanal del periódico español El País
publicó un extenso reportaje titulado “Los
falsificadores de Dios”. El título es lo suficientemente
provocativo como para llamar la atención. Para comprender que se trata de un
reportaje de calidad, basta leer los comentarios de los lectores. En el momento
de escribir esta entrada hay 17. Casi todos son muy elogiosos, lo cual resulta insólito
porque cuando El País publica algo sobre la Iglesia suelen abundar los
comentarios críticos y aun ofensivos. ¿De qué trata este reportaje? De la
investigación llevada a cabo por el joven historiador español Santiago López
Rodríguez en los archivos de la Misión
Católica de lengua española de París, regentada por los claretianos
desde hace más de un siglo. La conclusión es clara. El mismo periódico la
resume así: “Cuatro claretianos españoles ayudaron a salvar entre 1940 y
1944 en París a un centenar y medio de judíos, la mayoría sefardíes, de la
persecución nazi. Un bautismo falso proporcionaba la oportunidad de escapar del
horror y huir de Francia. Una historia de solidaridad que ha permanecido en el
más absoluto secreto. Hasta ahora”. Merece la pena leer el reportaje íntegro porque, además de contar una historia emocionante, es una más de esas
innumerables “historias desconocidas” que los cristianos escriben cada día y
que nunca van a saltar a los medios de comunicación social. Es verdad que la Iglesia
ha cometido tropelías de diverso género a lo largo de la historia y que
conviene denunciarlas y sacarlas a la luz, pero no está mal, de vez en cuando, contar algunas de
las muchas historias de entrega y solidaridad.
Si la Iglesia
sigue siendo fermento en la masa del mundo es gracias a las innumerables “historias
desconocidas” que suceden cada día. Cristianos anónimos se esfuerzan por ser
signos del Jesús que sigue paseando por nuestras calles, curando a la gente, mostrando
la verdad, acompañando a los pobres. Aunque vivimos en la sociedad de la
información y todo está sometido a sus códigos, yo no soy muy partidario de
contar todo con pelos y señales. El bien tiene fuerza cuando es discreto. No me
gustan las personas e instituciones cristianas que continuamente están publicitando
todo lo que hacen. Me niego a sucumbir al dogma mediático de que “lo que no se cuenta no existe”. Percibo un cierto fariseísmo en la exhibición del bien. Pero
reconozco que, de vez en cuando, es necesario sacar a la luz algunas “historias
desconocidas” porque, al fin y al cabo, el cristianismo se extendió a base de historias
de personas que cambiaron su vida en el encuentro con Jesús. Los Evangelios no
son sino una colección de historias de transformación. Cuando hoy muchas personas se han ido haciendo
una imagen distorsionada de la Iglesia como una institución oscurantista,
enemiga del progreso, misógina, patriarcal y no sé cuántos epítetos más, es necesario
mostrar que la realidad no es así. A veces tienen que pasar muchos años para
que la verdad se abra paso. Esto es lo que ha sucedido ahora con la historia de “los
falsificadores de Dios”. Nunca es tarde si la dicha es buena. La Iglesia, gracias a Dios, no es una institución cortoplacista. Su ritmo se mide por siglos.
Hola Gonzalo, gracias por hacer mención de las dos noticias… También estuve siguiendo la celebración del funeral de Pedro Casaldáliga… Me sentí como si estuviera en el Brasil,orando en portugués, y por la sencillez y a la vez por la profundidad de lo que estaba sucediendo y, al mismo tiempo ver caras conocidas.
ResponderEliminarEn ningún momento se me ocurrió mandarte mensaje de condolencia supongo que porque no lo considero una pérdida. En él, llevo muy dentro lo que decía: “vivos y resucitados”… Me sale de dar gracias por su vida entregada…
Es interesante la historia que cuentas de la Misión de Francia… Cuántos pequeños y grandes gestos ocurren, a diario, en la historia y que quedan en el silencio, pero me lleva a pensar en lo que Jesús dice: “si el grano de trigo no muere no dará fruto…” … De la semilla sembrada, hace años, ahora salen los frutos, como espero que con el tiempo sucederá con las semillas sembradas por D. Pedro Casaldáliga…
Un abrazo