Más de una vez me he preguntado por qué personas con una gran capacidad intelectual y emocional, con sobrada experiencia en la gestión de empresas e instituciones y con buenas dotes de liderazgo no llegan al campo de la política. En otras palabras: ¿por
qué los responsables de la “cosa pública” no son los mejores? ¿Por qué debemos
ser gobernados a menudo por personas mediocres que acceden a altos cargos de responsabilidad
sin la adecuada preparación y sin ninguna experiencia previa? Una de las posibles respuestas es que
-querámoslo o no- preferimos a menudo movernos en el campo de la gris vulgaridad para justificar nuestra propia incompetencia y pereza. Por desgracia, “el mundo es de los mediocres”; es decir, de
las personas que -movidas por la envidia, el resentimiento o el afán de poder y
protagonismo- acaban escalando puestos para los que no están preparadas. Conscientes de su falta de méritos, tienen la rara habilidad de estar
en el lugar adecuado y en el momento oportuno. Cortejan a las personas de quienes pueden recibir prebendas. Suelen ser aduladoras y manipuladoras en las primeras fases. Llegadas a la cúspide, se vuelven autoritarias para
maquillar su falta de competencia con una exhibición de su poder. Es bastante evidente en el mundo
de la política, pero se da en todos los órdenes de la vida. Parece que en el mundillo
académico hay también bastante enchufismo y corporativismo. Y algo parecido se
da a veces en los ámbitos eclesiásticos. En definitiva, independientemente de sus méritos, quien tiene padrino se bautiza. El
resultado de esta “dorada mediocridad” es que tenemos que tragar a gente incompetente
y privarnos de gente valiosa. Se podría decir que esta mediocridad es un efecto
colateral de la democratización de la sociedad, pero quizá no es una
explicación suficiente.
No es que haya empezado el mes de julio con el pie izquierdo, sino que algunas
lecturas recientes me han ayudado a abrir los ojos sobre un fenómeno que se
percibe en la vida cotidiana, pero sobre el que no me había detenido mucho
hasta ahora. La mediocridad no tiene nada que ver con la humildad. Según el
diccionario de la RAE, mediocre es una realidad “de poco mérito, tirando a malo”.
La mediocridad, por tanto, es la condición de quien, sin muchos méritos,
pretende acceder a cargos y responsabilidades que le superan. El problema no
reside en tener más o menos cualidades (todos los seres humanos somos dignos
con independencia de ellas), sino en pretender asumir compromisos para los que
no estamos preparados. Una de las características de la sabiduría es la capacidad
de conocernos a nosotros mismos y de tener una visión lo más objetiva posible
sobre nuestras posibilidades y limitaciones. Quizá por eso, mucha gente sabia
no quiere correr el riesgo de adentrarse en territorios (la política es uno de ellos)
copados por gente mediocre. No quieren ser víctimas de esa “aurea mediocridad”
que combate contra la excelencia, que, en aras de una imaginaria igualdad, recorta las alas a
quienes vuelan alto y consigue crear un ambiente gris y poco creativo.
Lo opuesto a la mediocridad es la excelencia. No se trata de privilegiar
a una élite escogida frente a una masa vulgar, sino de crear condiciones de
aprecio para que cualquier persona (provenga de donde provenga) encuentre oportunidades,
estímulos y ayudas para desarrollar al máximo todo lo que lleva dentro. La
excelencia no persigue ser “más” que otros, sino desarrollar “más” las propias posibilidades.
No se trata de promover una cultura del “plus”, sino apuntar hacia una cultura del
“magis”. Ambos términos latinos significan “más”, pero en el primer caso de trata
de un “más” cuantitativo; en el segundo, de un “más” cualitativo. Frente al
imperio de la “áurea mediocridad”, del rasero bajo, una sociedad progresa
cuando apunta a cotas de excelencia, cuando crea las condiciones para que
incluso las personas con menos recursos económicos puedan acceder a grados
superiores de educación si tienen capacidad para ello. En cualquier caso, la excelencia
no debería ser un privilegio subjetivo que llevara a la vanagloria, sino un patrimonio
social; es decir, una forma de cultivar las propias cualidades al servicio de
la comunidad. Todos acabaríamos ganando.
Me ha gustado mucho esta entrada. Gracias por ponerle nombre y definición exacta a cosas que en muchas ocasiones confundimos. Un abrazo.
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