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viernes, 3 de julio de 2020

Tomás duda, pero cree

Llevamos ya un par de semanas de verano atípico (o de invierno, si pienso en mis amigos del hemisferio sur). Casi nada es como otros años, si exceptuamos la temperatura. Ayer en Roma alcanzamos los 33 grados. Me temo que hasta entrado septiembre no bajaremos mucho de esta cota. Por lo demás, las cosas han cambiado. Los turistas llegan a cuentagotas. Nosotros seguimos en reclusión parcial, aunque no hay nada que nos impida movernos. Yo ultimo los Ejercicios Espirituales por Internet que comenzaré el domingo 12 de julio. El único que parece no cambiar ni de día ni de actitud es el apóstol santo Tomás, cuya fiesta celebramos hoy. Como en mi comunidad hay varios indios, la fiesta adquiere un relieve especial. No olvidemos que, según la tradición, este apóstol fue el evangelizador del sur de la India. He tenido oportunidad de visitar su tumba en la ciudad de Chennai (la antigua Madrás). Lo que Santiago significa para España, santo Tomás lo es para la India.

Uno podría pensar en este santo como ejemplo de hombre dubitativo. Algunos relatos evangélicos dan pie para ello. Parece que Tomás necesita ver para creer. No se distingue mucho de los hombres y mujeres de hoy. Y, sin embargo, lo que más cuenta no es el proceso que sigue, sino la meta a la que llega. El cuarto evangelio pone en sus labios una verdadera confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28). En el camino de la fe, después de haber sorteado preguntas y dudas, uno acaba rindiéndose. La fe se parece más a una rendición que a una victoria. Más que pensar que, al fin, hemos encontrado la respuesta a lo que nos inquietaba, tenemos la impresión de haber sido encontrados por Dios de una manera que no imaginábamos. Ningún creyente puede presumir de tener las cosas claras. Más bien, se siente agradecido porque “cree sin ver”, lo cual no significa que su fe sea un salto irracional en el vacío, una suspensión del juicio, sino, más bien, una entrega confiada a una realidad (Dios mismo) que nos supera sin humillarnos, que desborda nuestra razón sin negarla, que nos ama sin concesiones sentimentalistas.

Creer y dudar son dos caras de la misma moneda. Quien más cree, más duda. No se trata de una duda metódica, sino existencial. No se trata de dudar de Dios como se puede dudar de la existencia de una galaxia lejana o de un minúsculo microbio, sino de “dudar” en el sentido de no arriesgarnos a confiar plenamente en Él, a descansar nuestra vida en la suya. Es difícil encontrar personas que se expresen de este modo. Abundan quienes se declaran ateos o agnósticos y también quienes dicen creer sin fisuras. Escasean quienes son capaces de creer en un mar de dudas y de dudar en un mar de creencias. No es un juego de palabras, sino una forma “tomasiana” -si se me permite este neologismo- de vivir la dinámica de la fe. En cualquier caso, uno tiene la impresión de no llevar las riendas, sino de ser llevado suavemente por un camino desconocido. A medida que pasa el tiempo, se incrementa el anhelo de cielo, las ganas de llegar a la patria. Lo expresa bien un himno litúrgico:

Cuando la muerte sea vencida
y estemos libres en el reino,
cuando la nueva tierra nazca
en la gloria del nuevo cielo,
cuando tengamos la alegría
con un seguro entendimiento
y el aire sea como una luz
para las almas y los cuerpos,
entonces, sólo entonces, estaremos contentos.

Cuando veamos cara a cara
lo que hemos visto en un espejo
y sepamos que la bondad
y la belleza están de acuerdo,
cuando, al mirar lo que quisimos,
lo veamos claro y perfecto
y sepamos que ha de durar,
sin pasión, sin aburrimiento,
entonces, sólo entonces, estaremos contentos.

Cuando vivamos en la plena
satisfacción de los deseos,
cuando el Rey nos ame y nos mire,
para que nosotros le amemos,
y podamos hablar con él
sin palabras, cuando gocemos
de la compañía feliz
de los que aquí tuvimos lejos,
entonces, sólo entonces, estaremos contentos.

Cuando un suspiro de alegría
nos llene, sin cesar, el pecho,
entonces -siempre, siempre-, entonces
seremos bien lo que seremos.



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